Sábado de la XVIII Semana Ordinaria

Habacuc 1,12-2,4; Mt 17, 14-20

Una mujer estaba sufriendo la etapa terminal del cáncer. Oraba para pedir su curación, pero su estado empeoraba.  Una amiga le dijo que era una tontería estar rezando, porque sus oraciones no le daban ningún resultado.  Otra amiga le dijo que la única razón por la cual no se curaba era porque no tenía una fe suficientemente grande.  Y añadió que toda persona con suficiente fe es curada.  Ambas amigas estaban equivocadas.

Los Evangelios relatan suficientes testimonios del poder de la oración.  Hemos visto en el Evangelio de hoy cómo Jesús responde a la oración llena de fe de aquel hombre que le pidió que tuviera compasión de su hijo.  Y cuando Jesús les dijo a sus discípulos que ellos no habían podido curarlo, añadió que “por su falta de fe”.  En otras palabras, les dio a entender que ellos no habían comprendido que Él era fuerza de su poder.

Por otra parte, Jesús no escogió curar a todo enfermo y toda clase de enfermedades, y Él hace lo mismo en nuestro tiempo.  Decir que a una persona le falta suficiente fe equivale a pronunciar un juicio temerario y a utilizar a Dios en forma presuntuosa.  Santa Teresita del Niño Jesús murió de tuberculosis a los 24 años de edad, y no podemos afirmar que su fe fuera imperfecta.  Por otra parte, si nos atrevemos a afirmar que Dios la debía haber curado y prolongado su vida, es una presuntuosa afirmación de que nosotros sabemos más que Dios.

La vida, con los sufrimientos que lleva implícitos, es un misterio.  El profeta Habacuc no comprendía por qué Dios permitía que los enemigos de Judea la castigaran, puesto que, si Judea era pecadora, sus enemigos eran todavía más pecadores.  La única respuesta es ésta: “El justo vivirá por su fe”.  La fe sí es necesaria, no para obtener milagrosas curaciones o para aligerar el sufrimiento, sino para vivir con Dios y aceptar su voluntad en nuestra vida.