Jer 31, 1-7
El profeta está hablando a un grupo que difícilmente puede ser llamado «pueblo». No tiene tierra patria, está en el destierro, su capital fue destruida, el Templo, síntesis de su historia, de su tradición, de su culto, había sido echado por tierra.
En este ambiente totalmente obscuro destella esta luz esperanzadora. De nuevo el principio fundamental de la Alianza: «Yo seré el Dios de todas las tribus de Israel y ellos serán mi pueblo».
El amor infinito, eterno, infalible, de Dios, es el espíritu animador de todo. «Yo te amo con amor eterno».
Cuando cada uno de nosotros entienda esto, cuando mire a Cristo como la plena realización de ese amor de Dios y lo mire como paradigma de su vida: «Que se amen unos a otros como yo los he amado», entonces seremos realmente cristianos.
Mt 15, 21-28
Debemos leer o escuchar la Santa Escritura como quien recibe un mensaje de salvación.
Aparece claramente hoy la universalidad de la salvación, cuya única exigencia es la apertura al don de Dios más allá de cualquier privilegio de raza.
Jesús hace un gran milagro fuera del territorio de Israel, y lo hace a una mujer cananea.
La fe de la cananea nos aparece deslumbrante, va más allá del aparente rechazo de Jesús cuando éste le dice: «No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perritos». En el escrito de Mateo, dirigido primeramente a judeo-cristianos, esto aparecía como una reclamación a los judíos que no habían aceptado a Cristo. Los hijos no quisieron el pan; ahora son otros los que de él se aprovecharán.
Cuando Jesús encuentra un rechazo no hace ninguna obra de salvación. Cuando encuentra una fe tambaleante, Él se encarga de apuntalarla. Para el que cree todo es posible. Y cuando encuentra una fe tan firme como la del ejemplo de hoy, Jesús siempre la alaba y concede la salvación: “Qué grande es tu fe. Que se cumpla lo que deseas».
Que nuestra respuesta de fe, al don de la luz de la Palabra y de la fuerza del Sacramento sea tal que merezcamos el mismo elogio y la misma seguridad de parte de Jesús.