Jueves de la VIII Semana Ordinaria

1 Pe 2, 2-5; 9-12

En medio de tantas ideas que se van metiendo en nuestra cultura y finalmente en nuestro corazón, producto del secularismo exagerado que vivimos, este hermoso texto de san Pedro, nos hace recordar que somos una «estirpe elegida», un «sacerdocio real», un pueblo santo llamado a proclamar las maravillas de Dios.

Es decir, nos recuerda que nuestra vida no puede ser menos que santa y que esta santidad no está referida únicamente a la vida espiritual o de comunión con Dios, sino que a de ser manifiesta a los demás a través de nuestras palabras y acciones.

Será en estas acciones, en nuestro diario vivir como los demás reconocerán que la vida cristiana no es una filosofía, ni siquiera una serie de actividades generalmente de tipo cultual, sino ante todo, una manera concreta de enfrentar el mundo y de relacionarse con éste.

Busca, pues, que este día tus palabras y acciones se identifiquen con el evangelio, para que así vayas «esparciendo el grato aroma de Cristo».

Mc 10, 46-52

En este hermoso pasaje en el que Jesús muestra de nuevo su gran misericordia, podemos destacar dos elementos.

El primero es la insistencia del ciego en la búsqueda de Jesús y la segunda la actitud de Jesús quien pregunta: ¿qué quieres que haga por ti? Si unimos estos dos elementos, podremos ver lo importante que es la insistencia en nuestra oración ante Jesús, insistencia que se ve amplificada si consideramos que el ciego le gritaba.

Por otro lado notamos en esta insistencia que el Ciego lo único que le pide es que tenga compasión de él, como si dijera: «cualquier cosa que tú me des me será suficiente».

Será solo hasta que Jesús se acerca a él cuando le pregunta, sobre su necesidad particular. Esto nos enseña que nuestra oración no solo debe ser insistente, sino que en ella debemos dejar que sea Jesús quien dé el siguiente paso.

Con la simple oración: «Ten misericordia de mí, le estamos diciendo: Jesús confío en ti, sé que tú ya conoces mis necesidades, que son mucho más de las que yo podría expresarte, dame lo que tú sabes que en realidad necesito». Una oración confiada como esta, como en el caso de Bartimeo, nuca será desatendida.

Miércoles de la VIII Semana Ordinaria

1 Ped 1, 18-25

Escuchamos las magníficas enseñanzas que sobre la dignidad y deberes de nuestro bautismo nos dirige san Pedro.

La expresión de Pedro al inicio de la carta «a los peregrinos de la Diáspora» nos hace suponer que esta carta va dirigida especialmente  a los cristianos de origen judío.  Para un judío, el origen de la salvación fue la Pascua: el que no era pueblo fue hecho pueblo y pueblo de la alianza, escogido por Dios, que lo ha querido unir a sí.  Ahora, Pedro les habla de un nuevo y perfecto rescate, de un sacrificio redentor del que los antiguos eran sólo promesa, habla de una esperanza, ya no de una tierra de promesa, sino de poseer la vida nueva del Señor Resucitado.

Pero esta vida nueva nos tiene que llevar a una realidad muy práctica: «el amor sincero a los hermanos», por esto la recomendación: «ámense los unos a los otros de corazón e intensamente».  Fijémonos en las dos condiciones que eliminan totalmente hipocresías y tibiezas.

Mc 10, 32-45

Hoy oímos el tercer anuncio que Jesús hace a los discípulos de su camino mesiánico, su Pascua.  Contrasta con el camino de Jesús la idea de los apóstoles que siguen pensando en un mesianismo de poder, de fuerza, de dominio y de gloria.

Jesús va por delante hacia Jerusalén, los discípulos están «sorprendidos», los que lo siguen «tenían miedo».

De nuevo el término del camino pascual, la Resurrección, queda como aplastado por lo enorme del camino necesario para llegar a ella: Jesús ha de ser entregado, condenado a muerte, burlado, escupido, azotado y muerto.  ¡Era demasiado!

Las perspectivas de Cristo no son de ninguna manera las de los discípulos.

«Sentarse a su derecha o a su izquierda» no sólo era el pensamiento de Santiago y Juan; por eso los demás se molestan con ellos.  Y la aclaración del Señor: «el que quiera ser grande entre ustedes, que sea su servidor».

Comparemos los criterios de Cristo con los nuestros, ¿se parecen?

Martes de la VIII Semana Ordinaria

1 Ped 1, 10-16

San Pedro nos quiere colocar en un lugar desde el que podamos mirar como en un amplio panorama la historia de la salvación, y en cuyo dinamismo por misericordia, Dios nos ha querido colocar.

Mirando hacia el pasado, el apóstol nos recuerda el período de los profetas, los antiguos miraban como profetas no sólo a los que en nuestra Biblia aparecen con este título, sino a todos los que iluminados por Dios nos manifiestan de algún modo el punto de vista de Dios, nos revelan el sentido de salvación que pueden tener los acontecimientos y las personas, que van guiando, movidos por el Espíritu Santo, hacia el completamiento de la salvación en Cristo.

Enseguida, el apóstol nos hace ver lo grande del don de Dios que nos ha hecho conocer y experimentar lo que los profetas anunciaban.  Esta es la Buena Nueva, la Feliz Noticia, el Evangelio ya actuante en la promesa, lo es mucho más en la realización.

Pedro nos hace mirar hacia la meta y completamiento: la venida definitiva del Señor.

Y la recomendación practiquísima: «Sean santos, porque yo, el Señor, soy santo».

Mc 10, 28-31

El evangelio de hoy nos decía que Pedro le dijo a Jesús que lo habían dejado todo por seguirlo.

Hay que hacer notar que todo lo que se deja por seguir a Jesús es bueno, a veces incluso es muy bueno, pero el motivo por el que se dejan esos bienes es muy superior a eso.  Todos los bienes que se dejan se dejan  por Jesús y por el Evangelio.

La recompensa prometida aparece en un doble plano «en esta vida» y «en el otro mundo».  Ciertamente no se promete una felicidad color de rosa, habrá fraternidad y generosidad comunitarias, un clima de gozosa unidad en la caridad, pero también habrá dificultades.  Hay «persecuciones» también por seguir a Jesús.

Pero sabemos que lo que hagamos por Cristo y su evangelio, recibiremos el ciento por uno de lo que nosotros hagamos.

Lunes de la VIII Semana Ordinaria

1 Pe 1, 3-9

Hemos iniciado, y seguiremos haciéndola hasta el viernes, la lectura de la primera carta de san Pedro.  Iniciamos la lectura en el versículo 3, antes del cual se presenta el autor como: «Pedro, apóstol de Jesucristo» y cuyos receptores son las comunidades cristianas que vivían en cinco distritos de la zona norte y este del Asia Menor.  Esta carta es más bien, diríamos, una amplia homilía; algunos la miran como una catequesis sobre el bautismo, y ciertamente, escuchada así, nos iluminará mucho sobre nuestra dignidad y deberes de cristianos.  Fue escrita en Roma, hacia el año 64, es decir, después de las cartas de Pablo pero antes de los Evangelios.  El solemne inicio bendicional, bien pudo ser un himno conocido por las comunidades a las que va dirigida la carta.

En el versículo 2, Pedro presenta muy ricamente la acción salvífica de la Trinidad, diciendo a los cristianos: «elegidos, según el previo designio de Dios Padre, santificados por el Espíritu para recibir el mensaje de Jesucristo y la aspersión de su sangre».

Esta es la vida divina a la que hemos sido unidos por el Bautismo, ésta es la razón de la esperanza alegre a la que alude Pedro.

Mc 10, 17-27

En el evangelio escuchamos una exigencia cristiana de esas en las que no nos gusta detenernos, preferiríamos pasar muy rápidamente para instalarnos a la sombra de otras palabras más amables.  «No se puede servir a Dios y a las riquezas» (Mt 6, 24).

El ejemplo fue muy claro, un hombre cumplidor perfecto de la ley «desde muy joven».  «Jesús lo miró con amor».  De ese amor brotó la invitación: «Ven y sígueme», pero la condición: «ve y vende lo que tienes».

De nuevo aparece el porqué de la intransigencia de Jesús, el corazón humano, con una facilidad pasmosa, se queda en lo exterior, en lo inmediato, en lo brillante y atractivo, y no pasa más adelante o más adentro.  Al mero camino lo transforma en meta, a la escala o trampolín los hace cama o sofá.

El que hubiera podido ser un apóstol, fundamento de la Iglesia, celebrado y venerado; por su amor a los bienes materiales, se quedó en «un hombre». 

La comparación del camello es ciertamente muy semítica pero muy contundente.

La exigencia es fuerte, pero el mismo que la pone da el ejemplo y comunica la fuerza y el aliento para cumplirla.

Sábado de la VII Semana Ordinaria

Sant 5, 13-20; Mc 10, 13-16

Casi todos los católicos piensan en llamar a un sacerdote cuando una persona de la familia está moribunda.  Ese momento es sumamente importante y hay que tomar todas las debidas precauciones.  Para el momento de la muerte, la Iglesia cuenta con el sacramento de la reconciliación (confesión), si es posible, y con la sagrada comunión en forma de viático.  El sacramento de la unción de los enfermos, que se promulga en esta carta de Santiago, está destinado de por sí, no a los moribundos, sino a los que están gravemente enfermos.

En realidad el objetivo fundamental que pretende Santiago en la lectura de hoy consiste en que la oración debe incorporarse a todos los momentos de nuestra vida, no sólo a los momentos de crisis.  Vale la pena repetir sus palabras: «¿Sufre alguno de ustedes?  Que haga oración.  ¿Está de buen humor?  Que entone cantos al Señor».  La oración es importante y necesaria no solamente en las enfermedades, y esto debemos tenerlo muy en cuenta.

Toda clase de oración, de petición o de alabanza  o cualquier otro tipo de oración es una forma de expresar nuestra dependencia total respecto de Dios.  El Señor es nuestro Padre, y nosotros, sus hijos, más dependientes de El que un bebé lo es de su madre.  Cuando Jesús abrazó a los pequeños, declaró: «De ellos es el Reino de los cielos».  La oración auténtica ayuda a desarrollar las actitudes de niño, que Jesús quiere de nosotros: la sencillez, la humildad y la confianza.

No importa nuestra edad, ni tampoco nuestras responsabilidades en la vida: ante Dios somos como niños pequeños.  Debemos de sentirnos felices de tener esta relación con Dios, que nos dará un gran sentido de tranquilidad y de paz a lo largo de nuestra vida.  Si tenemos las actitudes de un niño, Jesús mismo nos abrazará y nos bendecirá imponiéndonos sus manos.

Viernes de la VII Semana Ordinaria

Sant 5, 9-12

El apóstol Santiago nos avisa que no murmuren los unos contra los otros, sino que en todas las formas posibles nos ayudemos y nos animemos los unos a los otros.  Debemos proceder los unos con los otros en la misma forma en que Dios actúa con nosotros, pues, «El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar».

Mc 10, 1-12

No hace falta insistir en que el divorcio es un serio problema actual.  La enseñanza de Jesús en el evangelio sigue firme, pero cuando escuchamos las tremendas estadísticas del número de matrimonios que terminan en divorcio, debemos comprender que en ese número están incluidos un buen número de católicos.  No vamos nosotros a apropiarnos el derecho de juzgarlo, que sólo pertenece a Dios.  Pero sí podemos ayudar, en su enorme desconcierto, a muchos católicos divorciados.

El divorcio, sin un nuevo matrimonio, no excluye a la persona divorciada de la sagrada comunión.  Por supuesto la Iglesia no acepta la idea de que el divorcio puede anular un matrimonio válido «por la Iglesia».  Pero el divorcio puede ser necesario en la sociedad solamente para fines legales.  Una persona divorciada y que no se ha vuelto a casar, puede recibir la comunión y puede recibir cualquier sacramento y participar activamente en la Iglesia.

Si la persona no puede recibir la comunión porque se ha vuelto a casar fuera de la Iglesia, no hay razón para que no se una a la comunidad en la oración de la misa.  Ojalá que esta persona sea acogida amablemente y animada a buscar la ayuda que necesita de Dios, mediante su participación en misa.

JESUCRISTO SUMO Y ETERNO SACERDOTE

Celebramos hoy en la Iglesia la fiesta de Nuestro Señor Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote.

Por una tradición que se pierde en el tiempo, el primer jueves después de Pentecostés se celebra en la Iglesia la función sacerdotal de Cristo, quien ofreciéndose a sí mismo se constituye en Sumo y Eterno Sacerdote.

Es verdad que Cristo nunca se proclamó a sí mismo como sacerdote, no tenía ningún título y no ejerció en el Templo de Jerusalén, pero también es verdad que todas las funciones del sacerdocio las realizó de una manera plena con su vida y con su palabra: Santificar, ofrecer sacrificio, purificar.

Es muy clara su función de santificar, que es la de todo sacerdote durante todo su ministerio, desde la unción en la sinagoga hasta la muerte en cruz, con los mensajes de paz que nos ofrece el resucitado. 

Jesús ofrece el sacrificio pleno de presentarse a sí mismo como víctima y sacerdote.  Establece la Alianza que une en comunión a los hombres con Dios y que realiza perfectamente la misión del sacerdote: ser puente entre los hombres y Dios, y establecer esa relación entre la humanidad y su Señor.

No son los sacrificios rituales que a menudo se ofrecían en el Templo y que terminaban perdiendo su sentido al convertirse en puros ritos sin interioridad.  Es la vida ofrecida en sacrificio.  Un sacrificio que otorga perdón, reconciliación y vida nueva.

Jesús en la última cena, aparece como el sacerdote de la Nueva Alianza, sellada con su sangre para la salvación de todos.

Hoy podemos contemplar, alabar y agradecer  Jesús por ser sacerdote.  Pero también es un día muy propicio para descubrir en cada uno de nosotros, cómo por el bautismo fuimos constituidos sacerdotes en unión con Jesús.

También nosotros tenemos la misión de llevar todas las cosas a su perfección y a su santidad; también nosotros debemos ofrecer el sacrificio de reconciliación y de vida.

Que este día, todos y cada uno de nosotros, recordemos esa misión a la que nos invita a participar Jesús: ser sacerdotes juntamente con Él.

Martes de la VII Semana Ordinaria

Sant 4, 1-10

Ayer escuchábamos cómo Santiago oponía la verdadera sabiduría a la falsa y enumeraba las obras que son producto de una y otra.

Hoy continúan las enseñanzas morales.  Ahora se nos habla de otro aspecto, de la codicia, que es la raíz y el origen de muchísimos males.  El Evangelio lo dice: «No se puede servir a Dios y al dinero».

Se nos habla también de la codicia de los bienes naturales, que es origen de luchas, guerras y muerte, y esto puede comprobarse a lo largo de la historia, en todas las épocas y en todas las circunstancias, hasta nuestros días.

La codicia puede llegar a contaminar hasta la misma oración y el trato con Dios.

Santiago presenta luego la misma realidad negativa con un nombre muy usado por san Juan: el mundo.

Cuántas veces hay que mejorar y enderezar todo en el mundo, en nuestra propia comunidad y en nuestro corazón.

Mc 9, 30-37

Jesús en el evangelio hace su segundo anuncio de la pasión.

La pascua es desconcertante.  La gloria y la vida nueva y eterna se ven como algo muy atrayente, pero el camino del sufrimiento y de la muerte se ven como algo repugnante y que causa miedo.  La actitud de los discípulos es la misma que la que tenemos nosotros cuando nos enfrentamos al camino de la cruz: «No entendían estas palabras y tenían miedo de pedir explicaciones».

En todos los hechos de la Pasión aparecen tres cosas: primero el anuncio propiamente, segundo la incomprensión de los discípulos, y tercero la enseñanza de Jesús acerca de cómo seguirlo.  Hoy, la enseñanza es sobre la humildad y el servicio.  Se trata de seguir al Señor que «no vino a ser servido sino a servir».

Luego viene la enseñanza acerca de buscar, acoger al Señor en la persona de todos los pequeños, pobres, discriminados, personificados en el «niño».

Oímos también que recibir al prójimo es recibir a Cristo, recibir a Cristo es recibir al Padre.

BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA

La Iglesia hace memoria hoy de la Virgen María, bajo la advocación de Madre de la Iglesia. Así la declaraba San Pablo VI al final del Concilio Vaticano II. Sin embargo, ha sido el Papa Francisco quien ha querido que el lunes siguiente a Pentecostés se celebre esta memoria obligatoria en toda la Iglesia. Por eso, en las lecturas de este día María tiene un relieve especial. Su presencia es discreta, como es toda su presencia en el evangelio. Se la cita como de pasada, pero tiene contenido suficiente para ayudarnos a reflexionar sobre la presencia de María en la Iglesia y en nuestra vida de cristianos.

La primera lectura nos recuerda cómo la comunidad cristiana primitiva va tomando forma alimentada en la celebración del pan, la escucha de la Palabra y la oración. En esa comunidad está presente María. Es una más en el grupo, pero su estar en el grupo es un elemento alentador. ¿Quién puede hacer más viva la presencia de Jesús si no es su Madre? Por eso es significativa esa sencilla alusión a que en el grupo está María compartiendo la oración con todos los demás.

¿Se puede vivir cristianamente sin la presencia de María? No lo sé, pero es claro que si alguien puede conducirnos y acompañarnos a Jesús es, sin duda, su Madre. Ella que sigue estando en la Iglesia animando y alentando el caminar de sus hijos; ella conoce muy bien la senda que conduce a Jesús y, seguro, se presta a realizar esta labor con todos sus hijos.

Ahí tienes a tu hijo

El Evangelio de hoy acentúa la condición de María Madre, al recordar las palabras de Jesús en su agonía: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Es curioso que Jesús no dice ahí tienes a Juan. El discípulo amado ha adquirido la condición de hijo y en él nos ha incluido a todos. Esas palabras, “ahí tienes a tu hijo” son sorprendentes. María no tiene otro hijo que Jesús y, sin embargo, es como si Juan se convirtiera por las palabras de Jesús en hijo. Al dirigirse a su madre y decirle “ahí tienes a tu hijo”, es como si la condición de María, como madre, se ampliara y acogiera en Juan a todos los hombres. Y ahí está la Iglesia, asamblea de creyentes, de la que ella se convierte en Madre. 

El discípulo la recibió en su casa

Juan nos representa a todos y acogiendo a María en su casa cumple el deseo de Jesús. En este mundo donde prevalece la orfandad espiritual es bueno recordar que fuimos entregados a María, como hijos, en la figura de Juan. Contamos con ella. Hoy la invocamos como Madre de la Iglesia queriendo señalar que, como toda buena madre, alienta, cuida y acompaña a los seguidores de su Hijo. Es bueno para todos escuchar con el corazón las palabras de Jesús: “Ahí tienes a tu madre”. Es una invitación que se extiende a todos los creyentes. ¿Cuál ha de ser nuestra respuesta a esa propuesta de Jesús? La misma de Juan: recibirla en nuestra casa, hacerla parte de nuestra familia, incorporarla a nuestra vida cristiana, no como elemento decorativo inerte, sino como miembro vivo que quiere ayudarnos a vivir fielmente el seguimiento de Jesús. Hemos de ser conscientes de que es la recomendación que nos hace Jesús. Además de valorarlo, hemos de sentirlo y hacerlo realidad todos los días.

El Papa Francisco hace una descripción muy gráfica del papel de María con estas palabras: “En el Gólgota no retrocedió ante el dolor, sino que permaneció ante la cruz de Jesús y, por su voluntad, se convirtió en Madre de la Iglesia; después de la Resurrección, animó a los Apóstoles reunidos en el cenáculo en espera del Espíritu Santo, que los transformó en heraldos valientes del Evangelio. A lo largo de su vida, María ha realizado lo que se pide a la Iglesia: hacer memoria perenne de Cristo. En su fe, vemos cómo abrir la puerta de nuestro corazón para obedecer a Dios; en su abnegación, descubrimos cuánto debemos estar atentos a las necesidades de los demás; en sus lágrimas, encontramos la fuerza para consolar a cuantos sufren. En cada uno de estos momentos, María expresa la riqueza de la misericordia divina, que va al encuentro de cada una de las necesidades cotidianas.

Sábado de la VII Semana de Pascua

Hech 28, 16-20. 30-31; Jn 21, 20-25

Estamos en la última semana de Pascua, y en las lecturas de hoy aparecen las figuras más significativas de la iglesia primitiva. Son nuestros Padres en la fe, los primeros testigos y predicadores de la buena nueva de Jesús Salvador.

El pasaje del libro de los Hechos nos cuenta la presencia de Pablo en Roma, deportado de Jerusalén por su alegato de ciudadanía romana, para defenderse de las acusaciones y condena de su propio pueblo judío. Allí permanecerá durante dos años, con una relativa libertad, hasta ser liberado sin cargos. Y Pablo, pese a su penosa situación de cautividad, convoca a los judíos principales para trasmitirles la verdadera tradición mesiánica: Jesús es el mesías crucificado y resucitado por Dios, el ungido de Israel, en quien se cumplen las promesas, la profecía y la esperanza del Pueblo elegido. Repite su predicación de Jerusalén, que Jesús es el elegido que trae la salvación y la esperanza para el pueblo de Israel y para todas las naciones. Este cumple el Plan de Dios que en Jesús nos ha hecho sus hijos por la gracia, en quien tenemos la redención y la remisión de los pecados. Se abre un nuevo tiempo, el tiempo del Reino de Dios y de la expansión del evangelio de Jesús. Pablo es completamente valiente y decidido, pese a conocer su condición de reo. Podía ser condenado, pero trabaja y confía en la actuación del Espíritu de Dios que no suelta las riendas de la historia.

Pablo nos enseña a creer en la presencia salvífica del Espíritu que no deja a su Iglesia, y a ser valientes y constantes en la trasmisión del evangelio de Jesús, predicando primero con la vida y también con la palabra y el ejemplo. Viviendo la gracia del Señor con una presencia alegre, confiada y entregada a los demás.

Este fragmento del epílogo del evangelio de Juan, recoge la aparición del Señor resucitado en Tiberíades, con la narración de una pesca milagrosa, la elección de Pedro como pastor del rebaño de Jesús y finalmente, el legado del discípulo amado, testigo veraz de las andanzas de Jesús en este mundo. Juan quiere dejar claro para la Iglesia naciente la trascendencia de la vida de Jesús como manifestación progresiva del Logos, principio de su evangelio, que a través de su vida pública va revelando el misterio de los designios del Padre y la realización de su plan salvífico. Este plan de Dios tiene su cumplimiento decisivo en la exaltación por la cruz y en la resurrección gloriosa del Señor.

En este fragmento además, Juan sale al paso de un rumor de inmortalidad mediante el diálogo entre Jesús y Pedro: “Si quiero que se quede hasta que yo vuelva ¿a ti qué? Tú sígueme”, dice Jesús. Lo primordial para el evangelista no es la posible inmortalidad, sino el seguimiento. Jesús siempre nos llama a seguirle. Esa es la decisión trascendente para todo discípulo: Sígueme. Es el cumplimiento de la propia vocación, la gracia a la que estamos llamados. Seguirle es identificarse con la vida de Jesús para asimilarnos en su ser hijos de Dios. Es aceptar a Cristo como luz, camino, verdad y vida, y poder entrar en el misterio del amor del Padre. Jesús nos hace una oferta personal para que le conozcamos y sigamos sus enseñanzas, particularmente la del amor fraterno, que llena todo el evangelio de Juan. Un amor que ha de impulsarnos a ser gratuitos, solícitos y constantes en procurar el bien de nuestros hermanos, incluso con el sacrificio de nuestras propias vidas, como Jesús nos enseñó. No hay límites ni fronteras en el amor. Así termina Juan su evangelio certificando sus recuerdos y su admiración. El discípulo amado manifiesta su reconocimiento y fidelidad a Jesús con la trasmisión veraz de su escrito.

¿Estamos dispuestos a aceptar esa relación personal de Jesús que mediatice toda nuestra vida?