Viernes de la XIX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 19, 3-12

Con frecuencia, y a últimas fechas mucho más, me preguntan si la Iglesia no es demasiado inflexible al sostener que el matrimonio sea indivisible y si no estaría mejor tener matrimonios durante un periodo de tiempo, cinco o diez años, o bien no ser tan estrictos y permitir el divorcio con causas verdaderamente graves.

Las disoluciones o declaraciones de nulidad de algunos políticos o artistas famosos, vienen a desconcertar más todavía, y disminuyen el poco aprecio… en que va cayendo la fidelidad matrimonial. Es cierto que hay situaciones verdaderamente extremas en que parece que lo mejor es divorciarse, o donde se viven situaciones de injusticia y se carga la cruz, sólo porque lo manda la Iglesia o porque no quieren causar escándalo a los hijos. Así, se convive sin tener un verdadero amor.

Creo nos hemos fijado mucho más en las consecuencias que en las causas. Es cierto no se debería llegar nunca a esta situación. Pero hemos entrado en la época de lo desechable y se ha perdido el aprecio por lo auténtico y lo verdadero. También nos ha influenciado notablemente en nuestras relaciones personales.

La mayoría de las parejas que yo he tratado personalmente y se han divorciado, no han sido felices posteriormente. O solamente uno de ellos goza cierta estabilidad emocional con su nueva pareja. Y en todos los casos, creo que se ha desistido demasiado pronto y después se han arrepentido. Por otro lado han quedado las secuelas que deja un divorcio en los hijos.

Creo que falta a las parejas una mayor decisión para luchar por su amor, por cuidarlo, por entender lo que significa el verdadero amor. Saber que no sólo es pasión, atracción y sexo, sino que implica toda la persona íntegra y que juntos deben buscar el diálogo, la comprensión y el verdadero cariño.

Creo que no se debe caer en situaciones de injusticia dentro del matrimonio, pero también creo que ha faltado mayor decisión y cuidado en las parejas.

Hoy pidamos al Señor por todos los matrimonios y las parejas de nuestras comunidades, que descubran el verdadero amor y que se mantengan en él.

Jueves de la XIX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 18, 21—19; 1

Muchas veces se piensa que perdonar es un sentimiento, sin embargo la realidad es que es un acto de la voluntad.

Las ofensas recibidas, crean un sentimiento el cual, generalmente, queda fuera de nuestro control. Este sentimiento generara actitudes como respuesta a la herida. Por ejemplo, no sentiremos deseos de saludar o de convivir, incluso pueden nacer el deseo de venganza.

En este ejemplo que nos pone Jesús vemos que lo importante fue la actitud, que es un acto de la voluntad. El Rey quiso perdonar y perdonó, es decir lo dejó libre. El otro por el contrario dio rienda suelta a sus sentimientos y actuó equivocadamente encerrando en la cárcel a su compañero.

El perdón es una decisión que nos lleva, aun en contra del sentimiento (deuda) que permanece en nosotros, a cambiar nuestra actitud hacia la persona que nos ha ofendido. La reacción humana es la de actuar negativamente hacia la persona que nos ofendió, la gracia, que apoya nuestra decisión, nos lleva a actuar de una manera sobrehumana y a mostrar una actitud positiva (que puede empezar con una sonrisa). Si no dejas que el sentimiento crezca (reforzándolo con tus actitudes) las gracias de Dios y tu esfuerzo cotidiano harán que pronto desaparezca incluso el sentimiento causado por la ofensa.

Miércoles de la XIX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 18, 15-20

Las situaciones que más nos hacen sufrir en la vida con frecuencia van relacionadas con las personas con las que convivimos ya sea en la familia, en el trabajo, en la escuela o en los grupos sociales en que nos encontramos. Al ser cada uno de nosotros diferentes, chocamos con los hermanos y van surgiendo situaciones conflictivas provocadas por el carácter o por las diferentes formas de ver la vida. Lo más triste es que aquello que más nos debería unir, la convivencia diaria, se va convirtiendo en un peso muy difícil de soportar. Es curioso, que muchas veces no nos demos cuenta de todo el dolor que provocamos a los demás, y vienen los silencios y las descalificaciones.

Cristo hoy nos propone un camino lógico, natural, que nos puede llevar a solucionar muchos de nuestros problemas. El primer paso es dialogar abiertamente con quien ha cometido una falta. Es común encontrar que todos los vecinos conocen los agravios de la pareja, pero ¡el involucrado no se ha dado cuenta! En toda relación se requiere el diálogo.

El reconocer estas situaciones muchas veces es el primer paso para cambiar. La solución no es aguantarse, reprimirse y frustrarse frente a las dificultades, sino buscar soluciones.

¡Cuántas rupturas se hubieran evitado con tan sólo decir la verdad y hablar abiertamente!

Los siguientes pasos: llamar testigos, no acusadores, sino personas que puedan aportar y ayudar. Personas de confianza tanto para el agresor como para el ofendido pueden aportar verdaderas soluciones. Y sólo después de estos pasos, ponerlo frente a la comunidad o frente a la autoridad, sólo cuando no ha querido la corrección, sólo cuando hay verdadero pecado grave… Pero no debemos olvidar, que en el fondo de todo este procedimiento Jesús presupone una base fundamental: que hay amor, que hay buena voluntad y que se busca parecerse a nuestro Padre Dios que nos ha perdonado.

¿Tienes algún resentimiento o problema? ¿Qué solución le has buscado? ¿Está de acuerdo en lo que quiere Jesús? ¿Qué te dice respecto a tus problemas?

San Lorenzo, diácono y mártir

Jn 12, 24-26

La Caridad es uno de los pilares del cristiano. El mismo Jesús a lo largo de los Evangelios nos lo dice varias veces. Y en esta ocasión San Pablo nos lo recuerda. Y también nos recomienda que seamos generosos en nuestra entrega porque… «el que siembra con mezquindad, con mezquindad cosechará».

El auxilio al que lo necesita, la atención al hermano, el estar atento para socorrer al que sufre, esa es nuestra siembra. Dios nuestro Padre nos da la semilla, pone en nuestras manos todo lo necesario pero depende de nosotros como lo administremos. Debemos ser generosos en extremo, porque en el dar está la felicidad. Y alegres de corazón, con la certeza de que hacemos la voluntad de nuestro Padre.

El que tiene mucho que ofrecer y lo guarda para sí no puede ser feliz. Su corazón será un corazón triste, sombrío y eso trascenderá a su alrededor. Tenemos que ser conscientes de que somos «la sal de la tierra», la «levadura» que Dios reparte en el mundo para que su Palabra crezca y fructifique. Y no hay que ser santo, ni teólogo, ni un gran pensador: en la sencillez, en el amor al prójimo, está la clave. Seamos como los primeros cristianos «que lo compartían todo». Pongamos nuestro grano de trigo en el surco para que al amanecer de un nuevo día surja una espiga rica en fruto. Practiquemos la Caridad como Amor a nuestros hermanos.

Morir para dar fruto abundante como el grano de trigo. Despreciar las glorias del mundo para alcanzar la vida eterna. Abandonarnos en manos del Dios con la confianza del niño que está en los brazos de su madre. Entregarnos sin pensar en las consecuencias. Tener Fe ciega en el Señor. Estas son algunas de las claves que nos da Cristo en este hermoso pasaje del Evangelio. A veces pensamos demasiado, nos preocupamos sin deber, no tenemos la suficiente confianza en nuestro Padre del Cielo.

Somos humanos y titubeamos, es natural. Pero no debemos dejarnos llevar por nuestros miedos, debemos fijar la vista en el Madero de la Cruz, ver el ejemplo de entrega absoluta que nos da Jesús y seguir sus pasos. En el Evangelio de hoy Jesús, una vez más, nos marca el camino a seguir. Debemos estar dispuestos a ello, como lo estuvieron los Apóstoles y tantos santos a lo largo de la Historia de la Iglesia.

Hoy recordamos a San Lorenzo, mártir por no renunciar a Cristo ni bajo las más terribles amenazas y torturas. Su corazón permaneció fiel a la Palabra y su recompensa fue la Gloria del Cielo. En plena persecución de los cristianos en la Roma del siglo III supo dar testimonio de fe, de amor a Jesús, de fidelidad al Evangelio y hoy, casi 18 siglos después, le seguimos recordando como ejemplo de entrega y sacrificio. Él fue como el grano que cae en la tierra, muere y da fruto abundante. Sirva su ejemplo para todos nosotros y que su memoria nos anime a ser fieles seguidores de Cristo Jesús.

Lunes de la XIX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 17, 22-27

Este breve pasaje nos ilustra cómo el cristiano está obligado a cumplir con las obligaciones puestas por el Estado, de la misma manera que Jesús lo hizo y enseño a sus discípulos a realizarlo.

Y es que, aun viviendo en el Reino, estamos sujetos a la vida social, a la vida civil, y es precisamente ahí en donde, con nuestro testimonio, podemos construir una sociedad más justa, más humana y más libre.

Es mediante nuestras acciones como vamos transformando el orden social, por lo que el pago de nuestros impuestos, el acudir a las urnas a votar en tiempos de elección, el pertenecer a organizaciones y partidos políticos y de servicio no solo es un derecho sino una verdadera obligación de cada cristiano.

No pertenecemos a este mundo, pero vivimos en él y tenemos la encomienda recibida de Jesús de transformarlo. Seamos responsables en todo lo que concierne a la vida civil, política y social de nuestro país, hagamos de él (cada uno de acuerdo al don que Dios le ha dado) un lugar en donde el amor y la paz sean una verdadera realidad.

Sábado de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 17, 14-20

Se puso de rodillas. ¿Te imaginas a un padre de familia, desesperado, poniéndose de rodillas delante de alguien que aparentemente es un hombre como los demás? ¿Qué le movió a hacerlo? El amor a su hijo.


Primero lo había intentado con los discípulos, pero ellos no pudieron curar al chico de los ataques de epilepsia. Luego ve al Señor, se acerca y cae de rodillas ante Él. No tiene ninguna vergüenza. No le importa lo que digan de él.

Únicamente busca el bien de aquel a quien ama. Jesús, conociendo el amor que brotaba del corazón de ese hombre, curó al hijo.


Por su parte, los discípulos no entendían en qué habían fallado. Jesús les respondió que les faltaba fe. No dice que no tienen fe, sino que aún es muy pequeña.


La fe, aunque es un don de Dios, debe crecer y fortalecerse con nuestra colaboración. Es como ir a un gimnasio: al levantar las pesas una y otra vez, nuestros músculos se desarrollan. La fe también debe ejercitarse, ponerse a prueba, alimentarse. Si nos conformamos con la fe que teníamos a los diez años, cuando hicimos la primera comunión, es lógico que nuestro “músculo” espiritual esté raquítico.

Necesitamos una fe adulta, resistente, alimentada con las lecturas adecuadas, con la oración diaria, con los sacramentos y con todo aquello que nos ayude a fortalecerla.

La Transfiguración del Señor

Mc 9, 2-10

Dicen los entendidos que el cuerpo de una persona cambia constantemente y que en pocos años casi todos sus componentes son nuevos. Claro hay algunos elementos que nunca cambian. Sin embargo, este cambio del cuerpo nos puede hacer pensar en la transformación que interiormente debemos tener.

Si con el paso de los años nos vamos transformando física, emocional y espiritualmente, tendremos que tener muy en cuenta lo que en este día nos ofrece el Señor Jesús.

Sus discípulos no acaban de entender la gran misión que tienen, mucho menos pueden entender que Cristo les empiece a hablar de sacrificios, de sufrimiento y de muerte.

Para alentarlos, Cristo toma a tres de ellos, los lleva aparte y sube al monte con ellos. Entonces se transfigura en su presencia. Vestidura blanca, rostro resplandeciente y Moisés y Elías conversando con Él. Todo tiene su gran símbolo y para los discípulos es una belleza que nunca podrían imaginar. Además, los dos grandes “personajes” del pueblo de Israel vienen a dar testimonio de Jesús. Por eso, Pedro puede exclamar: “Maestro, sería bueno que nos quedáramos aquí” y propone hacer tres tiendas, olvidándose por completo de hacer una para ellos.

Pero falta lo mejor: la voz del Padre que dice: “Este es mi Hijo, mi escogido; escuchadlo”. Así a los testimonios del resplandor y de los personajes se añade la voz del Padre, pero con una clara indicación, escuchar a Jesús. Es la clave para superar las dificultades en su seguimiento, es la fortaleza para continuar en su camino.

La transfiguración da aliento a los apóstoles para poder seguir a Jesús. También nosotros debemos mirar a Jesús y escuchar su palabra. Si lo contemplamos en lo que hace, en lo que dice, en su muerte, pero sobre todo en su resurrección, encontraremos motivos de esperanza para continuar en el camino.

La contemplación de Jesús nos debe alentar y abrir los ojos para poder también nosotros transformarnos y transformar nuestro mundo. Pero no podemos quedarnos en contemplación. Jesús baja con sus discípulos del monte y les habla de su muerte y resurrección, que también nosotros, junto con Cristo caminemos en la vida diaria hacia la muerte y resurrección del Señor.

¿Qué cosas debemos transformar? ¿Cómo nos alienta Jesús? ¿Cómo sentimos sus palabras: “Yo estoy contigo”?

Jueves de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 16,13-23

Todo el Evangelio busca responder a la pregunta que anidaba en el corazón del Pueblo de Israel y que tampoco hoy deja de estar en tantos rostros sedientos de vida: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». Pregunta que Jesús retoma y hace a sus discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro, tomando la palabra en Cesárea de Filipo, le otorga a Jesús el título más grande con el que podía llamarlo: «Tú eres el Mesías», es decir, el Ungido de Dios.

Me gusta saber que fue el Padre quien inspiró esta respuesta a Pedro, que veía cómo Jesús ungía a su Pueblo. Jesús, el Ungido, que de poblado en poblado, camina con el único deseo de salvar y levantar lo que se consideraba perdido: «unge» al muerto, unge al enfermo, unge las heridas, unge al penitente, unge la esperanza.

En esa unción, cada pecador, perdedor, enfermo, pagano, allí donde se encontraba, pudo sentirse miembro amado de la familia de Dios. Con sus gestos, Jesús les decía de modo personal: «tú me perteneces».

Como Pedro, también nosotros podemos confesar con nuestros labios y con nuestro corazón no solo lo que hemos oído, sino también la realidad tangible de nuestras vidas: hemos sido resucitados, curados, reformados, esperanzados por la unción del Santo.

Todo yugo de esclavitud es destruido a causa de su unción. No nos es lícito perder la alegría y la memoria de sabernos rescatados, esa alegría que nos lleva a confesar: «Tú eres el Hijo de Dios vivo».

Y es interesante, luego, prestar atención a la secuencia de este pasaje del Evangelio en que Pedro confiesa la fe: «Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día».

Ante este anuncio tan inesperado, Pedro reacciona: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte»

Y Pedro se transforma inmediatamente en piedra de tropiezo en el camino del Mesías; y creyendo defender los derechos de Dios, sin darse cuenta se transforma en su enemigo (lo llama «Satanás»).

Contemplar la vida de Pedro y su confesión, es también aprender a conocer las tentaciones que acompañarán la vida del discípulo.

Como Pedro, como Iglesia, estaremos siempre tentados por esos «secreteos» del maligno que serán piedra de tropiezo para la misión. Y digo «secreteos» porque el demonio seduce a escondidas, procurando que no se conozca su intención, se comporta como vano enamorado en querer mantenerse en secreto y no ser descubierto».

Miércoles de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 15, 21-28

Frente a las situaciones difíciles y frente a los graves problemas no hay peor solución que no hacer nada. Es cierto que muchas veces el miedo o el temor al fracaso nos impiden tomar decisiones, sin embargo, esperar pasivamente a que las cosas sucedan es la peor elección. Atreverse es una de las características del hombre y de la mujer de fe. Nada de pasividades, nada de indiferencias, nada de conformismos.

Hoy tenemos dos lecturas que contrastan las actitudes de sus protagonistas. La primera lectura nos muestra al pueblo de Israel enviando una avanzada para informarse de la situación de la tierra prometida, tan largamente soñada. Los enviados encuentran que es realidad, que son buenísimas las tierras, que son muy apetecibles los frutos, pero, claro que hay dificultades: habitantes gigantescos y ciudades amuralladas. Y su atención se centra en las dificultades y los problemas, más que en la promesa y la asistencia del Señor.

A pesar de las amonestaciones de Moisés, a pesar de que ya han visto muchos prodigios, puede más su temor y el miedo al fracaso y optan por la peor de las elecciones: no entrar en la tierra prometida. En su elección llevan el castigo y se quedan vagando por el desierto durante cuarenta años. ¿No es parecido a lo que nos sucede a nosotros? ¿Cuántas decisiones aplazadas por miedo al compromiso o al fracaso? Y entonces quedamos indefinidamente vagando en la mediocridad.

¡Qué diferente la mujer del evangelio! Lleva todas las de perder, es mujer, que ya es una gran desventaja, además es extrajera y encuentra el rechazo ¡del mismo Jesús! Sin embargo, insiste una y otra vez, no se desalienta, lo que busca vale la pena todos los sacrificios. Y no teme el fracaso ni el ridículo. Recibe entonces no sólo lo que ella esperaba, sino algo más: el reconocimiento del mismo Jesús.

Dos ejemplos contrastantes. Por eso el Papa afirma que prefiere una Iglesia accidentada por lanzarse a predicar el evangelio que una Iglesia que pierde su aroma encerrada en sí misma.

Hoy nos toca actuar a nosotros, no tengamos miedo a los gigantes de nuestra imaginación, sepamos con mucha certeza lo que nos dice el Señor: “Yo estoy contigo”

Martes de la XVIII Semana del Tiempo Ordinario

Mt 14, 22-36

Nuestros fantasmas son más graves que los de la antigüedad, pero tienen el mismo trasfondo: la falta de fe.  Los relatos del evangelio que nos presentan estos milagros de Jesús, encierran esa doble dinámica, por una parte la incredulidad de los sabios y entendidos, por otra la fe sencilla de los pequeños.

En medio de los dos grupos, los discípulos a los que Jesús con cariño y paciencia va educando, transformando y haciéndoles entender los caminos del Reino.

Las olas que sacuden la barca, la oscuridad de la noche nos indica un clima que sobrecoge, que aterroriza y para colmo de males creen ver un fantasma, cuando en realidad quien se acerca es Jesús.

Muchas veces me pregunto, cuando sentimos que nos ahogamos, cuando la oscuridad nos hace temer, si el que se acerca a nosotros es el mismo Jesús y nosotros lo confundimos con un fantasma.  “Tranquilizaos, nos temáis, soy Yo”, podría decirnos Jesús también a nosotros en esos momentos.

Muchas veces será Él mismo que viene caminando hacia nosotros, a quien le tenemos miedo.  Nuestro miedo nos impide actuar y descubrirlo, nos impide realizarnos y convertirnos, nos impide aceptarlo.

Pedro tiene que aprender a seguir a Jesús y le lanza el reto: “si eres Tú, mándame ir caminando sobre el agua hacia Ti”.  Simbolismo, deseos de quitar al Señor.  No podremos imaginar a Pedro queriendo imitar a Jesús en estas cosas externas, pero Jesús quiere que camine hacia Él en lo verdaderamente importante, sobre las aguas que representan el mal y la condición.

Quizás sea lo mismo que nos pase a nosotros, que empezamos a hundirnos porque no caminamos hacia Jesús llenos de fe.  Confiamos más en nuestras fuerzas que en Jesús.

Con fe, Pedro hubiera cruzado a pie todo el lago. Con fe, nosotros también seríamos capaces de los mayores milagros. Si tuviéramos un poquito de fe, nos sorprenderíamos de hasta dónde podemos llegar.

Este día acerquémonos a Jesús y pidamos con devoción que podamos caminar hacia Él por encima de todas nuestras confusiones, de nuestras maldades, de nuestras debilidades.  Que Él nos de la fuerza y la fe necesarias para mantenernos en su seguimiento.