Sábado de la XXXIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 20, 27-40

Los saduceos negaban la resurrección de los muertos y la existencia de los ángeles. En este evangelio quieren poner a prueba la habilidad de Jesús, intentando ridiculizarlo por medio de un ejemplo: una viuda sin hijos que sucesivamente contrae matrimonio con 7 hermanos. En la «supuesta resurrección» quién será el verdadero marido…

Cada día percibimos que muchas personas concluyen su existencia: hospitales, accidentes, ancianos, etc. ¿Qué hay al final de este peregrinar doloroso y feliz de la vida? Las respuestas son tan variadas como las cuestiones: miedo, silencio, tabú, hedonismo, fatalismo, pesimismo, rebeldía, «nausea existencial» ante el absurdo, etc. Jesucristo resucitado es la única respuesta válida al interrogante de la muerte. En su respuesta a los saduceos lo afirma rotundamente: «Dios no lo es de muertos sino de vivos, porque para Él todos están vivos». Qué más necesitamos para creer que esta vida no termina, sino que se transforma.

A la luz de la resurrección, el cristiano experimenta con antelación, que la muerte del hombre, a pesar de sus esfuerzos por una inalcanzable inmortalidad, no es un sinsentido, ni un absurdo existencial. Al contrario, la muerte es el final de un trayecto, el paso de una amistad a lo humano hacia una amistad a lo divino. Es un acceso a la liberación definitiva con Cristo resucitado.

¡Qué alegría debemos sentir, cómo debe aumentar nuestra fe! Así hay que vivir, siempre mirando hacia ese horizonte grandioso, que nos mantenga con las maletas siempre preparadas para el encuentro con el Señor.

Y cuando los hombres nos fallen, cuando la persecución asome a nuestra puerta, lo único que nos sostendrá será la figura adorada y real de Cristo, pues el día de mañana, una vez que los hombres nos olviden, solamente una cruz, y en ella Cristo, seguirá abrazando nuestra sepultura como guardián eterno de una amistad comenzada en esta tierra.

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