Lunes de la III Semana de Pascua

Jn 6, 22-29

La gente que había escuchado a Jesús durante todo el día, y luego había tenido esta gracia de la multiplicación de los panes y había visto el poder de Jesús, quería hacerlo rey. Primero fueron donde Jesús para escuchar la palabra y también para pedir la curación de los enfermos. Se quedaron todo el día escuchando a Jesús sin aburrirse, sin cansarse: estaban allí, felices. Cuando luego vieron que Jesús les daba de comer, y eso no se lo esperaban, pensaron: “Este sería un buen gobernante para nosotros y seguramente podrá liberarnos del poder de los romanos y sacar el país adelante”. Y se entusiasmaron por hacerlo rey. Su intención había cambiado, porque vieron y pensaron: “Una persona que realiza este milagro, que alimenta a la gente, puede ser un buen gobernante”. Pero habían olvidado en ese momento el entusiasmo que la palabra de Jesús hacía nacer en sus corazones.

Jesús se marchó y se fue a rezar. La gente se quedó allí y al día siguiente buscaba a Jesús, “porque debe estar aquí” decían, ya que habían visto que no subió a la barca con los demás. Y allí se había quedado otra barca. Pero no sabían que Jesús había alcanzado a los otros caminando sobre las aguas. Así que decidieron ir al otro lado del Mar de Tiberíades para buscar a Jesús y cuando lo vieron, la primera palabra que le dicen fue: «Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?», como diciendo: “No entendemos, esto parece una cosa extraña”.

Y Jesús les hace volver al primer sentimiento, al que tenían antes de la multiplicación de los panes, cuando escuchaban la palabra de Dios: «En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no porque habéis visto signos —como al principio, los signos de la palabra, que les emocionaban, los signos de la curación—, sino porque habéis comido pan y os habéis saciado». Jesús les hace ver que han cambiado de actitud y ellos en vez de justificarse: “No, Señor, no…”, fueron humildes. Jesús continúa: «No trabajéis por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello». Y ellos, buena gente, le dijeron: «¿Qué hemos de hacer para realizar las obras de Dios?». “Que creáis en el Hijo de Dios”. Este es un caso en el que Jesús corrige la actitud de la gente, de la multitud, porque a mitad del camino se había desviado un poco del primer momento, del primer consuelo espiritual y había tomado un camino que no era el correcto, un camino más mundano que evangélico.

Esto nos hace pensar que muchas veces en la vida empezamos a seguir a Jesús, vamos detrás de Jesús con los valores del Evangelio, y a mitad de camino se nos presenta otra idea, vemos otros signos y nos alejamos y nos conformamos con algo más temporal, más material, más mundano, tal vez, y perdemos el recuerdo de ese primer entusiasmo que tuvimos cuando escuchábamos hablar a Jesús. El Señor siempre nos hace volver al primer encuentro, al primer momento en que nos miró, nos habló e hizo nacer en nosotros el deseo de seguirle. Esta es una gracia que hay que pedirle al Señor, porque en la vida siempre tendremos la tentación de alejarnos porque vemos otra cosa: “Eso irá bien, esa idea es buena…”. Nos alejamos. La gracia de volver siempre a la primera llamada, al primer momento: no olvidar, no olvidar mi historia, cuando Jesús me miró con amor y me dijo: “Este es tu camino”; cuando Jesús, a través de tantas personas, me hizo comprender cuál era el camino del Evangelio y no otras sendas un poco mundanas, con otros valores. Volver al primer encuentro.

Siempre me ha llamado la atención que —entre las cosas que Jesús dijo la mañana de la Resurrección— afirmara: “Id, anunciad a mis discípulos que vayan a Galilea, allí me verán”, Galilea era el lugar del primer encuentro. Allí habían conocido a Jesús. Y cada uno tiene su propia “Galilea” interior, nuestro momento propio, cuando Jesús se acercó y nos dijo: “Sígueme”. En la vida sucede lo que le pasó a esa gente —gente buena, porque luego le pregunta: “¿Qué hemos de hacer?”, y obedecieron inmediatamente—, nos alejamos y buscamos otros valores, otra hermenéutica, otras cosas, y perdemos la frescura de la primera llamada. El autor de la carta a los Hebreos también nos lo recuerda: “Acordaos de los días pasados”. La memoria, la memoria del primer encuentro, la memoria de “mi Galilea”, cuando el Señor me miró con amor y me dijo: “Sígueme”.

Sábado de la II Semana de Pascua

Jn 6, 16-21

El evangelio de hoy nos presenta el episodio de Jesús que camina sobre las aguas del lago. Después de la multiplicación de los panes y de los peces, Él invita a los discípulos a subir a la barca y a esperarle en la otra orilla, mientras se despide de la multitud y después se retira solo a rezar en el monte, hasta la noche tarde.

Y mientras tanto en el lago se levantó una fuerte tempestad, y justamente en medio de la tempestad Jesús va a la barca de los discípulos, caminando sobre las aguas del lago. Cuando los discípulos lo ven se asustan, piensan que es un fantasma, pero Él los tranquiliza: «Coraje, soy yo, no tengan miedo.

En la barca están todos los discípulos, unidos por la experiencia de la debilidad, de la duda, del miedo, de la poca fe. Pero cuando en esa barca sube Jesús, el clima inmediatamente cambia: todos se sienten unidos en la fe en Él. Todos pequeños y asustados se vuelven grandes en el momento en el cual se arrodillan y reconocen en su maestro al Hijo de Dios.

Cuantas veces también a nosotros nos sucede lo mismo: sin Jesús, lejos de Jesús nos sentimos miedosos e inadecuados, a tal punto que pensamos no poder lograr nada. Falta la fe, pero Jesús está siempre con nosotros y escondido quizás, pero presente y siempre pronto a sostenernos.

Esta es una imagen eficaz de la Iglesia: una barca que debe afrontar las tempestades y algunas veces parece estar en la situación de ser arrollada. Lo que la salva no son las cualidades y la valentía de sus hombres, sino la fe, que permite caminar incluso en la oscuridad, en medio de las dificultades.

La fe nos da la seguridad de la presencia de Jesús siempre a nuestro lado, con su mano que nos sostiene para apartarnos del peligro. Todos nosotros estamos en esta barca, y aquí nos sentimos seguros a pesar de nuestros límites y nuestras debilidades.

Estamos seguros sobre todo cuando sabemos ponernos de rodillas y adorar a Jesús, el único Señor de nuestra vida.

Viernes de la II Semana de Pascua

Jn 6,1-15

Jesús se conmovió al ver a la multitud que estaba extenuada y hambrienta, salió a su encuentro para socorrerla. No solamente se preocupó de los que le seguían, sino que deseaba que sus discípulos se comprometieran en auxiliar al pueblo, mandándoles: «denles ustedes de comer».

La bendición de Jesús sobre los cinco panes y los dos peces anuncia de antemano la eucaristía de la que el cristiano se alimenta y de la que saca fuerzas para la vida.

La eucaristía nos va transformando en cuerpo de cristo y en alimento para nuestros hermanos. Jesús desea que su alimento llegue a todos y que sus discípulos, que somos nosotros, sean los que lo entreguen a los demás.

Jesús nos ha enseñado el camino a seguir y nos manda que seamos nosotros quienes lo llevemos a los demás, a ÉL, que es alimento que sacia y da vida, crea unidad y comunión.

Jueves de la II Semana de Pascua

Jn 3,31-36

La Primera Lectura continúa la historia que comenzó con la curación del lisiado en la Puerta Hermosa del Templo. Los apóstoles han sido llevados ante al Sanedrín, luego los enviaron a la cárcel, pero un ángel los liberó. Y esta mañana, justo aquella mañana, debían salir de la cárcel para ser juzgados, pero habían sido liberados por el ángel y estaban predicando en el Templo. «En aquellos días, los apóstoles fueron conducidos a comparecer ante el Sanedrín»; fueron a buscarlos al Templo y les llevaron al Sanedrín. Y allí, el sumo sacerdote les reprochó: «¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre –es decir, en el nombre de Jesús–, y habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre». Porque los apóstoles, Pedro y Juan sobre todo, echaban en cara a los dirigentes, a los sacerdotes, haber matado a Jesús. Y entonces Pedro responde junto a los apóstoles: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», “nosotros somos obedientes a Dios y vosotros sois los culpables de esto”. Y acusa, pero con una valentía, con una franqueza, que uno se pregunta: “Pero, ¿este es el Pedro que negó a Jesús? ¿Aquel Pedro que tenía tanto miedo, aquel Pedro que era un cobarde? ¿Cómo ha llegado aquí?”. Y acaba incluso diciendo: «Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen». ¿Cuál fue el camino de este Pedro para llegar a este punto, a esta valentía, a esta franqueza, a exponerse? Porque podía llegar a compromisos y decir a los sacerdotes: “Quedaos tranquilos, nos iremos, hablaremos con un tono más bajo, no os acusaremos más en público, pero vosotros dejadnos en paz…”, y llegar a concesiones.

En la historia, la Iglesia ha debido hacer esto tantas veces para salvar al pueblo de Dios. Y muchas veces lo ha hecho también para salvarse a sí misma –pero no la Santa Iglesia– sino los dirigentes. Las concesiones pueden ser buenas o malas. ¿Pero ellos podían salir del compromiso? No, Pedro dijo: “Nada de compromiso. Vosotros sois los culpables”, y con ese arrojo.

 ¿Y cómo llegó Pedro a ese punto? Porque era un hombre entusiasta, un hombre que amaba con fuerza, pero también un hombre miedoso, un hombre abierto a Dios hasta el punto de que Dios le revela que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, pero poco después –en seguida– se deja caer en la tentación de decir a Jesús: “No, Señor, por esa vía no: vamos por otra”: la redención sin Cruz. Y Jesús le dice: “Satanás”. Un Pedro que pasaba de la tentación a la gracia, un Pedro que es capaz de arrodillarse ante Jesús y decir: “apártate de mí que soy un pecador”, y luego un Pedro que intenta pasar sin dejarse ver y, para no acabar en la cárcel, niega a Jesús. Es un Pedro inestable, pero porque era muy generoso y también muy débil. ¿Cuál es el secreto, cuál es la fuerza que tuvo Pedro para llegar ahí? Hay un versículo que nos ayudará a entenderlo. Antes de la Pasión, Jesús dijo a los apóstoles: «Satanás os busca para cribaros como el grano». Es el momento de la tentación: “Seréis así, como el grano”. Y a Pedro le dice: “Y yo rezaré por ti, «para que tu fe no desfallezca»”. Ese es el secreto de Pedro: la oración de Jesús. Jesús reza por Pedro, para que su fe no decaiga y pueda –dice Jesús– confirmar en la fe a sus hermanos. Jesús reza por Pedro.

Y lo que hizo Jesús con Pedro, lo hace con todos nosotros. Jesús reza por nosotros; reza ante el Padre. Estamos acostumbrados a rezar a Jesús para que nos dé esta gracia, aquella otra, nos ayude, pero no estamos acostumbrados a contemplar a Jesús que muestra al Padre las llagas, a Jesús el intercesor, a Jesús que reza por nosotros. Y Pedro fue capaz de hacer todo ese camino, de cobarde a valiente, con el don del Espíritu Santo, gracias a la oración de Jesús.

Pensemos un poco en esto. Dirijámonos a Jesús, agradeciendo que Él reza por nosotros. Por cada uno de nosotros Jesús reza. Jesús es el intercesor. Jesús quiso llevarse las llagas para mostrarlas al Padre. Es el precio de nuestra salvación. Debemos tener más confianza; más que en nuestras oraciones, en la oración de Jesús. “Señor, reza por m픓Pero yo soy Dios, puedo darte…” – “Sí, pero reza por mí, porque Tú eres el intercesor”. Y ese es el secreto de Pedro: “Pedro, yo rezaré por ti «para que tu fe no desfallezca»”.

Que el Señor nos enseñe a pedirle la gracia de rezar por cada uno de nosotros.

Miércoles de la II Semana de Pascua

Jn 3,16-21

Este pasaje del Evangelio de Juan, el diálogo entre Jesús y Nicodemo, es un auténtico tratado de teología: aquí está todo. El kerigma, la catequesis, la reflexión teológica, está todo en este capítulo. Hoy señalaré solo dos puntos de todo esto, dos puntos que están en el pasaje de hoy.

El primero es la revelación del amor de Dios. Dios nos ama, y nos ama –como dice un santo– como locura: el amor de Dios parece una locura. Nos ama: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito». Dios dio a su Hijo, envió a su Hijo, y lo envió a morir en la cruz. Cada vez que miramos el crucifijo, vemos ese amor. El crucifijo es precisamente el gran libro del amor de Dios. No es un objeto para ponerlo aquí o allá, más bonito o no tanto, más antiguo o más moderno… no. Es la expresión del amor de Dios. Dios nos amó así: envió a su Hijo, se anonadó hasta la muerte de cruz por amor. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo»

Cuánta gente, cuántos cristianos pasan el tiempo mirando el crucifijo, y ahí lo encuentran todo, porque han entendido –el Espíritu Santo les ha hecho entender– que ahí está toda la ciencia, todo el amor de Dios, toda la sabiduría cristiana. Pablo habla de esto, explicando que todos los razonamientos humanos que él hace sirven hasta cierto punto, pero el verdadero razonamiento, el modo de pensar más hermoso, y que más lo explica todo, es la cruz de Cristo, es “Cristo crucificado que es escándalo” y locura, pero es el camino. Y eso es el amor de Dios. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo» ¿Para qué? «Para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» El amor del Padre que quiere a sus hijos consigo.

Mirar el crucifijo en silencio, mirar las llagas, mirar el corazón de Jesús, mirar el conjunto: Cristo crucificado, el Hijo de Dios, anonadado, humillado por amor. Este es el primer punto que hoy nos muestra este tratado de teología, que es el diálogo de Jesús con Nicodemo.

El segundo punto es un punto que también nos ayudará: «La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas». Jesús retoma esto de la luz. Hay gente –también nosotros, muchas veces– que no pueden vivir en la luz porque están acostumbrados a las tinieblas. La luz les deslumbra, son incapaces de ver. Son murciélagos humanos: solo saben moverse en la noche. Y también nosotros, cuando estamos en pecado, estamos en ese estado: no toleramos la luz. Es más cómodo vivir en las tinieblas; la luz nos abofetea, nos hace ver lo que no queremos ver. Y lo peor es que los ojos, los ojos del alma, de tanto vivir en tinieblas se habitúan de tal modo que acaban ignorando qué es la luz. Pierdo el sentido de la luz, porque me acostumbro más a las tinieblas. Y tantos escándalos humanos, tantas corrupciones nos indican esto. Los corruptos no saben qué es la luz, no la conocen. Lo mismo nosotros cuando estamos en pecado, en estado de alejamiento del Señor, nos volvemos ciegos y nos sentimos mejor en las tinieblas, y así vamos, sin ver, como ciegos, moviéndonos como podamos.

Dejemos que el amor de Dios, que envió a Jesús para salvarnos, entre en nosotros y “la luz que trae Jesús”, la luz del Espíritu entre en nosotros y nos ayude a ver las cosas con la luz de Dios, con la luz verdadera y no con las tinieblas que nos da el señor de las tinieblas.

Dos cosas, hoy: el amor de Dios en Cristo, en el crucificado, en lo cotidiano. Y la pregunta diaria que podemos hacernos: “¿Yo camino en la luz o camino en las tinieblas? ¿Soy hijo de Dios o he acabado por ser un pobre murciélago?”.

Martes de la II Semana de Pascua

Jn 3, 7-15

Si contemplamos la escena que nos presenta hoy la narración de los hechos de los apóstoles, en la primera lectura, podremos comprender mejor las expresiones que dejan atónito, no solo a Nicodemo sino también a todos nosotros.

No podían imaginar los israelitas que el cumplimiento de la ley, alcanzara su plenitud en la vida presentada como ideal en los Hechos de los Apóstoles: Vivían con un solo corazón y una sola alma. El amor a Dios hecho fraternidad resume la práctica de todos los mandamientos.

El dar testimonio de la resurrección, no con palabras, sino con los signos que todos podían contemplar, era el mejor anuncio del Reino de Dios. Y detrás de todo esto como motor y fuente el Espíritu Santo.

Podrían parecernos muy abstractas las palabras que hoy nos ofrece el Evangelio, pero si tomamos en cuenta que el viento es uno de los signos de la presencia del Espíritu, estaremos en camino de comprenderlo mejor.

El que nace del Espíritu, es una persona libre, sin ataduras que rompe los esquemas, que abre caminos.

La contraposición entre cielo y tierra es muy clara. Hay personas inteligentísimas, sin más, que tienen sus objetivos puestos en las cosas del mundo. Jesús propone otros valores; propone otra forma de vivir. Solo mediante el viento, el Espíritu Santo, que no proviene de la tierra sino del cielo, podremos construir un mundo nuevo.

Cuando nos mueven intereses económicos, materiales, mezquinos podemos tener una gran unión, pero no tendremos un solo corazón. Cuando nos mueve el Espíritu lograra que tengamos un solo corazón y una sola alma.

Es necesario revisar como hemos abierto el corazón al Espíritu y si estamos dispuestos a dejarnos mover por su fuerza, o si nosotros lo queremos manipular.

Hoy, busquemos un momento de silencio para sentir la brisa del viento y dejarme invadir por la presencia del Espíritu.

¿Estoy viviendo de acuerdo a lo que quiere Jesús? ¿Mis valores son mezquinos, egoístas?

Que el Espíritu Santo venga y nos llene de su fuerza, de su sabiduría.

San Marcos

Mc 16, 15-20

Hoy la Iglesia celebra a San Marcos, uno de los cuatro evangelistas, muy cercano al apóstol Pedro. El Evangelio de Marcos fue el primero en ser escrito. Es sencillo, de estilo simple, muy cercano.

Y en este pasaje –que es el final del Evangelio de Marcos, que hemos leído ahora– es el envío del Señor. El Señor se reveló como salvador, como el Hijo único de Dios; se reveló a todo Israel y al pueblo, especialmente y con más detalle a los apóstoles, a los discípulos. Es la despedida del Señor: el Señor se va, partió y «fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios». Pero antes de partir, cuando se aparece a los Once, les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación». Es la misión de la fe. La fe, o es misionera o no es fe. La fe no es algo solo para mí, para que yo crezca en la fe. La fe siempre te lleva a salir de ti. ¡Salir! La transmisión de la fe; la fe se trasmite, se ofrece, sobre todo con el testimonio: “Id, que la gente vea cómo vivís”

Hoy hay tanta incredulidad, en nuestras ciudades, porque los cristianos no tienen fe. Si la tuviesen, seguro que la darían a la gente. Falta la misión. Porque en la raíz falta la convicción: “Sí, yo soy cristiano, soy católico…”, como si fuese una actitud social. En el carnet de identidad te llamas así: “cristiano”; es un dato del carnet de identidad. Eso no es fe. Eso es algo cultural. La fe necesariamente te lleva fuera, te lleva a darla: porque la fe esencialmente debe ser trasmitida. No está quieta. “Ah, ¿usted quiere decir, padre, que todos debemos ser misioneros e ir a países lejanos?”. No, esa es una parte de la misión. Lo que quiere decir es que, si tienes fe, necesariamente debes salir de ti y mostrar socialmente la fe. La fe es social, es para todos: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda criatura». Y esto no quiere decir hacer proselitismo, como si yo fuese de un equipo de fútbol que hace proselitismo o de una sociedad de beneficencia. No, la fe es nada de proselitismo. Es hacer ver la revelación, para que el Espíritu Santo pueda actuar en la gente a través del ejemplo, como testigo, con servicio. El servicio es un modo de vivir: si yo digo que soy cristiano y vivo como un pagano, ¡no va! Eso no convence a nadie. Si digo que soy cristiano y vivo como cristiano, eso atrae. Es el buen ejemplo.

Una vez, un estudiante me dijo: “En la universidad tengo muchos compañeros ateos. ¿Qué debo decirles para convencerles?”“Nada, querido, nada! Lo último que debes hacer es decir algo. Comienza viviendo y ellos, al ver tu buen ejemplo, te preguntarán: ¿Por qué vives así?”. La fe se trasmite: no obligando sino como el que ofrece un tesoro. “Está ahí, ¿veis?”. Y esa es también la humildad de la que habla San Pedro en la Primera Lectura: «Queridísimos, revestíos todos de humildad en el trato mutuo, porque Dios resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes». Cuántas veces en la Iglesia, en la historia, han nacido movimientos, asociaciones de hombres o mujeres que querían obligar a la fe, convertir…, auténticos “proselitistas”. ¿Y cómo acabaron? En la corrupción.

Es tan tierno este pasaje del Evangelio. Pero, ¿dónde está la seguridad? ¿Cómo puedo estar seguro de que saliendo de mí seré fecundo en la transmisión de la fe? «Proclamad el Evangelio a toda criatura», haréis maravillas. Y el Señor estará con nosotros hasta el fin del mundo. Nos acompaña. En la transmisión de la fe, el Señor siempre está con nosotros. En la transmisión de la ideología habrá maestros, pero si tengo la actitud de fe que debo trasmitir, el Señor está ahí y me acompaña. En la transmisión de la fe nunca estoy solo. Es el Señor conmigo quien trasmite la fe. Lo prometió: “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

Pidamos al Señor que nos ayude a vivir nuestra fe así: la fe de puertas abiertas, una fe transparente, no “proselitista”, sino que se haga ver: “¡Pues yo soy así!”. Y con esa sana curiosidad, ayude a la gente a recibir este mensaje que les salvará.

Sábado de la Octava de Pascua

Marcos 16, 9-15

Los jefes, los ancianos, los escribas, viendo a estos hombres y la franqueza con la que hablaban, y sabiendo que era gente sin formación –quizá no sabían ni escribir–, se queda asombrados. No entendían: “Pero es algo que no podemos entender, cómo esta gente sea tan valiente, tenga esta franqueza”. Esa palabra es muy importante pues es el estilo propio de los predicadores cristianos, también en el Libro de los Hechos de los Apóstoles: franqueza, coraje. Quiere decir todo eso. Decir claramente.

Franqueza. El coraje y la franqueza con los que los primeros apóstoles predicaban… Por ejemplo, el Libro de los Hechos está lleno de esto: dice que Pablo y Bernabé intentaban explicar a los judíos con franqueza el misterio de Jesús y predicaban el Evangelio con franqueza. Pero hay un versículo que a mí me gusta mucho en la Epístola a los Hebreos, cuando el autor nota que algo en la comunidad no está yendo bien, que se pierde, que hay un cierto bajón, que esos cristianos se están volviendo tibios. Y dice: «Acordaos de los días primeros, cuando, recién iluminados, tuvisteis que sostener una lucha grande y dolorosa. No perdáis, por tanto, vuestra confianza». “Recupérate”, recupera la franqueza, el coraje cristiano de seguir adelante. No se puede ser cristianos sin que venga esa franqueza: si no viene, no eres un buen cristiano. Si no tienes valor, si para explicar tu posición caes en ideologías o en la casuística, te falta la franqueza, te falta el estilo cristiano, la libertad de hablar, de decirlo todo. El coraje.

Y luego, vemos que los jefes, los ancianos y los escribas son víctimas de esa franqueza, porque los arrincona: no saben qué hacer. «Notando que eran hombres sin letras ni instrucción, estaban sorprendidos. Reconocían que habían sido compañeros de Jesús pero, viendo de pie junto a ellos al hombre que había sido curado, no encontraban respuesta». En vez de aceptar la verdad como es, tenían el corazón tan cerrado que buscaron la vía diplomática, la vía del compromiso: “Asustémoslos un poco, digámosles que serán castigados, a ver si así se callan”.

Ciertamente están arrinconados por la franqueza: no sabían cómo salir. Pero no se les ocurría decir: “Pero, ¿no será verdad esto?”. El corazón ya estaba cerrado, era duro: el corazón estaba corrupto. Este es uno de los dramas: la fuerza del Espíritu Santo que se manifiesta en esa franqueza de la predicación, en esa locura de la predicación, no puede entrar en los corazones corruptos. Por eso, estemos atentos: pecadores sí, corruptos jamás. Y no llegar a esa corrupción que tiene tantos modos de manifestarse.

Pero estaban arrinconados y no sabían qué decir. Y al final encontraron un compromiso: “Amenacémosles un poco, asustémosles un poco”, les llaman y les ordenan, les invitan a no hablar en ningún momento ni enseñar en el nombre de Jesús. “Hagamos las paces: vosotros iros en paz, pero no habléis en el nombre de Jesús, no enseñéis”.  A Pedro ya lo conocemos: no era un valiente nato. Fue cobarde, negó a Jesús. ¿Pero ahora qué ha pasado? Responden: «¿Es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a él? Juzgadlo vosotros. Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído». ¿Y ese coraje de dónde le viene a este cobarde que negó al Señor? ¿Qué pasó en el corazón de este hombre? El don del Espíritu Santo: la franqueza, el coraje, es un don, una gracia que da el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Justo después de haber recibido al Espíritu Santo fueron a predicar: un poco valientes, algo nuevo para ellos. Eso es coherencia, la señal del cristiano, del auténtico cristiano: es valiente, dice toda la verdad porque es coherente.

Y a esa coherencia nos llama el Señor en el envío; después de la síntesis que hace Marcos en el Evangelio: resucitado de mañana –una síntesis de la resurrección– «les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado». Pero con la fuerza del Espíritu Santo –es el saludo de Jesús: “Recibid el Espíritu Santo”– les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación», id con coraje, id con franqueza, no tengáis miedo. No –repito el versículo de la Carta a los Hebreos–, “no perdáis vuestra franqueza, no perdáis este don del Espíritu Santo”. La misión nace precisamente de aquí, de ese don que nos hace valientes, francos en el anuncio de la palabra.

Que el Señor nos ayude siempre a ser así: valientes. Esto no quiere decir imprudentes: no, no. Valientes. El coraje cristiano siempre es prudente, pero es coraje.

Viernes de la Octava de Pascua

Jn 21, 1-14

Los discípulos eran pescadores: Jesús les había llamado precisamente en el trabajo. Andrés y Pedro estaban trabajando con las redes. Dejaron las redes y siguieron a Jesús. Juan y Santiago, lo mismo: dejaron a su padre y a los compañeros que trabajaban con ellos y siguieron a Jesús. La llamada fue justo en su oficio de pescadores. Y este pasaje del Evangelio de hoy, este milagro, de la pesca milagrosa nos hace pensar en otra pesca milagrosa, la que cuenta Lucas: también allí pasó lo mismo. Tuvieron pesca, cuando pensaban que no tenían. Después de predicar, Jesús les dijo: “Remad mar adentro. ¡Pero hemos bregado toda la noche y no hemos pescado nada!”. “Id”. “Por tu palabra –dijo Pedro– echaré las redes”. Y fue tanta la cantidad –dice el Evangelio– que “quedaron asombrados”, por ese milagro. Hoy, en esta otra pesca no se habla de asombro. Se ve una cierta naturalidad, se ve que ha habido un progreso, un camino andado en el conocimiento del Señor, en la intimidad con el Señor; yo diré la palabra justa: en la familiaridad con el Señor. Cuando Juan vio esto, dijo a Pedro: “Es el Señor”, y Pedro se vistió, se echó al agua para ir al Señor. La primera vez, se arrodilló ante Él: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. Esta vez no dice nada, es más natural. Nadie pregunta: “¿Quién eres?”. Sabían que era el Señor, era natural el encuentro con el Señor. La familiaridad de los apóstoles con el Señor había crecido.

 También los cristianos, en el camino de nuestra vida estamos en camino, progresando en familiaridad con el Señor. El Señor, podría decirse, está un poco “a mano”, pero “a mano” porque camina con nosotros, conocemos que es Él. Nadie le preguntó, aquí, “¿quién eres?”: sabían que era el Señor. La del cristiano es una familiaridad cotidiana con el Señor. Y seguramente desayunaron juntos, con el pescado y el pan, seguramente hablaron de tantas cosas con naturalidad.

Esta familiaridad de los cristianos con el Señor es siempre comunitaria. Sí, es íntima, es personal, pero en comunidad. Una familiaridad sin comunidad, una familiaridad sin el Pan, una familiaridad sin la Iglesia, sin el pueblo, sin los sacramentos es peligrosa. Puede acaban en familiaridad –digamos– gnóstica, una familiaridad solo para mí, separada del pueblo de Dios. La familiaridad de los apóstoles con el Señor siempre era comunitaria, siempre en la mesa, signo de comunidad. Siempre era con el Sacramento, con el Pan.

En este momento debemos tener esta familiaridad con el Señor y esa es la familiaridad de los apóstoles: no gnóstica, no egoísta para cada uno de ellos, sino una familiaridad concreta, en el pueblo. La familiaridad con el Señor en la vida cotidiana, la familiaridad con el Señor en los sacramentos, en medio del pueblo de Dios. Ellos hicieron un camino de madurez en la familiaridad con el Señor: aprendamos nosotros a hacerlo también. Desde el primer momento, estos entendieron que la familiaridad era distinta de lo que imaginaban, y llegaron a esto. Sabían que era el Señor, lo compartían todo: la comunidad, los sacramentos, el Señor, la paz, la fiesta.

Que el Señor nos enseñe esta intimidad con Él, esta familiaridad con Él, pero en la Iglesia, con los sacramentos, con el santo pueblo fiel de Dios.

Jueves de la Octava de Pascua

Lc 24, 35-48

En estos días, en Jerusalén, la gente tenía muchos sentimientos: miedo, asombro, dudas. «En aquellos días, mientras el paralítico curado seguía aún con Pedro y Juan, todo el pueblo, asombrado…»: hay un ambiente inquieto porque pasaban cosas que no se entendían. El Señor fue a sus discípulos. Ellos ya sabían que había resucitado, y Pedro también, porque habló con él esa mañana; y los dos que volvieron de Emaús lo sabían…, pero cuando el Señor se aparece se asustan. «Aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu»; la misma experiencia la tuvieron en el lago, cuando Jesús vino caminando sobre las aguas. Pero en aquel momento Pedro, envalentonado, apostó por el Señor, y dijo: “Si eres tú, hazme andar sobre las aguas”. Pero hoy Pedro está callado, ha hablado con el Señor esa mañana, y de aquel diálogo nadie sabe qué se dijeron y por eso está callado. Y estaban tan llenos de miedo, aterrorizados, creían ver un fantasma. Y les dice: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies», y les muestra las llagas, ese tesoro que Jesús se llevó al Cielo para enseñarlo al Padre e interceder por nosotros. «Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos».

Y luego viene una frase que a mí me da mucho: «Pero no acababan de creer por la alegría…», estaban llenos de asombro, pero la alegría les impedía creer. Era tanta la alegría que: “no, esto no puede ser verdad. Esta alegría no es real, es demasiada alegría”. Y les impedía creer. La alegría, los momentos de gran alegría. Estaban colmados de alegría pero paralizados por la alegría. Y la alegría es uno de los deseos que Pablo tiene para los suyos de Roma: “Que el Dios de la esperanza os colme de alegría”, les dice. Colmar de alegría, estar lleno de alegría. Es la experiencia del consuelo más alto, cuando el Señor nos hace entender que es distinto a estar alegre, positivo, luminoso… No, es otra cosa. Estar gozoso…, pero lleno de alegría, una alegría desbordante que nos agarra de lleno. Y por eso Pablo desea que “el Dios de la esperanza os colme de alegría”.

Y esa palabra, esa expresión, colmar de alegría, se repite muchas veces. Por ejemplo, lo que pasó en la cárcel, cuando Pablo salva la vida al carcelero que estaba a punto de suicidarse porque se habían abierto las puertas con el terremoto, y luego le anuncia el Evangelio, lo bautiza, y el carcelero, dice la Biblia, estaba “lleno de alegría” por haber creído. Lo mismo pasó con el ministro de economía de Candaces, cuando Felipe lo bautizó y desapareció, él siguió su camino “lleno de alegría”. Lo mismo pasó el día de la Ascensión: los discípulos regresan a Jerusalén, dice la Biblia, “llenos de alegría”. Es la plenitud del consuelo, la plenitud de la presencia del Señor. Porque, como Pablo dice a los Gálatas, “la alegría es el fruto del Espíritu Santo”, no la consecuencia de emociones que surgen por algo maravilloso… No, es más. Esa alegría, esa que nos colma es el fruto del Espíritu Santo. Sin el Espíritu no se puede tener esa alegría. Recibir la alegría del Espíritu es una gracia.

Pablo VI hablaba de los cristianos alegres, de los evangelizadores alegres, y no de los que viven siempre tristes. Es lo que nos dice la Biblia: «No acababan de creer por la alegría…», era tanta que no creían.

 
Hay un pasaje del libro de Nehemías que nos ayudará hoy en esta reflexión sobre la alegría. El pueblo al volver a Jerusalén encontró el libro de la ley, fue hallado de nuevo –aunque sabían la ley de memoria, el libro no lo encontraban–, e hicieron una gran fiesta y todo el pueblo se reunió para escuchar al sacerdote Esdras que leía el libro de la ley. El pueblo emocionado lloraba, lloraba de alegría porque había encontrado el libro de la ley, y lloraba, estaba alegre, el llanto… Al final, cuando el sacerdote Esdras acabó, Nehemías dijo al pueblo: “Estad tranquilos, ya no lloréis más, conservad la alegría, porque la alegría en el Señor es vuestra fuerza”.

Estas palabras del libro de Nehemías nos ayudarán hoy. La gran fuerza que tenemos para transformar, para predicar el Evangelio, para ir adelante como testigos de vida es la alegría del Señor, que es fruto del Espíritu Santo, y hoy pedimos a Él que nos conceda este fruto.