La fiesta que hoy celebramos, cuyo sentido amplísimo y muy profundo está expresado en las lecturas que acabamos de escuchar y en las oraciones, nos debe llevar a un mejor conocimiento vital y encarnado del misterio del Señor, Hijo de Dios, su Palabra eterna, pero también hermano nuestro, carne y sangre nuestra, luz que nos ilumina. Nos debe llevar también a salir al encuentro de este Señor que se nos presenta; condición indispensable para que actúe en nosotros su obra de salvación.
No podemos escuchar la narración de san Lucas, simplemente como la narración de un hecho histórico o una anécdota, sino como la presentación del misterio de la Salvación en toda su majestuosa amplitud, pero expresado en un cuandro de pequeñas dimensiones para que la grandeza de su contenido no nos ahuyente, para que se nos facilite su comprensión.
Tratemos de profundizar en su significado. Pensemos en lo que para los judíos expresaba el Templo de Jerusalén, morada de Dios, lugar único de su culto, expresión gráfica, simbólica, de su grandeza y majestad únicas. Allí Dios era adorado y venerado por su pueblo; allá tenían que ir los israelitas a expresar su pertenencia al pueblo de la Alianza.
La larga serie de acontecimientos difíciles y situaciones humildes de la historia de Israel hacían que continuamente la voz de los profetas, de parte de Dios, renovara la esperanza de una manifestación gloriosa, restauradora y reivindicadora del Señor, que estaría gloriosamente en su casa.
Había sueños de grandeza, de poder y de dominio material.
Pero la realización de esta esperanza y de las promesas de Dios se lleva a cabo de una forma no sospechada: un niño pequeñito es llevado al Templo en brazos de sus padres, gente sencilla y humilde, para cumplir la Ley del Señor.
Externamente nadie se dio cuenta de lo que allí pasaba. Sin embargo, ese niño era el Rey de la gloria, revestido de nuestra carne mortal; era la Luz del mundo que alumbraría a las naciones, la Gloria de Israel, el Pontífice en todo idéntico a sus hermanos, compasivo y fiel, sometiéndose a la Ley antigua.
La ofrenda del Sumo y Eterno sacerdote, iniciada en el momento mismo de su concepción: «Vengo para hacer tu voluntad» (Heb 10,7), y que un día se realizará plenamente en el Calvario, hoy encuentra una expresión muy especial, al ser ofrendado por manos de María en el lugar central del culto antiguo. Un día ese Niño, con su sacrificio único y pleno, hará obsoletos los múltiples sacrificios del Templo.
Toda esta grandeza que los ojos humanos no podían captar, Dios la quiere revelar por medio de dos ancianos piadosos. El evangelio dice de Simeón: «En él moraba el Espíritu Santo»; el mismo Espíritu le había dado la seguridad de no morir sin ver al tan largamente esperado Mesías; el Espíritu le inspira ir al encuentro del Salvador.
Tal vez lo que él vio lo desconcertó: ¿El Mesías, Señor, Jefe, Dominador, Salvador, es este pequeñito, pobre y necesitado de todo? La mirada de Dios superó la mirada humana, y Simeón prorrumpió en el canto de alabanza que hace un momento escuchamos.
Los dos ancianos, Simeón y Ana, pueden ser testigos, porque han recibido el testimonio mismo de Dios: “Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1Cor 2, 11).
Para reconocer a Cristo, en la Iglesia, en sus sacramentos, en los hermanos, sobre todo en los pobres y disminuidos, necesitamos absolutamente este Espíritu Santo de Dios.
Para salir al encuentro de Cristo, Luz que ilumina a todas las naciones, necesitamos limpiar nuestros ojos de perspectivas meramente humanas y carnales.
María, la Madre de Cristo, la primera cristiana, la más fiel seguidora del Señor, es nuestro modelo hoy, ofreciendo al Padre lo que ella más ama; preludia la entrega materna total del Calvario. Allí va a ser designada Madre nuestra, pero hoy ya ejerce su maternidad.
Que nuestra Eucaristía de hoy, bajo el impulso del Espíritu, sea un encuentro nuevo y más profundo con Jesús, una aceptación nueva de Jesús como luz y guía, y una ofrenda cada vez más plena y perfecta, total, de lo que somos y tenemos junto con Cristo, la ofrenda perfecta al Padre.