1 Sam 1, 24-28
El texto del A.T. que hemos escuchado es una promesa que encontrará realización y cumplimiento en el N.T.
De nuevo nos encontramos con un nacimiento maravilloso, alguien que va a ser salvación para el pueblo de Dios, se manifiesta como especialmente originado por Dios y consagrado a su servicio.
Ana era estéril y Dios le concedió el hijo anhelado. Ahora sube al santuario de Siló a cumplir su promesa. El niño Samuel quedará consagrado al Señor. El cántico de Ana lo utilizamos hoy como salmo responsorial.
Lc 1, 46-56
Encontramos un enorme paralelo entre el cántico de Ana y el de María que hoy escuchamos en el evangelio. María expresa su propia situación de gratitud ante la acción salvífica de Dios que se va manifestando en forma cumbre en ella.
Es el gozo por el encuentro de la grandeza salvífica de Dios con la pequeñez de su sierva, la alegría de saberse objeto del amor infinito de Dios que se va manifestando en la historia de la salvación, la alegría de saberse en el centro de esa historia de la salvación, la alegría de saberse en el centro de esa historia en la que se cumplen las promesas «en favor de Abraham y su descendencia», pero que se prolongará «para siempre»: «dichosa me llamarán todas las generaciones».
El canto de María es la versión mariana de las bienaventuranzas. Nos dice María: felices y dichosos los pequeños, los humildes; bienaventurados los que creen en las promesas del Señor, los que se abren a su misericordia.
En nuestra Eucaristía, creamos en el Señor, Rey y Piedra angular. Creamos en su salvación que se inclina al barro de nuestro origen y lo transforma.