Lc 13, 1-9
El evangelio de hoy urge la conversión antes de que se agote la paciencia de Dios. La desgracia no es castigo de un Dios vengativo, sino ocasión y aviso para la conversión.
Igualmente la parábola de la higuera estéril que consigue un año de plazo para dar fruto antes de ser talada es una invitación a la conversión sin querer apurar la paciencia de Dios.
Conversión continua a Dios. Es obvio que la conversión es siempre del pecado, el cambio de nuestras actitudes, cuando no concuerdan con el mensaje de Jesús. Pero el pecado en abstracto no es palpable; lo que cuenta es el agente de pecado, es decir, la persona, nosotros.
Según esto, lo primero que debemos cambiar es nuestra manera de pensar y sentir, para asimilar los criterios de Jesús y su estilo de conducta, tal como lo expresó en todo el conjunto de su vida y doctrina. Así convertiremos el corazón al desprendimiento y la fraternidad, la paz y la concordia, la misericordia y el amor, la limpieza de corazón y la alegría, la generosidad y la esperanza.
Cambiar por dentro nos cuesta mucho porque estamos muy a gusto instalados en nuestra mezquindad y en la hojarasca inútil de nuestra higuera, frondosa quizá, pero estéril; con todas las soluciones en la mano, pero sin aplicar ninguna para renovarnos y mejorar el ambiente en que nos movemos. Pues no se trata de que cambien los demás; somos nosotros, cada uno, los llamados a reforma. Y no basta tranquilizarnos con la crítica y la denuncia de la culpabilidad ajena.
De un corazón convertido a los valores del reino de Dios y del evangelio brotarán lógicamente los frutos visibles de una conversión que toca la realidad de la vida. Y no olvidemos que una auténtica conversión es un proceso continuo; no es un dato instantáneo, puntual y de una vez por todas, sino que requiere un crecimiento ininterrumpido y ascendente. Para eso contamos con la ayuda del Señor.