Viernes de la I semana del tiempo ordinario

Mc 2, 1-12

¡Qué atrayente es la persona de Jesús! ¡Se juntaron tantos que ni aún junto a la puerta cabían! Es cautivadora su figura porque refleja el amor del Padre. Él les hablaría del amor misericordioso de Dios que perdona al que lo ofende y luego de perdonarlo lo ama como al más querido de sus hijos. No le guarda resentimiento, sino que le da todo lo que daría al hijo fiel y todavía más porque sabe que es débil y necesita de un mayor amor y cuidado.

El evangelio de hoy impresiona porque encierra muchos signos que nos descubren el verdadero espíritu de Jesús y la disposición generosa de muchas personas para llevar al incapacitado ante la presencia del Salvador.

Si hacemos una comparación de los cuatro que con una serie de dificultades llevan al paralítico y los escribas que sentados comienzan a murmurar, tendremos una clara descripción de lo que con frecuencia sucede en nuestros ambientes. Mientras unos pocos se esfuerzan por ser creativos y cargan con los demás, otros critican y trabajan para destruir.

Hay graves problemas en nuestra sociedad y hay pequeños signos que despiertan esperanza; hay personas que desde su pequeñez aportan todo lo que tienen para ayudar a los que lo necesitan, pero hay quienes todo lo juzgan y todo lo condenan. ¿Cuál es nuestra actitud? ¿Estamos proponiendo en estas situaciones difíciles y hasta donde nos comprometemos?

En cambio Jesús ni tiene las limitaciones del que no puede, ni tiene el egoísmo del que no quiere. Jesús va a fondo y busca solucionar los problemas, no solamente a ofrecer paliativos que alivien un poco el dolor.

Jesús nos muestra que el verdadero problema es el mal que se anida en el corazón. No podremos solucionar nunca los problemas de la sociedad, si no logramos cambiar el corazón de los ciudadanos.

¿Cómo podremos superar las situaciones de pobreza si la ambición sigue creando nuevos acaparadores que esconden alimentos y bienes de consumo? ¿Cómo eliminar la gran brecha entre pobres y poderosos si está sostenida por la estructura económica injusta? Se tiene que ir a fondo y denunciar que hay mal.

Jesús primeramente ofrece el perdón de los pecados, la pureza del corazón y ante el reproche injusto de los escribas, también ofrece la curación corporal, la atención integral a la persona. No se queda solamente en necesidades físicas, ni tampoco ofrece una atención espiritualista. Para hacerlo sentir como hijo de Dios, es necesario darle de comer, pues, desde ahí se comienza a restablecer la dignidad.

Que este ejemplo de Jesús nos lleve a una atención plena e integral a quienes nos rodean.

Jueves de la I semana del tiempo Ordinario

Mc 1,40-45

La lepra es una enfermedad contagiosa y despiadada, que desfigura a la persona, y que era símbolo de impureza: el leproso tenía que estar fuera de los centros habitados y advertir de su presencia a los pasantes. Estaba marginado de las comunidades civil y religiosa. Era como un muerto ambulante.

El episodio de la curación del leproso se desarrolla en tres breves pasajes:

  1. La invocación del enfermo,
  2. La respuesta de Jesús,
  3. Las consecuencias de la curación prodigiosa.

El leproso suplica a Jesús de rodillas y le dice: «si quieres, puedes limpiarme». Ante esta oración humilde y confiada, Jesús reacciona con una actitud profunda de su alma: la compasión, y compasión es una palabra muy profunda: compasión significa «padecer-con-el otro».

El corazón de Cristo manifiesta la compasión paterna de Dios por aquel hombre, acercándose a él y tocándolo. Este detalle es muy importante. «Jesús extendió la mano y lo tocó… y en seguida la lepra desapareció y quedó purificado»

La misericordia de Dios supera toda barrera y la mano de Jesús toca al leproso. Él no se coloca a una distancia de seguridad y no actúa por poder, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal; y así precisamente nuestro mal se convierte en el punto del contacto.

Él, Jesús, toma de nosotros nuestra humanidad enferma y nosotros tomamos de Él su humanidad sana y sanadora.

Esto ocurre cada vez que recibimos con fe un Sacramento: el Señor Jesús nos toca y nos dona su gracia. En este caso pensamos especialmente en el Sacramento de la Reconciliación, que nos cura de la lepra del pecado.

Una vez más el Evangelio nos muestra qué cosa hace Dios frente a nuestro mal: Dios no viene a dar una lección sobre el dolor; tampoco viene a eliminar del mundo el sufrimiento y la muerte; viene más bien a cargar sobre sí el peso de nuestra condición humana, a llevarlo hasta el fondo, para librarnos de manera radical y definitiva.

Así Cristo combate los males y los sufrimientos del mundo: haciéndose cargo de ellos y venciéndolos con la fuerza de la misericordia de Dios.

Hoy, a nosotros, el Evangelio de la curación del leproso nos dice que, si queremos ser verdaderos discípulos de Jesús, estamos llamados a convertirnos, unidos a Él, en instrumentos de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación.

Para ser imitadores de Cristo frente a un pobre o a un enfermo, no debemos tener miedo de mirarlo a los ojos y de acercarnos con ternura y compasión, y de tocarlo y de abrazarlo.

Yo os pregunto: ustedes, cuando ayudáis a los demás, ¿los miráis a los ojos? ¿Los acogéis sin miedo de tocarlos? ¿Los acogéis con ternura?

Pensad en esto: ¿cómo ayudáis, a la distancia o con ternura, con cercanía? Si el mal es contagioso, también lo es el bien. Por lo tanto, es necesario que abunde en nosotros, cada vez más, el bien. Dejémonos contagiar por el bien y ¡contagiemos el bien!

Miércoles de la I semana del tiempo ordinario

Mc 1, 29-39

En nuestra vida vamos siempre de prisa y muchas veces no sabemos en qué hemos gastado el tiempo. Decimos que le damos prioridad a ciertas cosas, que serían para nosotros las más importantes, y después al comprobar el tiempo que le dedicamos, muchas veces alcanzan un poco de nuestro tiempo.

¿Cómo sería un día de Jesús? ¿A qué le dedicaría más tiempo? San Marcos nos permite acercarnos a Jesús y compartir su tiempo y sus preocupaciones en un día normal, como haciendo un resumen de toda su actividad.

Un lugar importante para Jesús lo ocupan sus discípulos, sus amigos y sus familiares. Se da tiempo para el diálogo y también para enterarse de lo que sucede, sus enfermedades y sus preocupaciones. Pero no se queda pasivo ante los acontecimientos sino que proporcionas solución. Así lo encontramos conviviendo en la casa de Pedro, pero curando a su suegra y permitiéndole reintegrarse a sus ocupaciones.

Pero Jesús no se encierra en el entorno de amigos y conocidos. Al atardecer le llevan enfermos y poseídos del demonio, provenientes de todos los lugares. A todos los atiende, a todos los libera y a todos les devuelve su dignidad. Expulsa a los demonios y no les permite que hablen.

Después de está frenética sesión curativa, lo encontramos en la madrugada, en la oscuridad y en solitario, entregado a la oración con Dios Padre. Fortalecido por esos espacios de intimidad con su Padre, vuelve a lo que es su misión principal: “vayamos a los pueblos cercanos a predicar el Evangelio” Y termina este pasaje con una imagen de Jesús predicando y expulsando demonios.

Responde, pues, Jesús a las necesidades urgentes de curaciones y problemas, de amistad y convivencia, pero no descuida los ejes que sostienen su misión: la oración y la predicación del Evangelio.

Ahora estamos sometidos a ideas y propuestas que nos roban espacios de convivencia con los cercanos y que nos impiden ser testigos del Evangelio en atención con los hermanos.

Si comparamos nuestras prioridades y nuestras urgencias con lo que hace Jesús, tendremos un serio cuestionamiento porque muchas de nuestras urgencias son insignificantes y superficiales y descuidamos lo verdaderamente importante.

¿Qué nos hace pensar hoy Jesús?

Martes de la I semana del tiempo ordinario

1 Sam 1, 9-20; Mc 1, 21-28 

Ayer escuchábamos el cuadro de humillación y tristeza en que vivía Ana, afligida por su esterilidad y por las burlas de la otra esposa de su marido.

Habían subido a Siló, donde estaba el arca para hacer el culto con los sacrificios rituales que terminaban con la comida de la carne ofrecida como expresión de comunión con Dios.

El dolor se transforma en oración, como cuando el Señor decía: «He escuchado la pena de mi pueblo». Aquí oímos la oración confiada de Ana. Oración que en un momento fue mal interpretada por el sacerdote Elí, pero que luego fue apoyada por él: «Que Dios de Israel te conceda lo que le has pedido». 

Esta confianza en Dios ilumina lo negro de su pena: «Su rostro no era ya el mismo de antes». 

Y Dios le dio un hijo, Samuel, que será dado por Dios como Isaac, Sansón, Juan el Bautista, nacidos naturalmente de un acto humano, pero en circunstancias que hacen aparecer más claramente que es Dios quien actúa en todo y dirige todo.

En el salmo responsorial hemos oído el canto de agradecimiento de Ana. 

Este pasaje de san Marcos busca entre otras cosas hacernos notar la autoridad que tiene Jesús. Su autoridad va más allá incluso de lo que sus contemporáneos pudieran pensar, pues no es un rabí cualquiera, es el Hijo de Dios.

Es increíble que después de dos mil años todavía haya quienes ponen en duda la palabra del Maestro pensando que puede ésta ser confundida con cualquier otra enseñanza del mundo.

La palabra de Jesús es poderosa y eficaz, no solo instruye sino que sana y libera. Es por ello que la lectura asidua de la Escritura ayuda no sólo a conocer a Jesús y su doctrina sino que ejerce un poderoso influjo en nuestra salud espiritual (en ocasiones incluso física) liberándonos de ataduras y frustraciones. ¿Has hecho ya de la lectura de la Sagrada Escritura un hábito cotidiano? ¿Acostumbras traer tu Biblia siempre?

Viernes de la II semana después de Navidad

Lc 4, 14-22 

Amar a Dios quiere decir ponernos en la perspectiva de Dios, que ama todo lo que ha creado y que no dudó en entregar a su Hijo unigénito para la salvación de todos los seres humanos.

Cuando aumentan las dificultades y los problemas, cuando tenemos más enfermedades y crisis económicas, buscamos las soluciones que nos ofrecen los sistemas humanos, pero frecuentemente encontramos soluciones parciales que no atienden ni a todo el hombre, ni a todos los hombres.

El anuncio que hoy escuchamos de parte de Jesús, no mira únicamente a una liberación parcial o solo a la salvación del alma, se aplica a la liberación y a la salvación de todo el hombre y de todo hombre, es decir, va a las raíces del pecado y de la maldad.

Las palabras de Jesús siguen resonando hoy como realidad y esperanza. Realidad porque Jesús se ha hecho presente en medio de los hombres y trae su mensaje de liberación para todos los hombres y mujeres, en especial a los que se sienten limitados por la pobreza o la miseria. No caminamos solos, Cristo va a nuestro lado y nos alienta.

Esperanza porque nuestro hoy se hace dinámico, tenemos presente a Cristo pero también tenemos presentes todas las realidades de dolor y sufrimientos que debemos superar.

La salvación tendrá su plenitud sólo al final de los tiempos, pero nos coloca en este dinamismo que se convierte en el empeño diario, constante y confiado de quienes buscan transformar este mundo, en un mundo con más paz y justicia, con mayor hermandad y comprensión. No se trata de derrumbar a los poderosos para que otros ocupen su lugar y dejar en la miseria a miles de hermanos que están sufriendo, se trata de cambiar de raíz las estructuras que están basadas en el poder, el poseer y el placer.

Cristo viene a romper esas cadenas y estructuras. Se necesita romper esa espiral de violencia y ambición. Por eso Jesús se presenta como el Mesías que trae buenas nuevas.

Estamos iniciando el nuevo año. Renovemos también nuestro corazón, nuestras metas e ideales. Contemplemos hoy a Jesús en la sinagoga y ajustemos nuestros programas al que Él nos presenta en este día. Nuestra fe se tiene que manifestar en las acciones concretas de liberación anuncios de Buena Nueva.

Miércoles de la II semana después de Navidad

Mc 6, 34-44 

En medio de un mundo egoísta, que solo piensa en sí mismo, este evangelio nos enseña lo que puede ocurrir cuando se comparte lo que se tiene.

El amor que nosotros decimos tener a Dios, tiene que hacerse concreto en las actitudes que tenemos para con los hermanos.

San Juan, en su carta, es muy claro cuando lo afirma “amémonos los unos a los otros, el que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” Proclamar que Dios es amor y olvidar que tenemos hermanos a nuestro lado, es una frase hueca, carente de vida y una traición al verdadero amor.

San Marcos, en el Evangelio de este día, nos presenta a Jesús viviendo plenamente este amor en los hechos concretos de solidaridad con los hermanos.

El hambre es una realidad de todos los tiempos y de todos los lugares. No podemos hacernos los desentendidos. Frente a las graves situaciones de hambre que actualmente se vive en muchos países, no se puede vivir en el seguimiento de Jesús y dar la espalda a la realidad que vive el pueblo.

Las palabras de Jesús dirigidas a sus discípulos “dadle vosotros de comer” suenan terriblemente actuales, una orden categórica, y son una orden categórica que no podemos hacer a un lado.

Estamos terminando estas fiestas de Navidad y aunque se habla de una crisis sin precedentes, descubrimos excesos e incongruencias en los gastos y despilfarros. Así, mientras muchos pasan hambre, otros desperdician.

Es el inicio del año y tenemos que estar conscientes que el verdadero discípulo de Jesús se tiene que comprometer en una más justa distribución, en un nuevo sistema.

Después de anunciar su palabra, Jesús no se queda en palabras bonitas, asume el compromiso que implica el hambre del pueblo, es más, empuja a sus discípulos para que ellos también se comprometan a que no habrá verdadera paz mientras haya hambre, pobreza y miseria.

El compromiso del cristiano es llevar el mensaje y luchar por condiciones más justas para todos los hombres. ¿Cómo asumimos nosotros este compromiso?

Quizá nos parezca utópico, pero debemos iniciar desde lo pequeño, desde nuestros vecinos, desde nuestra realidad, los pequeños proyectos productivos, el compartir lo poco que tenemos, el descubrir la necesidad del otro, son los primeros pasos para iniciar este camino.

Cristo nos sigue diciendo hoy a cada uno de nosotros “dadle de comer”. Oigamos su voz y pongamos en práctica su mandamiento.

Martes de la II semana después de Navidad

1 Jn 3, 22-4,6 , Mt 4, 12-17. 23-25 

Dice la Primera Carta de San Juan :“Cuanto pidamos lo recibimos de Él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada”. Así pues, el acceso a Dio está abierto, y la llave es precisamente la que sugiere el apóstol: “que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros”. Solo así podemos pedir lo que queramos, con valentía, descaradamente: creer que Dios —el Hijo de Dios— vino en la carne, se hizo uno de nosotros. Esa es la fe en Jesucristo: un Jesucristo concreto, un Dios concreto, que fue concebido en el seno de María, que nació en Belén, que creció como un niño, que huyó a Egipto, que volvió a Nazaret, que aprendió a leer con su padre, a trabajar, a salir adelante, y que luego predicó cosas concretas: un hombre concreto, un hombre que es Dios pero hombre. No es Dios disfrazado de hombre. No: hombre, Dios que se hizo hombre. La carne de Cristo. Esa es la concreción del primer mandamiento. El segundo también es concreto: amar, amarnos los unos a los otros, amor concreto, no amor de fantasía: “Te quiero, cuánto te quiero”, pero luego con mi lengua te destruyo con las críticas. No, no, eso no. Amor concreto. Los mandamientos de Dios son concretos y el criterio del cristianismo es lo concreto, no ideas ni palabras bonitas. Concreción. ¡Ese es el reto!

El apóstol Juan, un apasionado de la Encarnación de Dios, anima a poner a prueba los espíritus —“examinad si los espíritus vienen de Dios”—, es decir, que cuando nos venga una idea sobre Jesús, o la gente, o hacer algo, o pensar que la redención va por tal camino, pongamos a prueba esa inspiración. La vida del cristiano, en el fondo, es concreción en la fe en Jesucristo y en la caridad, pero también es vigilancia espiritual, lucha, porque te vienen siempre ideas o “falsos profetas” que te proponen un Cristo “soft”, sin tanta carne, y un amor al prójimo un tanto relativo: “Sí, esos sí son de los míos, pero aquellos no”.

Debemos, pues, creer en Cristo que vino en carne, creer en el amor concreto y discernir, según la gran verdad de la Encarnación del Verbo y del amor concreto, para saber si los espíritus —la inspiración— provienen verdaderamente de Dios, “pues muchos falsos profetas han salido al mundo”: el diablo intenta siempre alejarnos de Jesús, apartarnos de Él, por eso es necesaria la vigilancia espiritual. Más allá de los pecados cometidos, el cristiano al final del día debe dedicar dos, tres, cinco minutos para preguntarse qué ha pasado en su corazón, qué inspiración o quizá incluso qué locura del Señor se le ha ocurrido: porque el Espíritu a veces nos empuja a las locuras, pero a las grandes locuras de Dios. Como por ejemplo, la de un hombre —presente en la Misa de hoy— que desde hace más de 40 años dejó Italia para ser misionero entre los leprosos de Brasil, o la de Santa Francisca Cabrini que siempre estaba de viaje para cuidar inmigrantes. Por tanto, os animo a no tener miedo y a discernir. ¿Quién me puede ayudar a discernir? El pueblo de Dios, la Iglesia, la unanimidad de la Iglesia, el hermano, la hermana que tienen el carisma de ayudarnos a ver claro. Por eso es importante para el cristiano la charla espiritual con gente de autoridad espiritual. No es necesario ir al Papa o al obispo para ver si eso que siento es bueno, pues hay mucha gente, sacerdotes, religiosas, laicos que tienen la capacidad de ayudarnos a ver qué pasa en mi espíritu para no equivocarme. Jesús tuvo que hacerlo al inicio de su vida pública, cuando el diablo le visitó en el desierto y le propuso tres cosas que no eran según el Espíritu de Dios, y rechazó al diablo con la Palabra de Dios. Si a Jesús le pasó eso, a nosotros también nos puede pasar. ¡No tengáis miedo!

Por otra parte, también en la época de Jesús había gente con buena voluntad, pero pensaban que el camino de Dios era otro: los fariseos, los saduceos, los esenios, los zelotes…, todos tenía la ley en la mano, pero no siempre tomaron el mejor camino. De ahí que recomiende la mansedumbre de la obediencia. Por eso, el pueblo de Dios va siempre adelante con cosas concretas, la caridad, la fe, la Iglesia. Y ese es el sentido de la disciplina de la Iglesia: cuando la disciplina de la Iglesia es concreta ayuda a crecer, evitando filosofías de fariseos o de saduceos. Es Dios quien se hizo concreto, nacido de una mujer concreta, vivido una vida concreta, muerto de una muerte concreta, y nos pide amar a hermanos y hermanas concretos, ¡aunque algunos no sean fáciles de amar! Pidamos a los santos, que son los locos de lo concreto, que nos ayuden a caminar por esa vía y a discernir las cosas concretas que el Señor quiere ante las fantasías e ilusiones de los falsos profetas.

2 de Enero

1 Jn 2, 22-28; Jn 1, 19-28

Nos llamamos «cristianos» porque creemos que Jesús, el hijo de María, nacido en Belén de Judá hace ya más de 2000 años, es el «Cristo», el «Mesías» esperado, el enviado definitivo del Padre. Es nuestra relación con Cristo, viviendo su evangelio, asumiendo su Palabra, la que define nuestro ser de cristianos. Por eso el autor de la 1ª carta de Juan nos dice hoy que negar a Cristo es negar a Dios, es ser mentirosos, es abandonar la fe que recibimos. Y por eso también insiste en la acción de «permanecer», de estar firme y activamente presentes en la comunidad, de ser inconmovibles en la fe, de mantenernos en la comunión con Dios Padre y con su Hijo Jesucristo. No se trata simplemente de afirmar lo que nos enseñaron en el catecismo. Más que eso, debemos vivir y actuar como cristianos, así permanecemos en Cristo, podemos esperar confiados su venida.

Las fiestas navideñas que estamos celebrando, pueden hacernos olvidar el verdadero compromiso cristiano. Permanecer en Cristo debe significar comprometernos con su causa: el servicio de los hermanos, especialmente de los pobres y de los que sufren; el compromiso con la voluntad salvífica de Dios Padre que Cristo vino a revelarnos. El Padre quiere que todos se salven, es decir, lleguen a la plenitud de su existencia. Ese es el reto de los cristianos hoy y siempre. No se trata sólo de confesar la fe, de recitar el credo como cualquier otra fórmula, de memoria. Se trata también de actuar como nos enseñó y nos mandó Jesús. Los anticristos no son solo los que niegan verbalmente a Cristo, también nosotros somos anticristos cuando no amamos a los hermanos y no nos comprometemos con ellos.

Como a Juan Bautista en el evangelio que acabamos de leer, a nosotros también se nos pide aquí y ahora, dar testimonio de Jesús, cuyo nacimiento estamos celebrando. Muchas personas, de diversas creencias, de variados intereses y distintos oficios y profesiones nos preguntarán por qué creemos y predicamos el Evangelio, por qué bautizamos. Y Juan Bautista nos enseña a responder. Él y nosotros no somos otra cosa que «la voz que clama en el desierto», a quien quiera oírla, a quien se pregunte por la persona de Jesús. No somos, como no lo quiso ser Juan Bautista, ningún profeta famoso y lleno de poder, mucho menos el Mesías esperado, porque el Mesías es precisamente Jesús. Somos la voz que grita, en el desierto del mundo injusto y violento, que Jesús viene con nosotros a ofrecer su palabra, su buena noticia de salvación, a todo el que experimente el dolor, el mal y el sufrimiento.

Que Jesús nos ofrece en su palabra, en su Evangelio, la fuerza divina que puede transformar personalmente, a cada uno; y puede transformar la historia de exclusión y de explotación que los países pobres del mundo, que son la mayoría, están padeciendo a causa de la ceguera y la ambición de los pocos países ricos que dominan la economía mundial. Porque el Evangelio de Jesús, que Juan Bautista prepara, es buena noticia de solidaridad, de compartir, de justicia y de paz, de respeto a todos los seres del mundo.

El evangelista nos dice que Juan Bautista dio su testimonio sobre Jesús a quienes vinieron a interrogarlo. Nos está diciendo que también nosotros debemos dar hoy, más de 2000 años después, nuestro testimonio. No solo con palabras, siempre necesarias sino, especialmente, con nuestras actitudes cristianas, nuestro compromiso concreto, nuestra vivencia comunitaria. Ser testigo es ser mártir, es llegar hasta la muerte por la causa que se defiende. Así Juan Bautista y tantos cristianos y cristianas a lo largo de estos 21 siglos. Ahora nos toca a nosotros afrontar esta posibilidad: de llegar hasta la muerte en el servicio de los hermanos, por amor al evangelio de Jesucristo.

Juan, Apóstol y Evangelista

Como uno de los más grandes testigos de Jesús, de su humanidad y de su glorificación, se acerca hoy hasta nosotros un personaje especialmente cualificado, el discípulo Juan.

Juan, hijo de Zebedeo y de Salomé, hermano de Santiago, fue capaz de escribir con imágenes literarias los sublimes pensamientos de Dios. Hombre de elevación espiritual, se lo considera el águila que se alza hacia las vertiginosas alturas del misterio trinitario: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios”.

Es de los íntimos de Jesús y está cerca de Él en las horas más solemnes de su vida. Está junto a Él en la última Cena, durante el proceso y, único entre los apóstoles, asiste a su muerte al lado de la Virgen.

Él no puede callarse y busca proclamar por todos los rumbos lo que ya existía desde el principio, lo que hemos visto y oído por nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado y hemos tocado con nuestras propias manos. Nos referimos a aquel que es la Palabra de la Vida.

Juan es un hombre que desde sus inicios se sintió marcado por la figura de Jesús, a tal grado de dejar a un lado las redes, con todo lo que ellas representaban y lanzarse en el seguimiento de Jesús. Lo percibe muy humano y busca que los demás se acerquen a Él para escuchar su palabra y percibir su luz.

El prólogo de su evangelio nos muestra todo lo que hemos celebrado esta Navidad. El que ya existía desde el principio, el que era la luz, ha puesto su tienda en medio de nosotros. “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”

Su experiencia de Jesús es esa cercanía, es su amistad que perdona y salva, su poder que da vida y resucita, su amor incondicional. Pero también y sobre todo, y esto lo percibimos en todo su evangelio, san Juan es testigo de la glorificación de Jesús y a la luz de la resurrección mira y examina todos los pasajes de la vida.

Este Jesús tan cercano que comparte todo lo humano de nosotros, que se cansa y pide de beber, que llora por el amigo muerto, que se compadece de las multitudes, que aparece sacrificado como el Cordero Pascual. Este Jesús es el mismo que resucitado nos ofrece la verdadera salvación y liberación.

A veces, se ha querido presentar a san Juan de una profundidad tal y de una espiritualidad tan profunda que parecería poco accesible, pero lo curioso es que quien lee su evangelio lo percibe sencillo en medio de sus repeticiones y teologías, buscando claramente un objetivo en sus escritos y en su predicación: que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Y lo entiende como una vida plena que se traduce en obras concretas hacia el prójimo, porque “si uno dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a su hermano a quien ve, es un mentiroso”

San Esteban

Toda esta semana, aunque parecería como fiestas distintas, encontramos testigos que vienen a descubrir el verdadero rostro de Jesús. Iniciamos hoy con san Esteban, que viene a enseñarnos cómo se vive plenamente esa presencia de Jesús en nuestro corazón.

Jesús dice, entre otras cosas: «Vosotros seréis odiados por todos a causa de mi Nombre, pero aquel que persevere hasta el fin se salvará».

Estas palabras del Señor no turban la celebración de la Navidad, sino que la despojan del falso revestimiento empalagoso que no le pertenece. Nos hacen comprender que en las pruebas aceptadas a causa de la fe, la violencia es derrotada por el amor, la muerte por la vida.

Para acoger verdaderamente a Jesús en nuestra existencia y prolongar la alegría de la Nochebuena, el camino es justo el que indica este Evangelio.

Es decir, testimoniar a Jesús en la humildad, en el servicio silencioso, sin miedo a ir contracorriente y pagar en persona.

Y, si no todos están llamados, como san Esteban, a derramar su propia sangre, a todo cristiano se le pide sin embargo que sea coherente, en cada circunstancia, con la fe que profesa.

Es la coherencia cristiana, es una gracia que debemos pedir al Señor: ser coherentes, vivir como cristianos. Y no decir soy cristiano y vivir como pagano. La coherencia es una gracia que hay que pedir hoy.

Seguir el Evangelio es ciertamente un camino exigente – pero ¡bello, bellísimo! – el que lo recorre con fidelidad y valentía recibe el don prometido por el Señor a los hombres y a las mujeres de buena voluntad. Como cantan los ángeles el día de Navidad: ¡paz, paz!

Esta paz donada por Dios es capaz de apaciguar la conciencia de todos los que, a través de las pruebas de la vida, saben acoger la Palabra de Dios y se comprometen en observarla con perseverancia hasta el final.

Hoy, oremos, en particular, por cuantos son discriminados, perseguidos y asesinados por su testimonio de Cristo. Si llevan esta cruz con amor, han entrado en el misterio de la Navidad, han entrado en el corazón de Cristo y de la Iglesia.

Recemos también para que, gracias al sacrificio de estos mártires de hoy – son tantos, tantísimos – se fortalezca en todo el mundo el compromiso para reconocer y asegurar concretamente la libertad religiosa, que es un derecho inalienable de toda persona humana.

Que san Esteban, diácono y protomártir, nos sostenga en nuestro camino cotidiano, que esperamos coronar, al final, en la fiesta alegre de la asamblea de los santos en el Paraíso.