Miércoles de la XXIII Semana Ordinaria

1 Cor 7, 25-31

Pablo responde a otra de las preguntas de los cristianos de Corinto.  La sexualidad y el matrimonio, les preocupaban como nos preocupa a nosotros.  Pablo decía «yo  quisiera que todos los hombres fueran como yo, -es decir, que vivieran un celibato consagrado a Dios-  pero cada uno ha recibido de Dios su propio don  -es decir, la propia vocación-  unos de una manera y otros de otra».

Pablo, en este capítulo hace una clara separación de lo que es mandato del Señor Jesús y lo que es su opinión personal, por más autoridad que él tenga: «Hay un precepto, no mío sino del Señor…» «Que la mujer no se separe del marido»(v 10).

Pablo decía: «en cuanto a los jóvenes casados, no he recibido ningún mandamiento del Señor, pero les voy a dar un consejo…»  Pablo, al elogiar la virginidad consagrada tiene la perspectiva de la vida futura, la permanente y definitiva, no es un desprecio de la actual pero sí como una decisiva opción realista y total por lo supremo.

Lc 6, 20-26

Hemos oídos las bienaventuranzas del Señor.  Son los criterios de Cristo sobre la felicidad. ¿Se parecen a las que el mundo presenta?  Evidentemente no, ¿se parecen a nuestros propios criterios?

Este código evangélico pide de nosotros no esperar nada del mundo, de lo material, de la riqueza, del poder, del prestigio, sino esperar todo de Dios.

Pide de nosotros seguir el camino de Jesús en todo su rigor e imitar su actitud de servicio y de amorosa disponibilidad.

Pide de nosotros un corazón de pobre, un corazón de niño, para buscar a Dios en la sencillez de la vida diaria.

Las bienaventuranzas marcan indudablemente una cumbre de vida cristiana.  Tal vez nos sintamos lejos de esa cumbre, pero ¿tratamos de ir ascendiendo a ella?

A la luz de esta palabra, miremos nuestra vida y con la fuerza del Señor resucitado tratemos de hacerla verdad.