Miércoles de la IX Semana Ordinaria

Mc 12, 18-27

Los saduceos del tiempo de Jesús no creían en la resurrección y la ridiculizaban, como en esta ocasión, en que argumentan a partir de la llamada ley del levirato (una ley que prescribía a los hermanos del difunto, que había muerto sin hijos, casarse con su viuda para suscitar descendientes a su hermano). Jesús responde, en primer lugar, afirmando que la resurrección no puede enjuiciarse como si se tratara de una prolongación de la vida presente. Es algo totalmente distinto, es otro mundo y no se puede razonar aplicando los criterios de aquí. Los bienaventurados “serán como ángeles”, en el sentido de que su vida estará centrada ante todo en la alabanza y en el servicio de Dios.

En segundo lugar, Jesús evoca al Dios de los patriarcas, Abrahán, Isaac y Jacob, de los que hablan los libros del Pentateuco (los únicos libros que aceptan los saduceos). Da a entender, de esa manera, que Dios, que los eligió, sigue siendo fiel a ellos y la muerte no podrá poner término a esa fidelidad. Esta realidad debiera mover a sus interlocutores a reconocer que ese Dios, poderoso y dueño de la vida, quiere que todos vivan para siempre.

Para nosotros, este razonamiento de Jesús contiene dos sabias advertencias: una, que no podemos entender la resurrección con nuestras categorías terrenas y limitadas, sino que hemos de aceptarla como un misterio de fe (y a la luz del conjunto de la Escritura); otra, que, si creemos en el poder de Dios y en su permanente obrar a favor de la vida, no podemos extrañarnos de que nos haya creado y destinado para vivir siempre con él.

Preguntémonos sinceramente: ¿Cómo entendemos nosotros eso de “vivir para siempre”? ¿Creemos de verdad que Dios cuida ahora de nosotros y nos concederá después vivir para siempre?

Martes de la IX Semana Ordinaria

Mc 12, 13-17

Los fariseos y herodianos se esforzaban en intentar “engatusar” a Jesús con preguntas de doble intención, buscando ponerle en un aprieto.

En principio, la pregunta era una doble trampa, si dice que si se debe pagar el tributo, le acusarían de traidor y vendido al opresor. Si dice no, lo acusarían de revolucionario y que niega el respeto debido al Cesar.

La respuesta que da Jesús es, sencillamente, genial, no se compromete reconociendo la efigie del Cesar, ni tampoco se opone a que los judíos cumplan sus obligaciones tributarias.

Los judíos no podían admitir la imagen del Cesar como divinidad, pero, sin embargo, si utilizaban el denario como moneda de uso corriente, pues para ellos era el equivalente al salario diario de un recolector.

Les pone en evidencia desmontando la incoherente pregunta que le han realizado.

Si la moneda con la que se paga el tributo lleva la imagen del Cesar, pues “dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios”.

No pretendamos entremezclar lo que es temporal con lo divino, pero eso no significa que debamos inhibirnos de la defensa del débil, de luchar por la igualdad de todos los hombres, en procurar el bienestar para todos, no olvidando que todos somos Hijos de Dios y, como tales, todos tenemos derechos y obligaciones, pero siempre respetando la libertad del otro.

¿Nos puede el desánimo ante las adversidades?

¿Mi fe es tan firme como para perseverar aunque todo me vaya mal?

¿Estamos decididos a asumir como propio el compromiso social de la Iglesia y ayudar a los más débiles, aunque sea un incomprendido?

Lunes de la IX Semana Ordinaria

Mc 12, 1-12

“Envió un siervo a los labradores a su debido tiempo para recibir de ellos una parte de los frutos”. Ese siervo es cada uno de nosotros que recibe la misión de su Señor. Pongámonos en su lugar. ¿Qué pensaría?, ¿con qué actitud emprende el camino? Es una misión difícil, es más, sabe que llevarla a cabo le exigirá que lo maltraten y que lo despidan con las manos vacías. Así es nuestra misión. Desproporcionada a nuestras posibilidades. El solo verla ya nos hace dudar: no sirvo para este empleo, el estudio no es lo mío, esto de ser madre… cada uno ponga aquí su misión. ¿No es cierto que su peso nos aplasta? Ahora veamos a este siervo, ¿de dónde saca el valor, el coraje, la constancia para llevar a cabo su misión? Sale sin duda alguna de la confianza y humildad en su Señor. Confianza que nace del saber que su Señor lo conoce y por ello le encomienda una misión dura tanto así que lo llevará a la muerte y una muerte humillante.


En nuestra vida de cristianos por tanto aceptemos con confianza y humildad la misión personal que Cristo nos pide. Misión de predicar y vivir la caridad, defender la vida, promover la oración entre nuestros familiares y amigos etc. Pidamos a Dios nuestro Señor que nos conceda esta confianza y humildad.


En este pasaje nos encontramos con una predicación fuerte de Jesús en la que nos invita a darnos cuenta de la ceguera que puede haber en nuestros ojos cuando no nos abrimos a la acción poderosa del Espíritu. Pero más aún, lo aferrados que podemos estar a pesar de haber visto tantas maravillas que Dios nos ha mostrado a lo largo nuestra vida (si somos honestos con nosotros mismos y con Dios podremos reconocer en nuestra vida el paso de Dios en ella y el cúmulo de bendiciones que a lo largo de ella hemos recibido sin siquiera merecerlas).

 La envidia y el egoísmo son muy malos compañeros del hombre pues lo ciegan y entorpecen su entendimiento haciendo imposible para él, el acceso a la verdad. Y esto no solo referido a la palabra de Dios, sino a tantas situaciones de nuestra vida diaria. No permitas que la envidia o el egoísmo, dominen tu vida.

Ejercítate en la humildad reconociendo siempre a los demás como mejores que tú y permite que la luz del Espíritu ilumine siempre tu actuar y pensar.

Sábado de la VIII Semana Ordinaria

Mc 11, 27-33

En el evangelio vemos a Jesús enfrentado con los Saduceos que lo cuestionan por haber expulsado a los vendedores del templo.

El diálogo es interesante, ellos le preguntan: ¿Con qué autoridad haces esto? Y vuelven a insistir ¿Quién te ha dado semejante autoridad?, pero Jesús no les responde, sino que los cuestiona acerca del bautismo de Juan, y finalmente no les dice con qué autoridad lo hace, esta conclusión nos deja sorprendidos, nos gustaría saber la respuesta de Jesús.

Pero este cuestionamiento que hacen a Jesús es para perjudicar su imagen frente al pueblo, sabemos que su intención era buscar razones para condenarlo, entonces Jesús no se deja manipular, por eso no les responde directamente, pues Él es el Mesías, su autoridad viene del Padre, no tiene que demostrar su “autoridad”, son sus obras las que comprueban o dan razón de su autoridad.

Buscando razones “legales” o de acuerdo a su pensamiento, los saduceos no se abren a la sabiduría de Dios que les permitiría darse cuenta de a quién tienen delante de ellos, reconocer a Jesús como el Mesías.

Nosotros también podemos correr el riesgo de no reconocer la obra de Dios en nuestra vida y nuestro entorno, cuando nos cerramos a otras posibilidades, cuando no aceptamos que el otro piensa distinto.

Para no caer en los juicios rápidos y desechar todo lo que no se ajusta a lo que creo, es importante acoger la invitación que se nos hace en la primera lectura de buscar la sabiduría, desearla, pedirla constantemente, pegarnos a ella y cultivar nuestra relación con Dios en la oración.

En este tiempo de tanto sufrimiento por la pandemia nos podemos preguntar si reconocemos al Señor cuando todo se ve tan terrible, con tanta gente enferma, los que mueren, los que están sin trabajo, etc.

Creer en Jesús en la adversidad, no es fácil, sin embargo ¿Cuál sería la sabiduría que tendríamos pedir para el hoy de nuestras vidas?

Viernes de la VIII Semana Ordinaria

Mc 11, 11-26

Sino era tiempo de higos, ¿por qué se enfada tanto Jesús? Una cosa es tener hambre momentánea, lógica por la hora y otra enfadarse.  Quizá fuesen palabras simbólicas, pero decir esto no arregla el malhumor que le produjo. No está nada mal verlo airado alguna vez. No todo va a ser dulzuras y palabras buenas y sentenciosas.

Su reacción en el templo tampoco fue muy templada que digamos. Algo no le había salido bien previamente y reaccionó con brusquedad. Arreglarlo con las palabras siguientes: Mi casa es y será casa de oración y vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones… no justifica el enfado. Razón tenía, sí; pero no dulcifiquemos lo que de por sí es amargo. ¡Qué más querían oír los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, tan sibilinos ellos! Estaban siempre al acecho, para ver cómo podían acusarlo.

La escena y las palabras de Jesús no han perdido vigencia con el comercio en que muchas veces hemos convertido las explanadas de templos y santuarios muy visitados. El trapicheo religioso es heredero de aquel que Jesús criticó; eso sí que fue gesto de profeta, de anticipador del futuro, porque lo tenía delante y sabía que el ser humano no iba a cambiar mucho. Repetiríamos actitudes y gestos mercantiles aprovechando la buena fe de las gentes que se acercasen entonces y ahora, a orar.  Que haya fuera una pequeña “tienda de recuerdos para llevar”, es comprensible; pero hacer del templo un mercadillo de ofertas y demandas abusivas… es otra cosa.

Pasó la noche. Vino la calma del descanso y al día siguiente todo toma otro tono más normal. Jesús vuelve a ser dueño de la situación. Pedro le recuerda sus palabras malhumoradas con la higuera. Él sale un poco por la tangente. Y el evangelista Marcos da un giro a las palabras y gestos de Jesús: tened fe, pedid con convicción, orad creyendo conseguir lo que pedía, mi Padre no os fallará y, sobre todo, perdonad.

Ahí queríamos llegar. Ese es el Jesús que reconocemos; ese es el Jesús al que estamos acostumbrados. Si no hay perdón, el resto es pacotilla, menudencia, palabrería hueca y, en el fondo, hipocresía.

Curémonos de caer en tal. Lo nuestro es la veracidad y reconocimiento del otro como igual, como hermano y no como comerciante interesado al uso o alguien del que se pueda sacar provecho.

JESUCRISTO SUMO Y ETERNO SACERDOTE

Mc 14, 12a. 22-25

La lectura de Jeremías, todavía en el Antiguo Testamento, nos habla de la nueva alianza que va a realizar Yahvé con su pueblo. Es nueva porque la primera se rompió. La rompió el pueblo siendo infiel a la palabra dada, se fue detrás de otros dioses y dio la espalda a su Dios.

Pero como es Dios, no es como nosotros los hombres, es Dios y fiel a la palabra dada, sigue empeñado en acercarse a su pueblo y en realizar una nueva alianza con él. “He aquí que vienen días en que yo pactaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una nueva alianza”. Pero les anuncia también que será distinta la primera, la pactada con ellos a través de Moisés. En esta nueva alianza, Yahvé está decidido a adentrase con más fuerza en el interior de cada miembro del pueblo. “Pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mu pueblo… todos me conocerán del más chico al más grande”.  

En esta alianza los sacerdotes eran los encargados de ofrecer los diversos sacrificios a Dios, principalmente de animales. Estas ofrendas podían ser de alabanza, de expiación por los pecados, de acción de gracias…

Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos

Llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio hijo hasta nosotros. Retocó en bastantes puntos la antigua alanza. Esta vez, la extendió más allá del pueblo judío, a toda la humanidad. Dios y su hijo Jesús no querían dejar a nadie fuera de su amistad, de su alianza. Borró el sacerdocio y todos los sacrificios de la antigua alianza y ofreció al Padre Dios su persona, su vida. Con su sangre, expresión de su amor, selló para siempre la nueva alianza con toda la humanidad. Para que no se nos olvide nunca su pacto de amor con nosotros, en la última cena inventó la eucaristía, para recordarnos cada día su entrega, su amor hacia nosotros. En cada eucaristía, renovamos esta única ofrenda, este único sacrifico de Jesús, nuestro Sumo y Eterno sacerdote: “Tomad, esto es mi cuerpo… Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos”.

Todos los cristianos, los seguidores de Jesús, participamos de su único sacerdocio. Unos participamos del sacerdocio ministerial y otros del sacerdocio común. Lo que nos toca es imitar al único y eterno Jesucristo. Entregando también nosotros nuestra vida a favor de nuestro hermanos.

¡Que el Señor, nos ayude a cada uno, a vivir el sacerdocio que él nos ha regalado!