Viernes de la VIII Semana Ordinaria

Mc 11, 11-26

Sino era tiempo de higos, ¿por qué se enfada tanto Jesús? Una cosa es tener hambre momentánea, lógica por la hora y otra enfadarse.  Quizá fuesen palabras simbólicas, pero decir esto no arregla el malhumor que le produjo. No está nada mal verlo airado alguna vez. No todo va a ser dulzuras y palabras buenas y sentenciosas.

Su reacción en el templo tampoco fue muy templada que digamos. Algo no le había salido bien previamente y reaccionó con brusquedad. Arreglarlo con las palabras siguientes: Mi casa es y será casa de oración y vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones… no justifica el enfado. Razón tenía, sí; pero no dulcifiquemos lo que de por sí es amargo. ¡Qué más querían oír los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, tan sibilinos ellos! Estaban siempre al acecho, para ver cómo podían acusarlo.

La escena y las palabras de Jesús no han perdido vigencia con el comercio en que muchas veces hemos convertido las explanadas de templos y santuarios muy visitados. El trapicheo religioso es heredero de aquel que Jesús criticó; eso sí que fue gesto de profeta, de anticipador del futuro, porque lo tenía delante y sabía que el ser humano no iba a cambiar mucho. Repetiríamos actitudes y gestos mercantiles aprovechando la buena fe de las gentes que se acercasen entonces y ahora, a orar.  Que haya fuera una pequeña “tienda de recuerdos para llevar”, es comprensible; pero hacer del templo un mercadillo de ofertas y demandas abusivas… es otra cosa.

Pasó la noche. Vino la calma del descanso y al día siguiente todo toma otro tono más normal. Jesús vuelve a ser dueño de la situación. Pedro le recuerda sus palabras malhumoradas con la higuera. Él sale un poco por la tangente. Y el evangelista Marcos da un giro a las palabras y gestos de Jesús: tened fe, pedid con convicción, orad creyendo conseguir lo que pedía, mi Padre no os fallará y, sobre todo, perdonad.

Ahí queríamos llegar. Ese es el Jesús que reconocemos; ese es el Jesús al que estamos acostumbrados. Si no hay perdón, el resto es pacotilla, menudencia, palabrería hueca y, en el fondo, hipocresía.

Curémonos de caer en tal. Lo nuestro es la veracidad y reconocimiento del otro como igual, como hermano y no como comerciante interesado al uso o alguien del que se pueda sacar provecho.