Mt 7, 6; 12-14
A finales del siglo VII antes de Cristo, Jerusalén está sitiada por los asirios. Senaquerib, el rey de Asiria, está seguro de que la ciudad caerá en sus manos, como ha ocurrido con las demás ciudades a las que ha sometido poco antes. De nada le valdrá fiarse de su Dios, también los demás dioses han sido impotentes para librar a las otras ciudades.
El rey Ezequías se siente atemorizado y ora al Dios de Israel, ante quien despliega la carta en la que figuran las amenazas de su enemigo. En su oración invoca al Dios Creador y ensalza su incomparable superioridad sobre los dioses de las naciones vecinas, que no merecen siquiera ese nombre, pues son hechura de manos humanas.
El profeta Isaías asegura a Ezequías que Dios ha escuchado su oración y que salvará a la ciudad de esa invasión que parece inminente. Y lo hará “por mi honor y el de David, mi siervo”. Es un motivo recurrente en el AT: Dios aparece ante todo como un Dios celoso de su propia gloria, y un Dios que salva al pueblo cuando éste es fiel a sus mandatos; cuando no, lo castiga con la derrota. No es ésta la única imagen de Dios que podemos ver en el AT, pero sí predomina en un largo período de su historia.
No obstante, ese Dios celoso obra en virtud del compromiso adquirido con su pueblo. Es un Dios fiel a sus promesas y a la alianza pactada con David, su siervo. Es perfectamente coherente acogerse a É fiándose enteramente de esas promesas y de esa alianza. Nunca se desdecirá de lo que dijo a los antepasados. Esa fidelidad a sí mismo y a su pueblo es una constante en toda la historia de la salvación, y sigue siendo el fundamento de nuestra fe y de nuestra confianza en él.
Hacer el bien siguiendo a Jesús, aun cuando resulte penoso
El sermón del monte está a punto de concluir. Jesús proclama a quienes lo escuchan que hay que llevar a la práctica las enseñanzas recibidas a lo largo de ese discurso que les ha dirigido. Habla de dos puertas y dos caminos, idea que encontramos con frecuencia en el Antiguo Testamento. La puerta que abre a la vida es estrecha y el camino que conduce a ella es también penoso.
Jesús se está refiriendo a las penalidades que tendrán que soportar los discípulos para entrar en la vida, es decir, para disfrutar de la dicha que les prometió al hablar de las bienaventuranzas al comienzo de su discurso. El sermón del monte tiene exigencias radicales para sus oyentes; entre otras, la urgencia de seguir a Jesús, con los riesgos que de ello se derivan.
Como resumen de todo el sermón del monte, Mateo inserta aquí la regla de oro que aparece en diversos pasajes de la Escritura y en la que se concentra en cierto modo todo el pensamiento bíblico: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la ley y los profetas”. Se nos invita a tomar la iniciativa de hacer el bien, independientemente de lo que hagan los demás y sin esperar ninguna compensación por nuestro comportamiento. Si eso nos proporciona un trato amable por parte de los otros, bienvenido sea, pero no es lo que pretendemos en primera instancia. Hacemos el bien porque eso es bueno, y además porque así es como ha obrado siempre Jesús, que “pasó haciendo el bien”.
En resumen: ¿Confiamos en Dios también cuando nos va mal? ¿Tratamos de hacer el bien, cueste lo que cueste?