Martes de la XVII semana del tiempo ordinario

Mt 13, 36-43

En días pasados recibía uno de esos mensajes de Internet que se convierten en cadenas. Hablaba de las objeciones en contra de la existencia de Dios basándose en la presencia del mal en el mundo: “Si el mal existe, entonces Dios no puede existir”, argumentaba, para después dar explicaciones sobre la verdadera existencia de Dios.

Todos nosotros constatamos el mal en nuestras vidas y muchas veces en nuestro propio corazón. Dividimos el mundo en buenos y malos y acabamos queriendo “matar” y destruir a los que consideramos malos. La dinámica de Jesús es muy otra. Ni viene a destruir, ni a castigar, ni a acabar; sino a buscar, curar y restituir.

Dentro de nuestro propio corazón descubrimos esta terrible lucha entre el bien y el mal. Ya decía San Agustín: “Hago el mal que no quiero y dejo de hacer el bien que me propongo”. Es una realidad que enfrentamos día a día. Entonces ¿dónde queda Dios?

Si miramos el mal como la ausencia del bien, al igual que la oscuridad es ausencia de la luz, el frío es la ausencia del calor, el silencio es la ausencia del sonido… si miramos el mal como ausencia de amor y ausencia de Dios, la única forma de terminarlo y destruirlo es llenarlo todo de amor. Al igual que la luz o el calor “destruyen” la oscuridad o el frío.

La condena de Jesús es muy diferente a nuestra condena. Él sabe esperar hasta el final: confía en el cambio y la conversión. La cizaña siempre será cizaña, pero el corazón del hombre puede convertirse y cambiar, puede traer luz, calor y música a su corazón. Si al final no lo hace, encontrará su propia condenación: ausencia de felicidad, ausencia de Dios.

A muchos ha sorprendido el Papa Francisco cuando pide para todos igual misericordia, tratarlos con amor, mirarlos como hermanos. También al que es pecador, al que está alejado y al que vive con problemas… no hace otra cosa sino seguir las palabras y los ejemplos de Jesús.

¿A qué me invita Jesús, hoy, con su parábola?

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