Lc 21, 20-28
El Evangelio que acabamos de escuchar es catastrófico, sobre todo si pensamos en lo que significaba Jerusalén y el Templo para los israelitas. Decir que se acaban es como decir que llega el fin del mundo.
Jesús anuncia estas destrucciones, pero no esta diciendo con ello que se acabe el mundo, sino que habla de la fragilidad de Jerusalén y de cómo será pisoteada y destruida. Jesús prevé la ruina de Jerusalén y de su Templo, de toda aquella región y de sus gentes como algo inevitable, pero también como una oportunidad. La comunidad creyente no debe encerrarse en los horizontes mezquinos del pueblo judío.
La destrucción de Jerusalén será la oportunidad histórica, que al obligar a los nuevos cristianos a huir de la destrucción, van llevando por nuevos caminos la Palabra de Dios.
Las señales catastróficas que se realizan en el cielo y en el espacio no son anuncios proféticos, sino la expresión y el poder del Hijo del Hombre. Así será la fuerza salvadora y la presencia del Reino de Dios. Entonces hay que levantar la cabeza y poner atención, porque se acerca la hora de la liberación. Todos los momentos de crisis son también momentos de crecimiento y de gracia.
Si hoy miramos las dificultades que sufre nuestra sociedad, debemos también levantar la cabeza y descubrir qué es lo más importante y que tenemos que defender a toda costa. Necesitamos descubrir en estas situaciones una oportunidad de purificación que nos lleve no al desaliento sino a depositar nuestra esperanza en Cristo que es nuestra única salvación.
Esta semana, la última del año litúrgico, insiste en esa actitud de espera y de esperanza, de vigilia y revisión. El verdadero discípulo no puede dormirse y dejar de lado la misión de construir el Reino, pero con la certeza de que Cristo lo está haciendo presente.
Es importante que alentemos una visión positiva, realista sobre el futuro, sostenidos en Jesús que con su fuerza y alegría, alimenta nuestra visión positiva de la vida. Con la presencia del Señor, mantengámonos firmes.