Miércoles de la XXVIII Semana Ordinaria

Rm 2,1-11

Uno de los elementos que valdría la pena subrayar en nuestra reflexión es el hecho de que para Dios no hay «favoritismo».

Esto porque algunos de nuestros hermanos, los cuales por desgracia no son asiduos a la oración, ni frecuentan la Eucaristía dominical, y se concretan a la vida exterior: bautizar a los hijos, la primera comunión, etc. pero que creen que por el hecho de ser bautizados ya aseguraron un lugar en el cielo; o por otro lado aquellos, que de modo contrario, no pierden una misa, se confiesan, etc., pero llevan una vida personal y familiar desordenada y piensan que por el hecho de sus prácticas religiosas van alcanzar el premio eterno.

Desde los profetas, como Amós, Oseas, Isaías, hasta Jesús y Pablo, todos condenan fuertemente la doble postura de quien se acerca a Dios pero comete injusticias contra los demás; o bien de quien condena a los demás por las malas acciones, las mismas de las cuales fácilmente él se disculpa.

San Pablo en su carta a los Romanos dice claramente: “No tienes disculpa tú, quienquiera que seas, que te constituyes en juez de los demás, pues al condenarlos, te condenas a ti mismo, ya que tú haces las mismas cosas que condenas”. Es muy fácil condenar y criticar a los demás, es más difícil objetivamente juzgarnos y valorarnos a nosotros mismos.

Lc 11,42-46

La ley tiene como único fin ayudarnos a vivir de acuerdo al amor. Cada uno de los mandamientos expresa el deseo de Dios de que el hombre crezca y madure en el amor.

Sin embargo cuando la ley se convierte en fin en sí misma deja de expresar
el deseo del legislador y se convierte en un yugo difícil de llevar. Peor aun cuando nosotros mismos nos convertimos en los legisladores para hacer una ley a nuestra medida y necesidades, pues esto lejos de conducirnos a la meta que es Dios, nos aleja de Él y nos confina a la oscuridad, a la ignorancia, a la angustia.

San Lucas también hoy nos presenta estos “ayes” o condenas que hace Jesús tanto de los fariseos como de los doctores de la ley. La reprobación de Jesús no es contra los que pagan diezmos, sino en contra de los que, fijándose en estas pequeñeces, se olvidan de la justicia y del amor de Dios.

La condenación de Jesús es muy fuerte hasta llamarlos “sepulcros”, o reprenderlos porque buscan ocupar los lugares de honor en las sinagogas y recibir las reverencias en las plazas. A los doctores de la ley les aplica la misma sentencia de San Pablo: “agobiáis a la gente con cargas insoportables, pero vosotros no las tocáis ni con la punta del dedo”.

A veces nos imaginamos a los fariseos y a los doctores de la ley como personas malvadas y dignas de reprobación, pero ellos eran considerados los maestros y quienes mejor conocían y cumplían la ley.

Me temo que a muchos de nosotros Cristo hoy nos tendría que aplicar estas mismas condenas y reprobaciones. Con frecuencia condenamos de lo mismo que estamos padeciendo nosotros. Y, si bien realizamos actividades que están a la vista de todos, que nos producen reconocimiento, estamos cometiendo injusticias y rechazando a los hermanos.

¿Qué nos dice Jesús hoy a nosotros? ¿Qué condena de nuestra vida?

Sábado de la XXVII Semana Ordinaria

Joel 4, 14-21.

Dios convoca a juicio a las naciones, que son comparadas con las uvas que se echan al lagar para ser pisadas, pues el Señor las triturará a causa de sus maldades, y a causa de haberse levantado en contra de su Pueblo Santo; en cambio, a los suyos, el Señor los protege y les manifiesta su amor liberándolos del mal y haciendo que la salvación brotará como un río desde el templo del Señor en Jerusalén para todo el mundo.

Así el Pueblo de Dios sabrá cuánto lo ama el Señor que hizo Alianza con sus antiguos Padres, y que es fiel a la misma con los hijos de los patriarcas. Dios nos ama y por medio de su Hijo hecho uno de nosotros nos libra de la mano de aquella serpiente antigua, o Satanás, que hizo estragos en el corazón de los hombres. Dios se levanta así para aplastar la cabeza del maligno y librarnos de sus manos, para que libres de nuestra esclavitud a él vivamos, ahora, como hijos de Dios y trabajando para que la salvación del Señor llegue a todo el mundo. Así nos manifiesta el Señor cuánto nos ama en verdad. Por eso vivamos ya no como siervos del pecado, sino como hijos de Dios.

Lucas 11, 27-28

“Más bien, dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan”. Y es que Jesús nos dirá lo mismo durante la última cena: “Si guardan mis mandamientos permanecerán en mi amor”. El Evangelio de hoy toca una de las fibras más sensibles del ser humano: su voluntad. ¡Cuántos buenos propósitos, cuántas buenas intenciones, cuántos deseos de conversión… y, qué pocas realizaciones!

Decir, hablar y prometer, cuesta poco. Es el paso del dicho al hecho, lo que marca la diferencia entre un hombre auténtico y otro de carnaval. Obras son amores y no sólo buenas razones.

Jesús, al ofrecernos este pasaje de su vida, tiene presentes nuestras miserias y limitaciones. Con ello, no quiere decir que hemos de ser perfectos de la noche a la mañana: “Nadie es bueno sino sólo Dios”. El Evangelio habla de los que oyen y guardan la palabra de Dios. Estas dos acciones, implican interés, esfuerzo y generosidad por parte nuestra. Habrá caídas, habrá dificultades y fracasos. Pero no estamos solos. Jesús subió a la cruz para enseñarnos el camino, para demostrarnos que es posible escuchar y poner por obra la palabra de Dios. Cristiano no es un nombre, ni una etiqueta de almacén. Cristiano significa discípulo de Cristo, imitador del Maestro.

Ojalá que este texto de San Lucas sea un llamado a la coherencia de vida y una invitación a poner por obra nuestra fe. La fe sin obras es una fe muerta y, la mayor de todas las obras es la caridad.

Jueves de la XXVII Semana Ordinaria

Mal 3,13-20

Tenemos un dicho entre nosotros que reza: «caras vemos corazones no sabemos», esto es porque las apariencias engañan. Es fácil pensar que los que viven al margen de Dios, los que no cumplen con ir a misa, ni oran; que aquellos que oprimen a los demás y viven de sus riquezas son felices. La verdad es que, todo esto es solo apariencia, pues quien no tiene a Dios no tiene nada.

En la superficie se ven personas normales, sonríen y se divierten pero la realidad es que viven una profunda soledad. Es por ello que buscan el trabajo desmedido, las fiestas, el ruido, el alcohol, las drogas, el sexo, etc… pues la realidad es que nada puede llenar el vacío que se produce en el corazón del hombre cuando éste ha desterrado a Dios de él. Lo más triste es, como nos lo presenta la lectura de hoy, que algunos se dejan atraer por esta visión superficial y terminen por abandonar ellos también al Señor.

La felicidad no está en la prosperidad económica, ni en el poder, ni en el placer… la verdadera y única felicidad está en Dios. Dios no nos ofrece ni oro ni plata, nos ofrece su amistad y con ello, durante esta vida, la paz y el gozo perdurable, y en la otra la gloria eterna. Busca ser feliz con lo que tienes, y recuerda que si tienes a Dios lo tienes todo.

Lc 11, 5-13

Cuando recorremos alguna playa o las zonas costeras y percibimos la arena y los acantilados, no podemos menos que maravillarnos del poder del agua. No es que el agua sea fuerte en sí. A base de la constancia y la perseverancia es capaz de perforar, limar o erosionar cualquier tipo de roca o de superficie.

El Evangelio de hoy nos habla de la perseverancia en la oración. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá…”. Un ejemplo tan humano como el del amigo que nos viene a pedir tres panes a medianoche, es suficiente para hacernos pensar sobre la realidad de este hecho.

En el caso de la oración, no se trata de una relación entre hombres más o menos buenos o, más o menos justos. Se trata de un diálogo con Dios, con ese Padre y Amigo que me ama, que es infinitamente bueno y que me espera siempre con los brazos abiertos.

¡Cuánta fe y cuánta confianza necesitamos a la hora de rezar! ¡Qué fácil es desanimarse a la primera! ¡Cómo nos cuesta intentarlo de nuevo, una y mil veces! Y sin embargo, los grandes hombres de la historia, han sufrido cientos de rechazos antes de ser reconocidos como tales.

Ojalá que nuestra oración como cristianos esté marcada por la constancia, por la perseverancia con la cual pedimos las cosas. Dios quiere darnos, desea que hallemos, anhela abrirnos… pero ha querido necesitar de nosotros, ha querido respetar nuestra libertad. Pidamos, busquemos, llamemos, las veces que haga falta, no quedaremos defraudados si lo hacemos con fe y confianza. Dios nos ama y quiere lo mejor para nosotros. Colaboremos con Él. ¡Vale la pena!

Aprendamos a confinar en el infinito amor de Dios y a no desfallecer en nuestra oración.

Miércoles de la XXVII Semana Ordinaria

Jon. 4, 1-11.

El camino que nos lleva a la perfección puede causarnos demasiados problemas; pues, por desgracia, a veces no entendemos sino a base de grandes golpes que nos sientan a reflexionar sobre lo que en realidad es Dios y lo que nos imaginamos, equivocadamente de Él. A veces no quisiéramos dejar actuar a Dios; más aún: quisiéramos un dios a la medida de nuestros intereses, de nuestros pensamientos, de nuestros egoísmos religiosos para manipularlo a nuestro antojo. Pero Dios se escapa de cualquier trampa que le tendamos y nos manifiesta que, así como Él ama a todos sin distinción, así hemos de amarnos unos y otros.

¡Qué alegría tan grande hay en el cielo por un sólo pecador que se convierte! Pero el hermano mayor siempre se enoja porque el hermano menor retorna a casa, derrotado por sus anhelos equivocados, sin darse cuenta que también él ha sido derrotado por sus imaginaciones equivocadas acerca de aquellos que son amados de Dios. A veces nos entristecemos más porque desaparece aquello que nos daba seguridad, como el dinero y los bienes materiales, que porque muchos, lejos del Señor, viven al borde de perderse para siempre. Jesucristo nos ha enviado a salvar todo lo que se había perdido; no podemos, por eso, condenar a nadie sino buscar a quienes desbalagaron en una noche de tinieblas y oscuridad; y buscarles hasta encontrarles, no para despreciarlos, no para condenarlos, no para hacerlos volver a golpes y amenazas al redil, sino cargarlos amorosamente sobre nuestros hombros, haciendo nuestras sus miserias y tristezas para que recuperen la paz y la alegría y puedan, así, volver a Dios.

Lucas 11, 1-4

En el mundo del deporte, además de las habilidades personales, un excelente entrenador juega un papel decisivo. Es parte de nuestra naturaleza el tener que aprender y recibir de otros. Puede parecer una limitación pero es, al mismo tiempo, un signo de la grandeza y de la maravilla del hombre.

En el Evangelio de hoy, los discípulos le piden a Jesús: “Señor, enséñanos a orar…”. La oración es el gran deporte, la gran disciplina del cristiano. Y lo diría el mismo Jesús en el huerto de Getsemaní: “Vigilen y oren para que no caigan en tentación”. Él es nuestro mejor entrenador.

Hoy, nos ofrece la oración más perfecta, la más antigua y la mejor: el Padre Nuestro. En ella, encontramos los elementos que deben caracterizar toda oración de un auténtico cristiano. Se trata de una oración dirigida a una persona: Padre; en ella, alabamos a Dios y anhelamos la llegada de su Reino; pedimos por nuestras necesidades espirituales y temporales; pedimos perdón por nuestros pecados y ofrecemos el nuestro a quienes nos han ofendido; y, finalmente, pedimos las gracias necesarias para permanecer fieles a su voluntad. Todo ello, rezado con humildad y con un profundo espíritu de gratitud.

Sábado de la XXVI Semana Ordinaria

Bar. 4, 5-12. 27-29.

Yo soy tu Dios y Padre, y no enemigo a la puerta de tu casa. Dios compasivo, misericordioso y siempre fiel para con nosotros, ¿quién podrá negar que su amor hacia nosotros no tiene fin? Es verdad que muchas veces permite que quedemos atrapados en las redes del dolor, del sufrimiento, de la enfermedad como consecuencia de nuestras rebeldías en contra suya; sin embargo, Él siempre tiene puesta en nosotros su mirada amorosa; siempre está dispuesto a perdonarnos y a liberarnos de la mano de nuestros enemigos.

Por eso, no sólo lo hemos de invocar, sino que hemos de hacer volver hacia Él nuestro corazón humilde y arrepentido, para pedirle perdón, pues Él siempre está dispuesto a recibirnos nuevamente como a hijos suyos en su casa, dándonos así su salvación y llenando de alegría y de paz nuestra vida.

La Iglesia de Cristo ha de salir al encuentro de todos aquellos que se empeñaron en alejarse de Dios, para que, proclamándoles la Buena Nueva del amor que el Señor les sigue teniendo, lo busquen con mayor empeño y vuelvan a Él; entonces el Señor hará realidad su Reino entre nosotros, puesto que reconoceremos a un único Dios y Padre nos amaremos como hermanos unidos por un mismo Espíritu.

Lucas 10, 17-24

¡Qué alegría de los discípulos después de una jornada tan exitosa! Los demonios les temen, curan leprosos, hacen caminar a los paralíticos, dan la vista a los ciegos etc. Todo perfecto después de unos días de misiones.

Como tantos de nosotros que al final de la semana nos alegramos porque nos ha ido bien en los estudios, hicimos el bien a una persona, nos subieron el sueldo en nuestro trabajo, nos callamos cuando quisimos decir una palabra ofensiva a alguien, aumentaron las ventas de nuestros negocios y demás aspectos positivos que nos pudieron haber pasado.

Nos sentimos contentos, como los discípulos, porque las cosas salieron como nosotros queríamos. Sin embargo, Cristo nos dice que no debería ser éste el motivo principal de nuestra alegría. La satisfacción tan agradable y tan necesaria que experimentamos por haber hecho el bien en esta tierra nos debería llevar a pensar en los méritos que ganamos para el cielo. Este es el motivo principal por el cual deberíamos de estar contentos. Saber que hemos actuado de tal forma que nuestros nombres están escritos en el reino de los cielos.

Sabiendo los motivos de nuestra verdadera alegría es como si hubiésemos encontrado el tesoro que buscábamos en nuestra vida. Custodiemos este tesoro y no permitamos que los ladrones de la vanidad, avaricia, egoísmo nos lo arrebaten.

Viernes de la XXVI Semana Ordinaria

Bar 1,15-22

Una de las gracias que tenemos que pedir con insistencia es la humildad de reconocer, que a pesar de nuestros esfuerzos por ser mejores, aún estamos lejos de alcanzar la plenitud a la que Dios nos ha llamado.

Continuamos siendo débiles pecadores, frágiles ante las tentaciones, frecuentemente seducidos por las luces y la apariencia del mundo que nos lleva a cambiar al Dios verdadero por los nuevos ídolos (dinero, diversiones, placer, etc.).

La lectura de hoy nos recuerda que solo el que reconoce su debilidad puede pedir a Dios la fuerza para superarla; quien se siente perfecto vivirá siempre en la oscuridad de su pecado. Y esto no quiere decir que nos encontremos peor que cuando conocimos a Jesús, sino que nos hace darnos cuenta que aún nos falta mucho; que si ciertamente hemos superado muchas de nuestras debilidades, son todavía muchas más las que continúan estorbando en nuestro camino de santidad.

Revisa tu corazón y tu vida. Deja que la luz de Dios ilumine tu interior, y no permitas que el orgullo y la soberbia te impidan crecer en humildad y en gracia.

Lucas 10, 13-16.

¿Qué quiere decir Nuestro Señor con estas palabras tan duras? Corozaín y Betsaida eran ciudades judías que esperaban al Mesías. También tenían una característica: no creían en Cristo con fe viva. Cristo habla de la fe de la gente de la ciudad. Por eso este Evangelio se puede tomar también como una llamada a la fe, a creer en Cristo, que Él es el Mesías, que Él es Dios.

A nosotros nos pasa algo semejante cuando en vez de acudir a Cristo cuando vienen los problemas con el negocio, con la familia, con los amigos, etc. vamos a los vicios o a ver a otras personas, pero no a Cristo.

¿Por qué no encomendar primero a Cristo todas estas cosas antes de actuar? Veremos que después de haber pedido ayuda a Cristo en la oración con corazón humilde y con fe, salimos de la Iglesia más serenos y con el corazón más ligero y consolado.

Por eso las palabras tan fuertes de Cristo: “si en Tiro y Sidón (si a Fulano o Zutano) se les hubieran concedido los milagros que a ti se te han concedido tiempo ya que se hubieran convertido de sus defectos y malas costumbres”.

Si el hombre es honesto descubrirá en su vida el rastro amoroso de Dios. De este Dios que nos busca, que no se cansa de hacernos el bien, de un Dios que a pesar de nuestras infidelidades continúa manifestándose con amor. Jesús hoy reprocha a estas ciudades que no fueron capaces de descubrir todo lo que Dios había hecho por ellas; no fueron capaces de cambiar su vida ni aun viendo la obra de Dios en ella. No permitas que esto pase en tu vida…

Pidamos, pues a Cristo que nos conceda hoy la gracia de querer convertirnos a Él.

Jueves de la XXVI Semana Ordinaria

Mt 18, 1-5. 10

En la memoria de los santos ángeles custodios el Evangelio nos propone la actitud de los niños para acoger este misterio. Esta celebración nos remite a la certeza del amor de Dios que nos guarda y nos protege en nuestro día a día, a través de estos espíritus custodios y otras tantas mediaciones que muchas veces nuestros ojos no llegan a captar.

Los discípulos preguntan: ¿Quién es el mayor? Y Jesús les presenta a un niño. Como en otras ocasiones, parece que el Maestro se va por la tangente. Pero en realidad les da una respuesta clara: lo pequeño, lo sencillo, lo inocente, aquello que pasa más desapercibido y es muchas veces lo más despreciado, eso es lo que esconde frecuentemente lo más importante. Solo la sencillez y pobreza de corazón pueden acoger la grandeza y riqueza del misterio inabarcable.

«Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos». La conversión es un hacerse como niños. Es reconocer que somos incapaces, que dependemos de Dios para todo. Es la actitud de quien se sabe importante a los ojos de su Padre y lo espera y recibe todo de él.  Es un dejar de creer que la Salvación está en nuestras fuerzas o en nuestros méritos. El niño es el que sabe acoger, sabe recibir, sin prejuicios ni desconfianzas. El adulto es el que todo lo sopesa y calcula en sus posibilidades, el que se lo gana a pulso y se siente merecedor.

Sólo con un corazón de niño se puede acoger la Buena Noticia que Jesús nos trae. Sólo con un corazón inocente y confiado se puede creer que el Padre nos ama incondicionalmente y pone a nuestro alcance los medios, las personas y también los ángeles que necesitamos para no perdernos en el camino. El niño no calcula si es razonable o proporcionado aquello que le promete su Padre, tan sólo cree y confía. Cree que es amado por Él y confía que, sólo por eso, no hay nada que temer.

¿Cómo es mi actitud de acogida de la gracia, del Amor de Dios y de sus dones? ¿Los recibo y disfruto con la exigencia del adulto o los acojo y agradezco con el corazón de un niño? ¿En los momentos de temor, ante las dificultades, me creo que Dios Padre me protege y me cuida, incluso por medio de sus ángeles, o, por el contrario, me siento abandonado por Él?

Miércoles de la XXVI Semana Ordinaria

Neh 2, 1-8

Nehemías ha sido informado por medio de Jananí de lo siguiente: El resto de los judíos que han quedado en su tierra se encuentran en gran estrechez y confusión. La muralla de Jerusalén está llena de brechas, y sus puertas incendiadas. Después de que Nehemías invoca al Señor, confiesa ante Él los pecados del pueblo, como si fueran suyos, pues se hace solidario del Pueblo al que pertenece; y entonces le recuerda a Dios el amor que siempre ha sentido por ellos, y le suplica que le conceda verse favorecido por el Rey de Babilonia: Artajerjes. Y Dios le concede lo que ha pedido, de tal forma que puede marchar hacia Jerusalén para reconstruir la ciudadela, y disponer de todo el material para llevar a cabo esa obra.

Dios, por medio de Jesús, su Hijo hecho hombre, nos ha concedido todo lo que necesitamos para que nuestra vida deje de estar en ruinas, dominada por la maldad, que ha abierto brechas en nosotros y nos ha dejado a merced del pecado. Por medio de Cristo, el Hijo Enviado por el Padre, nuestra vida ha sido restaurada, hemos sido perdonados, y, sobre todo, hemos sido elevados a la gran dignidad de ser hijos de Dios y templos de su Espíritu. Si en nuestro camino por la vida sentimos que las fuerzas para continuar avanzando en el bien se nos debilitan, no dudemos en acercarnos a Dios, nuestro Padre, para pedirle que nos fortalezca y nos llene de su Espíritu, pues Él, ciertamente, está dispuesto a concedernos todo lo que le pidamos en Nombre de Jesús, su Hijo, nuestro Señor.

Lc 9,57-62

La mediocridad en la vida del hombre encuentra su motor en las excusas. El tibio, el mediocre siempre encuentran una buena excusa para no tomar en serio su responsabilidad.

Seguir a Jesús exige de parte del cristiano una respuesta decidida, que no admite regreso.

Excusas, ciertamente podríamos encontrar muchísimas, tanto o más validas que las que nos ha presentado el Evangelio. Sin embargo Jesús es claro: Las excusas serán solo excusas.

Esto aplicado a nuestra vida diaria se traduce en poca oración, poco interés en la Eucaristía del Domingo, falta de interés por la justicia y por nuestras obligaciones diarias… en una palabra, en ser un cristiano tibio.

¿No sería ya tiempo de dejar las excusas y ponernos a trabajar con seriedad en nuestra vida humana y cristiana?

Lunes de la XIX Semana Ordinaria

Mt 17, 22-27

Este breve pasaje nos ilustra cómo el cristiano está obligado a cumplir con las obligaciones puestas por el Estado, de la misma manera que Jesús lo hizo y enseño a sus discípulos a realizarlo.

Y es que, aun viviendo en el Reino, estamos sujetos a la vida social, a la vida civil, y es precisamente ahí en donde, con nuestro testimonio, podemos construir una sociedad más justa, más humana y más libre.

Es mediante nuestras acciones como vamos transformando el orden social, por lo que el pago de nuestros impuestos, el acudir a las urnas a votar en tiempos de elección, el pertenecer a organizaciones y partidos políticos y de servicio no solo es un derecho sino una verdadera obligación de cada cristiano.

No pertenecemos a este mundo, pero vivimos en él y tenemos la encomienda recibida de Jesús de transformarlo. Seamos responsables en todo lo que concierne a la vida civil, política y social de nuestro país, hagamos de él (cada uno de acuerdo al don que Dios le ha dado) un lugar en donde el amor y la paz sean una verdadera realidad.

Sábado de la XVIII Semana Ordinaria

Mt 17, 14-20

Ten compasión

Es la súplica que hace un padre afligido a Jesús por su hijo enfermo… Fue la súplica insistente de Domingo de Guzmán en favor de tantos hombres y mujeres de su tiempo: “¿Señor, ¿qué será de los pobrecillos pecadores? ¡Ten piedad de tu pueblo!”.

Es bueno reconocer que estamos enfermos, que tenemos deficiencias, que somos pobres e indigentes en muchos aspectos, que no nos valemos por nosotros mismos para todo, pero a veces, muchas veces, acudimos a remedios falsos, a espejismos, a engañosos pseudo-profetas…

¿Por qué no pudieron curar a aquel niño los discípulos?, “por su poca fe” dijo Jesús, dejando translucir un sentimiento de decepción y hasta de impaciencia extraña en Él con relación a sus discípulos, de lo que podemos deducir que esperaba más de ellos… Y nosotros, cristianos del siglo XXI, ¿tendremos que volver a escuchar su queja: “hasta cuándo tendré que soportaros, generación incrédula y pervertida?”; ¿en quién ponemos nuestra fe y confianza?, ¿cuál es la calidad y calidez de nuestra fe?, ¿somos capaces de soltar las amarras de nuestra comodidad, de nuestros egoísmos, de nuestra soberbia, de creer que por nosotros mismos, por nuestras capacidades humanas, intelectuales, científicas,  podemos algo?, “si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (salmo 126). Con humildad acudamos a Jesús con una auténtica fe y un gran amor que nos posibilite una confianza generosa y audaz.

“Como un grano de mostaza”

Pequeñita pero sincera, firme, bien cimentada en la Roca-Cristo, así ha de ser nuestra fe, como lo fue la de Santo Domingo de Guzmán Nuestro Padre y fundador, del que celebramos con gozo el 800 aniversario de su entrada en el cielo, después de cumplir fielmente la misión que Jesús le encomendó de llevar la luz de la fe, la luz del Evangelio a todos los rincones del mundo conocido en su tiempo y a través de estos ocho siglos por medio de sus hijos e hijas. Que él que nos prometió sernos más útil desde el cielo siga cumpliendo su palabra y haga de los dominicos y dominicas y de todos los hombres auténticos “campeones de la fe”.