Viernes de la XXVII semana del tiempo ordinario

Lc 11, 15-26

Este discurso de Jesús se genera a propósito de la expulsión de un demonio. Con este pasaje nos deja en claro la existencia de los «ángeles malos» o demonios.

¿Por qué Jesús es rechazado? Muchas veces imaginamos que si nosotros hubiéramos vivido en esos tiempos y contemplado sus obras, habríamos, seguramente, seguido sus pasos. Pero no es tan sencillo. Seguir a Jesús significa compromiso, responsabilidades; sus palabras descubren el corazón de las personas, y así como hay quienes lo alaba y lo siguen, otros buscan justificaciones a su comportamiento. ¿No es cierto que en la actualidad sucede lo mismo? Basta mirar a cualquier persona pública y encontraremos quienes lo alaban, pero que otros, por las misma acciones lo critican.

Pero mucho más importante será situarnos ante Jesús. Jesús es la respuesta total y plena a todas las preguntas humanas sobre la verdad, la vida, la justicia y la belleza. Cuando queremos poner otras medidas, entonces Cristo nos estorba y tratamos de quitarlo del medio.

No nos asustemos que en el Evangelio aparezcan con frecuencia los demonios. Todo mal es visto como obra del demonio, y en cierto sentido es verdad. Pero no nos imaginemos un mundo de seres sobrenaturales actuando abiertamente en contra de Jesús. También hoy hay males, enfermedades, injusticias, discriminaciones, guerras, etc., a todo esto podremos llamarlo justamente “obra del demonio” y contra esto nos invita Jesús a luchar.

Sin embargo, hay quien se escuda en el mismo Jesús para continuar cometiendo sus injusticias y sus mentiras, y otros por el contrario, sin estar cerca de Jesús, buscan la justicia, la verdad y la paz.

Con sus palabras notamos un gran criterio para saber si somos seguidores de Jesús, pues afirma que todo el que lucha por el Reino está con Él, y al contrario quien no estará contra Él.

Tendremos que estar muy atentos y hacer una serie de revisión de nuestra vida para verificar que nuestras acciones estén de acuerdo con Jesús. No tengamos miedo a acercarnos a Él, de otra forma lo estaremos haciendo a un lado y en realidad iremos en su contra.

Cuando busquemos la realización plena de la persona, la defensa de la vida y la verdad, el camino de la justicia, entonces seremos verdaderos discípulos de Jesús. Si hacemos algo diferente, estaremos en su contra.

Jueves de la XXVII semana del tiempo ordinario

Lc 11, 5-13

Cuando recorremos alguna playa o las zonas costeras y percibimos la arena y los acantilados, no podemos menos que maravillarnos del poder del agua. No es que el agua sea fuerte en sí. A base de la constancia y la perseverancia es capaz de perforar, limar o erosionar cualquier tipo de roca o de superficie.

El Evangelio de hoy nos habla de la perseverancia en la oración. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá…”. Un ejemplo tan humano como el del amigo que nos viene a pedir tres panes a medianoche, es suficiente para hacernos pensar sobre la realidad de este hecho.

En el caso de la oración, no se trata de una relación entre hombres más o menos buenos o, más o menos justos. Se trata de un diálogo con Dios, con ese Padre y Amigo que me ama, que es infinitamente bueno y que me espera siempre con los brazos abiertos.

¡Cuánta fe y cuánta confianza necesitamos a la hora de rezar! ¡Qué fácil es desanimarse a la primera! ¡Cómo nos cuesta intentarlo de nuevo, una y mil veces! Y sin embargo, los grandes hombres de la historia, han sufrido cientos de rechazos antes de ser reconocidos como tales.

Ojalá que nuestra oración como cristianos esté marcada por la constancia, por la perseverancia con la cual pedimos las cosas. Dios quiere darnos, desea que hallemos, anhela abrirnos… pero ha querido necesitar de nosotros, ha querido respetar nuestra libertad. Pidamos, busquemos, llamemos, las veces que haga falta, no quedaremos defraudados si lo hacemos con fe y confianza. Dios nos ama y quiere lo mejor para nosotros. Colaboremos con Él. ¡Vale la pena!

Aprendamos a confinar en el infinito amor de Dios y a no desfallecer en nuestra oración.

Miércoles de la XXVII semana del tiempo ordinario

Lucas 11, 1-4  

En el mundo del deporte, además de las habilidades personales, un excelente entrenador juega un papel decisivo. Es parte de nuestra naturaleza el tener que aprender y recibir de otros. Puede parecer una limitación pero es, al mismo tiempo, un signo de la grandeza y de la maravilla del hombre.

En el Evangelio de hoy, los discípulos le piden a Jesús: “Señor, enséñanos a orar…”. La oración es el gran deporte, la gran disciplina del cristiano. Y lo diría el mismo Jesús en el huerto de Getsemaní: “Vigilen y oren para que no caigan en tentación”. Él es nuestro mejor entrenador.

Hoy, nos ofrece la oración más perfecta, la más antigua y la mejor: el Padre Nuestro. En ella, encontramos los elementos que deben caracterizar toda oración de un auténtico cristiano. Se trata de una oración dirigida a una persona: Padre; en ella, alabamos a Dios y anhelamos la llegada de su Reino; pedimos por nuestras necesidades espirituales y temporales; pedimos perdón por nuestros pecados y ofrecemos el nuestro a quienes nos han ofendido; y, finalmente, pedimos las gracias necesarias para permanecer fieles a su voluntad. Todo ello, rezado con humildad y con un profundo espíritu de gratitud.

Martes de la XXVII semana del tiempo ordinario

Lc 10,38-42 

El mundo va cada vez más rápido. Los coches, los aviones, las telecomunicaciones, internet. Todo son cosas que deberían hacer que el hombre dispusiese de más tiempo, pero parece que el hombre de hoy, cuantos más remedios encuentra para ahorrar tiempo, más motivos encuentra para gastarlo. Y no escapamos los cristianos a esta fiebre del tiempo, y muchas veces nos preocupamos de no poder encontrar más tiempo de encuentro personal con Jesucristo, de oración.

Marta pide casi en tono de reproche a Jesús para que su hermana la ayudara a servir, en lugar de permanecer parada escuchándolo, mientras que Jesús responde: «María ha escogido la mejor parte». Y esta parte es aquella de la oración, aquella de la contemplación de Jesús.

A los ojos de su hermana estaba perdiendo el tiempo, también parecía tal vez un poco fantasiosa: mirar al Señor como si fuera una niña fascinada. Pero, ¿quién la quiere? El Señor: «Esta es la mejor parte», porque María escuchaba al Señor y oraba con su corazón.

Y el Señor un poco nos dice: «La primera tarea en la vida es esto: la oración». Pero no la oración de palabra, como loros, sino la oración, el corazón: mirar al Señor, escuchar al Señor, pedir al Señor. Sabemos que la oración hace milagros.

Y Marta… ¿Qué hacía? No oraba. La oración que es sólo una fórmula sin corazón, así como el pesimismo o la inclinación a la justicia sin perdón, son las tentaciones de las que el cristiano debe siempre resguardarse para llegar a elegir la mejor parte.

También nosotros cuando no oramos, lo que hacemos es cerrarle la puerta al Señor. Y no orar es esto: cerrar la puerta al Señor, para que Él no pueda hacer nada.

En cambio, la oración, ante un problema, una situación difícil, a una calamidad es abrirle la puerta al Señor para que venga. Porque Él rehace las cosas, sabe arreglar las cosas, acomodar las cosas.

Orar por esto: abrir la puerta al Señor, para que pueda hacer algo. Pero si cerramos la puerta, el Señor no puede hacer nada. Pensemos en esta María que eligió la mejor parte y nos hace ver el camino, cómo se abre la puerta al Señor.

Lunes de la XXVII semana del tiempo ordinario

  1. Jonás 1,1-2,1-11; San Lucas 10,25-37

En la primera lectura de este día iniciamos la historia de Jonás, profeta. Pero un profeta muy especial, diferente a todos los demás profetas, al grado que muchos de los especialistas hasta niegan que pueda ser profeta.

Algunos lo toman como un cuento, algunos dicen que es una fábula o una forma didáctica. Aunque es difícil probar la historicidad de este profeta tan especial, nos ofrece, en tonos a veces dramáticos, a veces jocosos, una gran enseñanza. La vida de Jonás puede parecerse a la de cada uno de nosotros.

Hoy se nos presenta y sin más preámbulo le dice el Señor: “Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predica en ella que su maldad ha llegado hasta mí” Una gran misión encomendada por el Señor. Siempre teniendo Él la iniciativa, siempre con proyectos de salvación y de encomiendas importantes. ¿Qué hace Jonás? En lugar de ir a cumplir la misión ¡Sale huyendo! No le importa que Dios lo haya escogido para una misión, no le importa que una ciudad esté en peligro de exterminio, él no está dispuesto al compromiso ni al riesgo de predicar la palabra, prefiere huir.

Esto me hace pensar en muchos de nosotros que a diario estamos recibiendo la misión de parte de Dios y que sin embargo no la queremos aceptar, por muchas razones, y preferimos huir. Así veamos la grandeza de la propuesta de Dios, así veamos la gravedad de las circunstancias que está viviendo su pueblo, preferimos la huida y no aceptar responsabilidades. Preferimos no ver la situación y nos alejamos tanto de Dios como del pueblo que está en problemas. En el mismo pasaje de este día encontramos lo que casi todos sabemos de Jonás: en su huida sube a un barco que es azotado por una tormenta. Aquellos marineros, asustados ante el peligro perciben algo extraño y todos empiezan a buscar e invocar a su dios. Sólo el verdadero culpable, Jonás, queda dormido e indiferente. Es obligado a confesar y arrojado en el mar donde es tragado por una ballena.

Nosotros nos parecemos muchas veces a Jonás, aunque somos causantes y hemos provocado problemas, nos hacemos los desentendidos y dejamos que el mal se extienda y multiplique.

Continuaremos con la historia de Jonás, pero hoy quedan preguntas en nuestro corazón: ¿Cuál es la misión que nos pide el Señor? ¿Cómo le estamos respondiendo? ¿Nos escondemos y huimos de las responsabilidades? ¿No somos consecuentes con nuestros actos y dejamos que perjudiquen a los demás?

Hoy hagamos un momento de reflexión delante del Señor. ¿Qué nos pide hoy el Señor?

Viernes de la XXVI semana del tiempo ordinario

Bar 1,15-22; Lucas 10, 13-16. 

Hoy iniciamos la lectura del profeta Baruc, como iniciamos cada celebración eucarística, reconociendo nuestros pecados.

El acto de constricción sincero se hace más doloroso al recordar la bondad del Señor. Baruc expresa el arrepentimiento del pueblo: “hemos pecado contra el Señor y no le hemos hecho caso, lo hemos desobedecido y no hemos escuchado su voz, ni hemos cumplido los mandamientos que Él nos dio”

La confesión de la propia culpa, para el pueblo de Israel, es su búsqueda para reintegrarse a la Alianza. Recordando la grandeza y bondad del Señor quieren redimir la Alianza con Él pactada.

Con Cristo, la oración penitencial y la confesión de las culpas adquieren un nuevo sentido. Por la sangre y la resurrección de Cristo obtenemos la misericordia y el perdón de los pecados.

La penitencia, es ahora, una confesión gozosa y gratificante de la misericordia de Dios. El reconocimiento de nuestros pecados es el primer paso para encontrar nuevamente la paz. Ningún enfermo se puede curar sino acepta primero su enfermedad.

¿No estaremos mirando angustiados nuestros pecados? ¿Reconocemos el gran amor de Cristo que nos lava y nos deja limpios?

Pero el perdón de Jesús no nos lleva a una especie de conformismo o pasividad interior, pensando que Él ya ha obtenido para nosotros el perdón, sino al contrario, nos urge a una mayor lucha contra todas nuestras equivocaciones. La reconciliación nos invita a purificarnos siempre más y a vivir en mayor armonía con Dios, con los demás y con nosotros mismos.

Hoy tenemos que reconocer las intervenciones amorosas de Dios a favor de cada uno de nosotros y buscar sinceramente la reconciliación. Exclamemos con el salmo: “Por el honor de tu nombre, Señor, líbranos”.

Las ciudades condenadas en el evangelio por Jesús acusan ese grado de indiferencia y apatía, y de no reconocer sus propios pecados. No nos parezcamos a esas ciudades de Corazaín, de Betsaida que reciben el reproche del Señor porque no se han convertido. El primer paso para la conversión es reconocer el propio pecado y ponerlo frente a la bondad grande y misericordiosa de Dios.

Hoy, así, vivamos este día en arrepentimiento, en conversión, pero en cercanía y confianza con el Dios que nos salva.

Si el hombre es honesto descubrirá en su vida el rastro amoroso de Dios. De este Dios que nos busca, que no se cansa de hacernos el bien, de un Dios que a pesar de nuestras infidelidades continúa manifestándose con amor. Jesús hoy reprocha a estas ciudades que no fueron capaces de descubrir todo lo que Dios había hecho por ellas; no fueron capaces de cambiar su vida ni aun viendo la obra de Dios en ella. No permitas que esto pase en tu vida…

Pidamos, pues a Cristo que nos conceda hoy la gracia de querer convertirnos a Él.

Jueves de la XXVI semana del tiempo ordinario

Lc 10,1-12


Jesús no es un misionero aislado, no quiere realizar solo su misión, sino que involucra a sus discípulos. Además de los Doce apóstoles, llama a otros Setenta y Dos, y los envía a las aldeas, de dos en dos, a anunciar que el Reino de Dios está cerca. Esto es muy bonito.
 

Jesús no quiere obrar solo, ha venido a traer al mundo el amor de Dios y quiere difundirlo con el estilo de la comunión, con el estilo de la fraternidad. Por eso forma inmediatamente una comunidad de discípulos, que es una comunidad misionera. Inmediatamente los entrena a la misión, a ir. 

Pero atención: la finalidad no es socializar, pasar el tiempo juntos, no, la finalidad es anunciar el Reino de Dios, y esto es urgente, también hoy es urgente, no hay tiempo que perder en charlas, no es necesario esperar el consenso de todos, es necesario ir y anunciar.  

A todos se lleva la paz de Cristo, y si no la reciben, se va hacia adelante. A los enfermos se les lleva la curación, porque Dios quiere curar al hombre de todo mal. 

Cuántos misioneros hacen esto. Siembran vida, salud, consuelo en las periferias del mundo. Qué bonito es esto. No vivir para sí mismo, no vivir para sí misma. Sino vivir para ir a hacer el bien… 

¿Quiénes son estos Setenta y Dos discípulos que Jesús envía? ¿Qué representan? Si los Doce son los Apóstoles, y por tanto representan también a los Obispos, sus sucesores, estos setenta y dos pueden representar a los demás ministros ordenados, a los presbíteros y diáconos; pero en sentido más amplio podemos pensar en los otros ministros en la Iglesia, en los catequistas, en los fieles laicos que se empeñan en las misiones parroquiales, en quien trabaja con los enfermos, con las diversas formas de necesidad y de marginación; pero siempre como misioneros del Evangelio, con la urgencia del Reino que está cerca. 

Todos deben ser misioneros. Todos pueden sentir esa llamada de Jesús e ir hacia adelante a anunciar el Reino. 

Dice el Evangelio que estos Setenta y Dos volvieron de su misión llenos de alegría, porque habían experimentado el poder del Nombre de Cristo contra el mal. Jesús lo confirma: a estos discípulos Él les da la fuerza de derrotar al maligno. Pero añade: «No se alegren de que los espíritus se les sometan; alégrense de que sus nombres estén escritos en los cielos».  

No debemos vanagloriarnos como si fuéramos nosotros los protagonistas: protagonista es uno solo, es el Señor, protagonista es la gracia del Señor. Él es el único protagonista. Y nuestra alegría es sólo ésta: ser sus discípulos, ser sus amigos.

Martes de la XXVI semana del tiempo ordinario

Lc 9, 51-56

Podemos llamar a este pasaje “el evangelio del perdón sincero”. Cristo manda a sus apóstoles a prepararle el camino, a avisar a la gente de ese pueblo que iba a parar allí. Pero esas personas de Samaria, en lugar de descubrir a Cristo entre el grupo de viajeros, sólo se fijaron en que “tenían intención de ir a Jerusalén”.

¿Por qué hay pueblos y comunidades que parecen irreconciliables? ¿Por qué por encima de las reflexiones y de las propuestas de una mejor relación, prevalecen los caprichos y se retoman las ofensas?

Detrás del pasaje evangélico de este día, encontramos dos terribles realidades y un signo de esperanza. La primera realidad que salta a nuestra vista son las puertas cerradas para Jesús en el territorio de Samaría. Muchos argumentos, no es rechazo directo a su persona, si no es porque se está dirigiendo a Jerusalén.

Más allá de cuestionar la propuesta de Jesús, lo que rechazan es su decisión de ir a Jerusalén. No es que no estén de acuerdo con sus palabas o con sus milagros, es que tienen los prejuicios que han dividido a los pueblos. Esta situación no es difícil de encontrar en medio de nosotros. Desde la simple relación de amigos y cercanos que chantajean con quitar la amistad si se le habla a otra persona, hasta las graves decisiones que involucran en bien de una nación y que se obstaculiza cuando no proviene de personas o partidos afines. Prevalecen las enemistades y descalificaciones antes que mirar y examinar objetivamente las propuestas.

Los discípulos hacen los mismo o peor, porque han sido rechazados, añaden la propuesta de aniquilación. Parecería gran amor a la Buena Nueva y al mismo Jesús, pero Jesús no acepta este tipo de rechazos y de condenas a causa de su persona.

Cuántos conflictos religiosos e ideológicos evitaríamos si escucháramos este pasaje y comprendiéramos la actitud de Jesús que ofrece apasionadamente su oferta de salvación, pero no está dispuesto a hacer una guerra y a condenar a los que no aceptan esta oferta de salvación.

Estas dos actitudes, tanto de los samaritanos como de los discípulos, tendrían que hacernos pensar seriamente en las graves situaciones de discriminación, descalificaciones y condenas por motivos religiosos o de ideologías que nos están destruyendo.

Hay en este pasaje un gran signo que nos ofrece Jesús: su firme determinación para salvarnos. La condena que ha recibido desde Jerusalén, no basta para detenerlo en la decisión de afrontar la pasión y la muerte, con tal de ofrecernos una verdadera liberación.

Hagamos una comparación de la mira y expectativas tanto de los discípulos como de los samaritanos, frente la generosidad y determinación de Jesús. ¿Qué nos dice a nuestra manera de actuar?

Lunes de la XXVI semana del tiempo ordinario

San Lucas 9,46-50                                          El Evangelio de San Lucas nos presenta en este día, la discusión de los discípulos por ver quién es el más importante de ellos, y la prohibición a uno que no era del grupo y que andaba expulsando demonios en nombre de Jesús. Son dos actitudes que separan a las personas, que aíslan y que a veces hasta hacen odiosos a quienes las tienen.

Muy contrario es el actuar de Jesús y lo asemeja a un niño que pone en medio de ellos. Los pleitos por los primeros lugares y las descalificaciones las encontramos a la orden del día en todos los lugares: la familia, la política, los partidos, los grupos y hasta en la Iglesia. Es más fácil destruir que construir, es más fácil criticar que proponer, pero Jesús siempre propone, siempre ofrece y siempre acepta. Y sus discípulos deben parecerse a él.

Además, es una actitud más sana: gana más una sonrisa que una actitud hostil, abre más puertas una palabra amable que la descalificación. Sin embargo, nos cuesta mucho trabajo aceptar al que es diferente. Aunque tengamos los mismos objetivos, si otro lo está haciendo, sentimos como competencia y nos gusta ser los primeros, ser reconocidos, tener autoridad.

El poder atrae, pero con frecuencia corrompe el corazón. Aún en los sitios más pequeños encontramos estas luchas por ser el primero, por aparecer y por tener la exclusividad. Jesús ofrece una alternativa: mirar a los demás como hermanos que construyen el mismo reino que nosotros, ofrecer nuestros servicios, hacerse el último, no para huir de los trabajos, sino para servir mejor a todos los hermanos. Así lo ha hecho Jesús y este ejemplo nos ha dado. Jesús comparte y abre su corazón aún a los de otros lugares.

Hoy también nosotros estemos dispuestos al encuentro, ya que en el hermano encontraremos a Jesús.

Viernes de la XXV semana del tiempo ordinario

Ag 1, 15-2, 9

Hemos llegado a una situación que nos provoca desaliento, sobre todo porque se ha perdido todo respeto para la persona humana, porque se le compra o se le vende, porque se le agrede y menosprecia, porque la vida humana en muchas situaciones ha perdido su valor. Pero cada persona es un templo del Señor.

En la lectura del profeta Ageo encontramos al pueblo desalentado porque no contemplan el esplendor que tenía antiguamente el templo. El profeta los anima con estas palabras: “¡ánimo!, Zorobabel; ¡ánimo!, Josué; ¡ánimo!, pueblo entero. ¡Manos a la obra!, porque yo estoy con vosotros, dice el Señor de los ejércitos. Conforme a la alianza que hice con vosotros, cuando salisteis de Egipto, mi espíritu estará con vosotros. No temáis”.

Como quisiera que estas mismas palabras resonaran para cada uno de nosotros que a veces nos encontramos desalentados. Si nos fijamos solamente en nuestras pobres fuerzas, no tendremos éxito, pero si pensamos en que Dios está con nosotros, encontraremos la fuerza necesaria para levantarnos cada día y salir adelante.

El pueblo de Israel había sufrido mucho y después del destierro no tenía ni la ilusión ni el entusiasmo necesario para reconstruir el templo. Hoy hay muchos templos que necesitan reconstrucción. Y no me refiero primordialmente a las capillas e iglesias físicas, sino a esos otros templos que somos cada uno de nosotros. Cada persona es un santuario de Dios y no presenta el esplendor de su dignidad. Hay que reconstruir y renovar. Hay quien ha perdido el sentido de su vida, quien siente que no vale nada, a quien lo han mortificado y humillado tanto que no tiene alientos para levantarse.

Hoy el Señor nos recuerda que cada uno somos templos suyos, que somos una obra valiosa de sus manos y que ningún malhechor nos puede destruir. Hoy también para nosotros son esas palabras de ánimo que pronuncia el profeta Ageo para que iniciemos esta reconstrucción. “No temáis, porque yo estoy con vosotros”.