Viernes de la III semana de Cuaresma

Mc 12,28-34

No es extraña la pregunta que le hace el escriba a Jesús, puede resonar como pregunta apremiante para nuestro tiempo, ¿qué es lo más importante de nuestra religión? Para ser verdadero cristiano, ¿qué debo hacer?

Si hiciéramos esta pregunta a cualquier persona de la calle, de nuestro barrio o a nosotros mismos, descubriríamos la gran variedad de respuestas y cómo muchas de ellas quedan en la ambigüedad o en cosas superficiales.

Jesús repite los mandamientos al escriba, no porque no los conozca, pues es su profesión conocerlos perfectamente, sino porque muchas veces aunque los conozcamos no los practicamos.

Los judíos habían multiplicado tanto los mandamientos y decían que todos se debían de cumplir igualmente, por lo tanto una pregunta como la que hemos escuchado en el Evangelio no tendría sentido.

Jesús orienta al escriba, y a cada uno de nosotros, a que descubramos qué es lo realmente importante. Algunos se preocupan más de los ritos y de lo exterior, de la religión y de los mandamientos, que olvidamos el amor a Dios. Quizás deberíamos decir que nos olvidamos del amor de Dios, porque lo primero que Jesús nos pide es que nos reconozcamos amados por Dios y que vivamos cada momento de nuestra vida sabiéndonos amados por Dios, como en la atmósfera del amor de Dios.

Claro que si me reconozco amado por Dios, mi respuesta será el amor, limitado, pero que quiere corresponder. Pero el amor de Dios y el amor a Dios no pueden estar divorciados del amor al prójimo.

Hay quienes se dicen religiosos y odian a su prójimo, a su vecina, a su pareja, a los cercanos o a los lejanos y viven tan tranquilos, como calmando su conciencia con ritos y oraciones.

Jesús, hoy nos centra en lo más importante que sostiene nuestra vida espiritual, son esos dos ejes sobre los que se desliza nuestra existencia. El amor a Dios se hace concreto en las personas más cercanas: pareja, hijos, vecinos, compañeros, los pobres y necesitados.

No podemos amar a Dios si no se hace concreto nuestro amor en los mismos que Dios ama. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo, y no se puede amar al prójimo sin amar a Dios.

¿Cómo es mi amor a Dios? ¿Cómo es mi amor al prójimo? Respondamos a Jesús.

San José

En el interior de este tiempo cuaresmal, celebramos hoy la fiesta de san José. Nuestra curiosidad instintiva que quisiera saber muchos detalles de su vida queda desde luego bastante decepcionada. Es muy poco lo que los evangelios nos dicen de él. La vida del carpintero de Nazaret no sobresale ni destaca por su espectacularidad, sino por su fidelidad.

José puede ser para nosotros un ejemplo. Podemos descubrir en su vida unas actitudes profundas que deberían ser también nuestras actitudes. Los textos que hemos escuchado nos dan la pista de nuestra búsqueda: José es un hombre justo. Un hombre que se deja conducir por Dios. Un hombre que responde con generosidad a su llamada.

Creo que hoy nos podríamos fijar en dos aspectos de la figura de José que pueden iluminar nuestra propia vida. En primer lugar, José es un hombre abierto al misterio de Dios, que acoge su llamada con espíritu de disponibilidad.

Cuando Dios se manifiesta, siempre cambia nuestra vida, siempre nos sorprende. Cuando Dios se hace presente en la vida de los hombres, lo que cuenta, lo que es decisivo no son nuestros preparativos, nuestros proyectos, sino la acogida que damos a su llamada. Cuando Dios se manifiesta, «todo es gracia» y por lo tanto, todo depende de la fe.

Esta fue la actitud de José. Él supo acoger el misterio de Dios que irrumpía en su vida. Confió en la Palabra de Dios.

Aceptó el riesgo que siempre supone la fe, sin verlo todo claro de una vez para siempre, asumiendo con coraje las dificultades y las oscuridades del camino que emprendía. Su confianza, su disponibilidad, su actitud de dejarse guiar por Dios lo convierte para nosotros en un modelo, un punto de referencia.

Nos podríamos fijar todavía en un segundo aspecto. El evangelio nos dice brevemente que José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado. Su fe se transforma y se traduce en fidelidad. Ha acogido con confianza la llamada de Dios y empieza a seguir con generosidad los caminos que Dios le señala.

Acepta la misión que Dios le da y la cumple sin ruido. No se pierde en discursos. Habla el lenguaje que mejor conoce, el que en definitiva importa: el lenguaje de los hechos. Su santidad radica precisamente en esta vida anónima y entregada, de trabajo y preocupación por la familia, vivida como una respuesta fiel y generosa a la llamada de Dios.

Todos y cada uno de nosotros somos también llamados por Dios.

Tenemos cada uno un lugar y una misión irremplazables en el plan de Dios. Debemos tener un espíritu atento para saber descubrir en nuestro trabajo y en nuestra familia, en nuestros ambientes y en nuestra comunidad las llamadas que Dios nos dirige a asumir, nuestra responsabilidad y nuestros compromisos.

Debemos tener también un corazón generoso que nos haga avanzar con decisión para hacer de nuestra vida una respuesta fiel y generosa a la llamada de Dios.

Que esta eucaristía nos ayude a dar esta respuesta.

Miércoles de la III semana de Cuaresma

Mateo 5, 17-19

 En ocasiones Jesús critica las interpretaciones exageradas que los maestros de su época hacen de la disciplina. Pero en esta ocasión la defiende diciendo que hay que cumplir los mandamientos de Dios. Él no ha venido a abolir la ley sino a darle plenitud, a perfeccionarla.

Hay personas a quienes no les gustan los Mandamientos. Basta que nos manden algo para que se transforme en difícil, odioso y molesto. Podríamos hacer los mismos actos con gusto, pero no porque nos lo manden. Si además a esos preceptos no les encontramos razón de ser, es peor.

Parecemos adolescentes que en cuanto el papá o la mamá ordenan algo, eso basta para que se haga lo contrario. Sin embargo nuestra vida está llena de recomendaciones, mandamientos o precauciones que debemos tomar, desde el que conduce un coche, a quién va por la calle, quien no quiere enfermarse, la forma de tomar una medicina, todo tiene sus normas para que puedan ser útiles.

¿Porque nos oponemos tanto a los mandamientos? Quizás porque, supuestamente, coartan nuestra libertad. Pero el verdadero mandamiento no sería para coartar la libertad, sino para hacer un uso correcto de ella. Un uso que nos lleve a la vida y también que nos lleve a cuidar y dar vida a los demás.

Desde el Antiguo Testamento se nos presentan los mandamientos para que puedas vivir con sabiduría y rectitud. Cuando estos mandamientos se transforman en una carga y no parecen dar vida sino solo aprisionar y restringir, pierden su sentido.

Es lo que pasaba en tiempos de Jesús, los mandamientos habían perdido su espíritu y se convertían en carga. Cristo asegura que no viene a abolir los mandamientos sino a darles vida. Imaginemos, por ejemplo, el precepto de no matarás. Cuando tenemos al enemigo enfrente, cuando sentimos sus agresiones, instintivamente buscaremos la manera de hacerlo desaparecer.

Viene Jesús y nos enseña el mandamiento del amor. Quien ama, no mata; quien ama cuida la vida de los cercanos y de los lejanos; quien ama se preocupa por su prójimo. Pero si además nos asegura que debemos de amar hasta los enemigos, lo que nos está pidiendo Jesús es mucho más: que convirtamos a aquellos que nos odian en objeto de nuestros cuidados y de nuestro amor; que quitemos de en medio a nuestros enemigos, no destruyéndolos sino convirtiéndolos en amigos.

Jesús supo llevar a plenitud el mandamiento que le daba su padre y lo hizo con alegría y lo vivió a plenitud.

¿Cómo podemos hoy, en esta sociedad, que parece tan reacia a leyes y mandamientos, encontrar el verdadero sentido del mandamiento de Dios? ¿Cómo poder cuidar la vida según nos lo pide el Señor? ¿Cómo vivir en una relación amorosa, cuidadosa de unos con otros, cómo lo espera de nosotros Jesús? Solo siguiendo su ejemplo, solo viviendo con la misma libertad que Él lo hizo

Martes de la III semana de Cuaresma

Mt 18, 21-35

Quizás una de las cosas de las que más adolece el mundo hoy es la Misericordia.

Nos hemos vuelto duros, rígidos, muchas veces intolerantes e insensibles. Es triste ver que algunos cristianos, que debían de estar llenos del amor misericordioso de Dios, continúan actuando como este hombre de la parábola.

Quizás nos parece exagerada esta parábola, pero solamente así podremos entender la gravedad de las ofensas al Señor. La obstinación de nosotros al exigir a nuestros deudores y la incongruencia ante lo que ofrecemos y lo que exigimos.

¿Cómo explicar la gravedad de nuestros pecados? Muchos millones es poco decir. Las consecuencias son muy claras, se implica a la propia persona, familia, casa, hijos, todo queda perjudicado por nuestros pecados y todo queda salvado por pura misericordia de Dios.

El contraste con la pequeña deuda que no es capaz de perdonar, también parece exagerado, pero si miramos nuestros actos cotidianos, comprenderemos muy bien lo que esta parábola nos enseña.

¿No es verdad que llevamos muchos años de resentimiento con determinada persona porque un día no nos saludó o nos hizo un desaire? ¿No es cierto que le vamos guardando una a una todas las ofensas que nos ha hecho la pareja o el compañero?

Somos muy complacientes con lo que nosotros ofendemos y hasta nos disculpamos, pero somos intolerantes ante las ofensas y errores de los demás.

Perdonar exige grandeza de corazón, pero perdonar también engrandece el corazón y proporciona una gran paz. Muchas veces he pensado cómo podríamos romper la cadena de violencia que tanto afecta a nuestra sociedad. Si no somos capaces de perdonar, si no reconocemos en el otro a un hermano, si no pedimos perdón a Dios, todo será inútil. Pedir perdón y perdonar serían los dos ejes sobre los que se construye la comunidad. Reconocerse pecador delante de Dios, saberse pequeño e insignificante y vivir agradecido por su gran misericordia, es el inicio para también nosotros ser capaces de perdonar.

¿Hay alguien que te haya ofendido? ¿Su ofensa la consideras como lo más grave del mundo? ¿Qué pensará Dios de esa ofensa?

Demos gracias a Dios por Su perdón y pidamos nos conceda un corazón generoso, capaz de perdonar. Entonces encontraremos verdadera paz.

Lunes de la III semana de Cuaresma

Lc 4, 24-30

La historia se repite, quizás, la diferencia sea que hoy la manera en que se rechaza al profeta es diferente.

Hoy ya no se les busca para matarlos… simplemente se les ignora. Pensemos en cuántas veces hemos escuchado a Jesús en la Misa, en un retiro, en una conversación, etc., y cuántas veces hemos hecho caso de sus palabras.

¿Cuántas veces nos ha mandado diferentes profetas en la persona de nuestros padres, maestros, amigos, sacerdotes buscando un cambio en nuestra vida, buscando nuestra conversión y nosotros simplemente hemos dejado que la palabra o el consejo entre por un oído y salga por otro?

Ciertamente nosotros no hemos despeñado a Jesús desde la barranca, pero ¿cuántos de nosotros lo tenemos silenciado dentro de un cajón o lleno de polvo en un librero?

La Cuaresma nos invita a abrir no solo nuestro corazón sino toda nuestra vida al mensaje de los profetas… al mensaje de Cristo, a su evangelio y a su amor. No desaprovechemos esta oportunidad.

Viernes de la II semana de Cuaresma

Mt 21,33-43. 45-46

Entender que este evangelio es dicho para nosotros, cómo lo entendían los fariseos y los sumos sacerdotes, sería el primer paso. Pero reaccionar de acuerdo a lo que espera Jesús sería, sería el segundo y más importante paso, porque de nada nos serviría entender y no convertirnos.

Debemos vernos nosotros mismos como viña amada y querida por Dios. Entender nuestra vida y nuestras cosas cómo bienes que son para que los hagamos producir fruto, no en el sentido comercial actual, si no los frutos que son justicia, verdad, fraternidad. Dar esos frutos a su tiempo y no querer abalanzarnos sobre ellos. Percibir la importancia de corresponder al amor de Dios, sería actitudes básicas en la vida de todo cristiano. Y, finalmente comprender que toda nuestra vida está afincada sobre la roca firme que es Jesús. Sería alguna de las reflexiones que nos deja esta parábola.

Pero a nosotros nos pasa igual que a los dirigentes del pueblo judío, igual que a los viñadores, nos sentimos dueños de lo que no somos. Destruimos, usurpamos, golpeamos y herimos con tal de defender nuestras posesiones. Somos capaces también de enfadarnos contra Dios y contra su Hijo y hasta buscamos destruirlo, y negar su existencia porque parece perjudicar nuestros intereses.

Hay quien lucha contra Dios como si le estorbara en su vida; hay quien se siente amo y señor del mundo que le fue dado en custodia; hay quien se lo apropia y despoja a sus hermanos de lo justo; hay quien se convierte en homicida porque se le ha llenado el corazón de ambición.

Está parábola está dicha sobre todo para los dirigentes, autoridades que deberán responder de su responsabilidad al tener al pueblo a su cuidado.

Pero también es parábola dirigida a cada uno de nosotros porque nosotros podemos, porque también nosotros podemos convertirnos en malos administradores y arrojar a Dios de nuestra vida.

¿Qué sentimientos se me quedan en el corazón al escuchar esta palabra? ¿He puesto a Jesús como la piedra angular de mi existencia?

Quizás, y a propósito de esta parábola de Jesús, sería bueno el preguntarnos: ¿qué hemos hecho de nuestra vida, de la viña que el Señor nos confió el día de nuestro bautismo?

¿Podríamos decir que hemos o estamos produciendo frutos? O ¿Nos hemos apoderado de ella, sin respetar a aquellos que nos han sido enviados para pedirnos cuentas (padres, hermanos, amigos, sacerdotes)?

Y ¿qué podríamos decir de la viña que nos entregó nuestro Señor en nuestra familia, en la esposa, en los hijos, y en general en todo lo que poseemos?

Es bueno recordar siempre que no somos dueños sino administradores y que al menos una parte de los frutos le tocan al Señor.

Jueves de la II semana de Cuaresma

Lc 16,19-31

La enseñanza de Jesús es clara: las cosas hay que hacerlas en este mundo, después ya no tiene sentido.

Dos ideas surgen de este texto; la primera sería el revisar nuestra vida para ver si no estamos dejando nuestras obras de caridad para cuando no tendrán ya ningún valor. Y esto, porque en el mundo materialista y tan veloz en el que vivimos, quizás como este hombre rico, no nos damos cuenta de cuánta miseria está a nuestro alrededor.

«Nos gusta confiar en nosotros mismo, confiar en ese amigo o confiar en esa situación buena que tengo o en esa ideología, y en esos casos el Señor queda un poco de lado.

El hombre, actuando así, se cierra en sí mismo, sin horizontes, sin puertas abiertas, sin ventanas y entonces no tendrá salvación, no puede salvarse a sí mismo.

Esto es lo que le sucede al rico del Evangelio: tenía todo: llevaba vestidos de púrpura, comía todos los días, grandes banquetes. Estaba muy contento pero, no se daba cuenta de que en la puerta de su casa, cubierto de llagas, había un pobre. El Evangelio dice el nombre del pobre: se llamaba Lázaro. Mientras que el rico no tiene nombre.

Esta es la maldición más fuerte del que confía en sí mismo o en las fuerzas, en las posibilidades de los hombres y no en Dios: perder el nombre. ¿Cómo te llamas? Cuenta número tal, en el banco tal. ¿Cómo te llamas? Tantas propiedades, tantos palacios, tantas… ¿Cómo te llamas? Las cosas que tenemos, los ídolos. Y tú confías en eso, y este hombre está maldito.

Todos nosotros tenemos esta debilidad, esta fragilidad de poner nuestras esperanzas en nosotros mismos o en los amigos o en las posibilidades humanas solamente y nos olvidamos del Señor. Y esto nos lleva al camino de la infelicidad.

Hoy, nos hará bien preguntarnos: ¿dónde está mi confianza? ¿En el Señor o soy un pagano, que confía en las cosas, en los ídolos que yo he hecho? ¿Todavía tengo un nombre o he comenzado a perder el nombre y le llamo «Yo»? ¿Yo, me, conmigo, para mí, solamente yo? Para mí, para mí… siempre ese egoísmo: «yo». Esto no nos da la salvación.

Miércoles de la II semana de Cuaresma

Mt 20,17-28


Una de las imperfecciones que causan mucho retraso en la vida espiritual y que se mezclan de manera muy sutil en nuestra vida es la envidia. Es increíble que aun como cristianos no sepamos alegrarnos de los bienes y de las bendiciones que reciben nuestros hermanos, sino incluso que en ocasiones sintamos hasta coraje de que Dios los haya bendecido.

Caminar con Jesús Camiancaa siempre ha sido un riesgo.  Será entregado en manos de los sumos sacerdotes y de los escribas, lo condenarán a muerte, se burlarán, lo azotarán y lo crucificarán.

¿Qué queda en el corazón de los discípulos cuando escuchan hablar así a Jesús?

El desconcierto es evidente en muchas ocasiones y en ésta aparece más en contraste. Mientras Jesús habla de la cruz, la madre de los hijos del Zebedeo se acerca para pedirle el privilegio.  Es una constante nuestra rehuir el dolor, el compromiso y buscar los primeros lugares.

La madre anhela las mejores oportunidades para sus hijos y pide a Jesús que le concede ese privilegio. Como es natural y cómo nos pasaría también nosotros, los discípulos protesta y se enfadan con quienes quieren estar por encima.

A nosotros nos pasaría también lo mismo cuando alguien quiere sobresalir, cuando alguien quiere estar por encima, nos enfadamos y se suscitan los conflictos.  Baste pensar en nuestras reuniones, nuestros grupos o aún en la misma familia: peleas fuertes por saber quién manda o sacar provecho de las situaciones. 

A los listos de nuestro tiempo viene a decirles Jesús que su práctica tiene otros principios que van más allá de esa ley de la selva donde sobreviven los más fuertes, que su Reino se basa en el servicio, en la búsqueda del encuentro con el otro, en asumir la cruz como escuela de donación y de entrega.

Es triste contemplar en la clase política las trampas y corrupciones que se dan en la búsqueda de los primeros puestos.  Aunque se argumenta que se quiere servir al pueblo, la forma en que se busca despiadadamente el poder, nos hace temer que no se entiende qué es el servicio y que no se piensa al estilo de Jesús.

¿Qué le decimos hoy a Jesús?  Es cierto tenemos miedo al servicio y a la cruz, pero Él nos ha dado ejemplo y nos asegura que hay otro camino para darle vida al pueblo y que este camino es el mismo que Él ha elegido.

Este día contemplémonos en nuestras diferentes situaciones y busquemos también nosotros imitar a Jesús que ha venido a servir y no a ser servido.

Martes de la II semana de Cuaresma

Mt 23, 1-12

Aunque este evangelio está referido especialmente a los líderes religiosos (sea o no clérigo) no podemos negar que presenta la realidad de la soberbia que existe en todos nosotros.

O, ¿quién podría negar, que cuando se presenta la ocasión, no busca tomar los puestos de honor, que su nombre esté entre luces de colores, que toda la gente hable de él… ser la estrella de su propia película?

Sobre todo, esto ocurre en aquellos a los que Dios ha puesto al frente de cualquier grupo humano, desde el padre de familia hasta el ejecutivo, el político y el sacerdote.

Se nos olvida con frecuencia que nuestra vida cristiana se manifiesta en la humildad.

Humillarse es ante todo el estilo de Dios: Dios se humilla para caminar con su pueblo, para soportar sus infidelidades.

Esto se aprecia bien leyendo la historia del Éxodo: Qué humillación para el Señor oír todas aquellas murmuraciones, aquellas quejas. Estaban dirigidas contra Moisés, pero, en el fondo, iban contra él, contra su Padre, que los había sacado de la esclavitud y los guiaba en el camino por el desierto hasta la tierra de la libertad.

Esta es la vía de Dios, el camino de la humildad. Es el camino de Jesús, no hay otro. Y no hay humildad sin humillación.

Al recorrer hasta el final este camino, el Hijo de Dios tomó la condición de siervo. En efecto, humildad quiere decir también servicio, significa dejar espacio a Dios negándose a uno mismo, despojándose, como dice la Escritura. Este vaciarse es la humillación más grande.

Hay otra vía, contraria al camino de Cristo: la mundanidad. La mundanidad nos ofrece el camino de la vanidad, del orgullo, del éxito. Es la otra vía.

El maligno se la propuso también a Jesús durante cuarenta días en el desierto. Pero Jesús la rechazó sin dudarlo.

Y, con Jesús, sólo con su gracia, con su ayuda, también nosotros podemos vencer esta tentación de la vanidad, de la mundanidad, no sólo en las grandes ocasiones, sino también en las circunstancias ordinarias de la vida.

Lunes de la II semana de Cuaresma

Lc 6, 36-38

El tiempo de la cuaresma nos invita a descubrirnos como pecadores, como personas necesitadas del amor y la misericordia de Dios.

Y es importante llegar a ser conscientes de esta realidad ya que solamente cuando uno reconoce lo miserable que es, su corazón se puede abrir a los hermanos.

Ordinariamente las personas, soberbias, déspotas y egoístas no han tenido nunca la experiencia de encontrarse con sus debilidades y darse cuenta que no solo no son mejores que las gentes a las que han juzgado o maltratado sino que incluso muchas veces han sido peores que ellas mismas.

Cuando sientas el impulso de juzgar o de condenar, mira un poco en tu interior y descubrirás que no eres mejor que él, y que a pesar de esto, Dios te ama y te muestra su misericordia… seguramente esta mirada interior te llevará a amar, a perdonar y a ayudar a tu hermano.