Martes de la XXXI Semana Ordinaria

Fil 2, 5-11

Jesucristo es el Hijo eterno del Padre, igual a El en todo.  Su historia humana comenzó cuando bajó a la escena humana.  Como dice san Pablo: «Jesús se anonadó a sí mismo tomando la condición de siervo y se hizo semejante a los hombres».  Una virtud superior actuaba  dentro de Jesús.  Esta virtud era amorosa obediencia al Padre celestial.  Esta virtud lo condujo a la muerte de cruz y al principio dio la impresión de ser un personaje trágico.  Pero precisamente por la obediencia amorosa de Jesús, el Padre lo exaltó al resucitarlo de entre los muertos. 

La muerte no fue el final, sino la que lo condujo a la gloria eterna con el Padre.

Nuestro Padre Dios tiene el mismo plan para nosotros. 

Lc 14, 15-24

Continuamos oyendo las enseñanzas de Jesús, situadas en el ambiente de la comida a la que había sido invitado por un importante fariseo.

En la Escritura el Reino de Dios es comparado muchas veces a un banquete, Cristo hizo particularmente uso de esta comparación.  Recordemos que el primer milagro de Jesús fue hecho en Caná, en un banquete.

Dios tiene un plan para cada uno de nosotros.  En realidad su plan es una invitación, como la del individuo descrito en el Evangelio, que ofreció un gran banquete.  De nosotros depende aceptar esa invitación.  Para ello,  primero necesitamos fe.  Esta fe debe llevarnos a ver que en la vida de Jesús encontramos el plan de vida para nosotros. 

Llevamos dentro de nosotros un tremendo defecto, que es el pecado.  Sin embargo, con la ayuda de Dios, podemos responder a la invitación del Señor, con una amorosa obediencia, como la de Jesús.

Dios nos va invitando día a día a seguirlo, a entrar en el banquete del Reino, ¿respondemos a la invitación?

San Bernabé, Apóstol

Hoy celebramos la fiesta de San Bernabé, hombre bondadoso, lleno del Espíritu Santo y de mucha fe. Así nos lo presenta el libro de los Hechos de los Apóstoles. Bernabé no hizo parte del grupo inicial de los seguidores de Jesús, los Doce, pero se destacó por su fe y su dinamismo evangelizador, al punto que se nos dice que por su predicación “una considerable multitud se unió al Señor”

La primera lectura de hoy nos presenta el dinamismo de la Iglesia naciente. Y en ella la presencia y dinámica de fe de Bernabé, cuya presentación es breve y, al mismo tiempo, incisiva en elementos que nos revelan quien fue este hombre: enviado por la Iglesia de Jerusalén (judíos seguidores de Jesús) a Antioquia (ciudad constituida por una gran variedad de pueblos, aunque predominantemente era una ciudad griega); participa del discernimiento: ¿A quién se debe anunciar el Evangelio? ¿Sólo a los hijos de Israel?  ¿A todos?

Pero no se limita a esto, sino que sabiendo que Saulo está en Tarso (quien había perseguido a los cristianos anteriormente), lo fue a buscar y, encontrándolo, lo lleva para Antioquia, lugar donde ambos viven como miembros de la Iglesia y continúan anunciando el Evangelio. Y será esta Iglesia de Antioquia quien percibe que el Señor llama a todos ellos – a la comunidad, a Bernabé y a Saulo – a salir de su lugar de seguridad y conforto para anunciar el Evangelio a todos. Se inicia así la gran Evangelización a todos los pueblos…

Jesús tiene una actitud de ruptura y continuidad ante la Ley de Moisés. Rompe con la interpretación al pie de la letra y reafirma el objetivo último de la Ley: el Amor es la mayor expresión de la justicia. De esta forma, Jesús nos invita a ir más allá de una cuestión ética. Lo importante no es leer leyes escritas en tablas de piedra, sino descubrir y comprometerse con las exigencias del amor en la vida cotidiana de las personas. Está llegando el reino de Dios… ¡y todo cambia!

De diversas maneras Jesús nos insiste en que, cuando experimentamos el amor del Padre, no podemos vivir encerrados en nosotros mismos. El amor va más allá de las fórmulas y recetas… nos exige creatividad, imaginación, valentía… Sí, valentía para superar los moldes de una justicia humana que sólo busca sentirse recompensada. Valentía para “dejar mi ofrenda y volver para reconciliarte con mi hermano”. Una creatividad que me lleva a dialogar y buscar otras posibilidades mientras voy de camino con quien me lleva al tribunal… Toda ofensa exige reparación, acercarme, buscar la relación, sanar heridas.

El evangelio de hoy resalta que hacer el bien a las personas, respetarlas, hace parte de la propia dinámica del reino de Dios. La acogida y ofrecer nuevas oportunidades es propio del corazón de Dios y de todas las personas que, experimentando el amor del Padre, lo acogen y se suman a su proyecto. Las dificultades, los conflictos, los intereses particulares o de grupitos, la sed de una justicia reivindicativa de egos y reconocimientos… hacen parte de la vida. Jesús, el Maestro, nos enseña a vivir desde la libertad que brota del Amor a Dios. Así lo experimentó Bernabé, quien, yendo más allá de “las etiquetas”, fue a buscar al “perseguidor de cristianos” para vivir y anunciar el Evangelio. 

La Asunción de María

Lc 1, 39-56

La Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María en cuerpo y alma a cielo, “interrumpe”, por así decirlo, la secuencia del capítulo seis del evangelio de san Juan que hemos estado leyendo y meditando durante estos domingos del Tiempo Ordinario.

Las lecturas bíblicas y la liturgia misma de esta gran Solemnidad, que hoy celebramos, nos ofrecen a mi modo de ver tres importantes temas de reflexión: En primer lugar, un buen repaso de los cuatro dogmas marianos que en la oración colecta de la misa del día aparecen; en segundo lugar, la grandeza de María que es elevada a la gloria más excelsa; y en tercer lugar, la esperanza que debemos cultivar en nuestro interior, ante la promesa que Jesús nos ha hecho de resucitar y entrar un día a gozar eternamente del cielo prometido.

La Iglesia ha proclamado, a través de los años, cuatro afirmaciones doctrinales en relación con la Virgen María que forman parte de nuestra fe católica, y que llevan el nombre de “dogmas marianos”. Estos cuatro dogmas los encontramos en la oración colecta de la misa de esta Solemnidad. La Asunción de María al Cielo: “que hiciste subir al cielo en cuerpo y alma…”; La Inmaculada Concepción de María: “a la inmaculada…”; La Virginidad perpetua de María: “Virgen María…”; La Maternidad divina de María: “Madre de tu Hijo…”.

El Papa Pío XII en 1950 al proclamar el dogma de la Asunción dijo que la Virgen alcanzó “ser llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial, para resplandecer allí como reina a la derecha de su Hijo, el rey inmortal de los siglos”. ¡Bendito Dios!

La Virgen María, en el relato de la Visitación que leemos en el evangelio de esta Solemnidad, aparece como una mujer llena de misericordia para con su parienta Isabel. En efecto, Isabel requiere de ayuda ante la espera del nacimiento de su hijo Juan el Bautista, y María, habiéndose encaminado presurosa, está allí, con ella, compartiéndole a Jesús, a quien lleva en sus entrañas purísimas. Isabel, llena del Espíritu Santo, llama a María: “Bendita entre las mujeres…”; “La madre de mi Señor…”; La dichosa que ha creído…”. Y María, desbordando de gozo, proclama en el Magnificat: “Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones…”.

Sin duda, hermanos y hermanas, estas expresiones del evangelio, junto con la primera lectura y el salmo responsorial: “de pie, a tu derecha, está la reina”, nos dan pie a contemplar la grandeza de María quien ha sido llevada en cuerpo y alma al cielo para participar en la gloria de su Hijo.

San Pablo, en la segunda lectura, nos habla de que “Cristo resucitó, y resucitó como la primicia de todos los muertos”. Esta afirmación nos hace concluir cómo, en la resurrección de Cristo, está vinculada nuestra propia resurrección. Cristo Jesús y María, su Madre, están ya en la gloria del cielo prometido; ellos nos esperan con los brazos abiertos, y nos muestran el camino y el estilo de vida que debemos seguir para, un día, poder nosotros gozar de la eterna bienaventuranza de los santos.

Le agradecemos a Dios nuestro Señor en la santa misa que haya glorificado de tal manera a un ser humano, como nosotros, a quien eligió para Madre de su Hijo. Y le pedimos que nos lleve un día a gozar, en cuerpo y alma, de la gloria eterna prometida.

Miércoles de la III Semana de Cuaresma

Mt 5, 17-19

En la confrontación de Jesús con los fariseos, alguien podría pensar que lo que él propugna choca frontalmente con las tradiciones más venerables del pueblo. ¿Acaso no son aquéllos sus mejores custodios? La razón ¿no está de su parte?

Sin embargo, en el sermón del monte Jesús nos invita a observar “la ley y los profetas”. Él no ha venido a abolirlos, sino a darles plenitud. Es verdad que no suena igual la ley en sus labios que en los de los fariseos: éstos han desmenuzado sus preceptos en una casuística interminable y, a la vez, han establecido rigurosamente unos mínimos imprescindibles, sin los cuales se incurre en la ira de Dios.

Jesús, en cambio, atrae la atención de sus oyentes hacia lo que está detrás de las exigencias de la ley, conectando con la voluntad de Dios que la promulgó. En último término, prescribe que se busque la perfección a ejemplo del Padre del cielo. Esto, que parece inalcanzable y por tanto una exigencia excesiva, debe entenderse teniendo en cuenta quién y cómo es ese Padre. No se trata de una autoridad tiránica, o arbitraria, o interesada en su propio provecho, sino de un Dios tan grande como misericordioso, comprensivo y dispuesto siempre a perdonar a sus hijos. Pide mucho, es cierto, pero lo da todo (“dame lo que pides, y pide lo que quieras”, oraba san Agustín).

¿Cómo asumimos nosotros esta ley que Jesús nos invita a observar? ¿La creemos injusta y la reprobamos?, ¿la consideramos imposible de cumplir y la ignoramos?, ¿rebajamos sus exigencias y la acomodamos a las nuestras?, ¿o tratamos de serle fieles, a sabiendas de que sólo con la ayuda de Dios podremos cumplirla?

2 de Enero

1 Jn 2, 22-28; Jn 1, 19-28

Nos llamamos «cristianos» porque creemos que Jesús, el hijo de María, nacido en Belén de Judá hace ya más de 2000 años, es el «Cristo», el «Mesías» esperado, el enviado definitivo del Padre. Es nuestra relación con Cristo, viviendo su evangelio, asumiendo su Palabra, la que define nuestro ser de cristianos. Por eso el autor de la 1ª carta de Juan nos dice hoy que negar a Cristo es negar a Dios, es ser mentirosos, es abandonar la fe que recibimos. Y por eso también insiste en la acción de «permanecer», de estar firme y activamente presentes en la comunidad, de ser inconmovibles en la fe, de mantenernos en la comunión con Dios Padre y con su Hijo Jesucristo. No se trata simplemente de afirmar lo que nos enseñaron en el catecismo. Más que eso, debemos vivir y actuar como cristianos, así permanecemos en Cristo, podemos esperar confiados su venida.

Las fiestas navideñas que estamos celebrando, pueden hacernos olvidar el verdadero compromiso cristiano. Permanecer en Cristo debe significar comprometernos con su causa: el servicio de los hermanos, especialmente de los pobres y de los que sufren; el compromiso con la voluntad salvífica de Dios Padre que Cristo vino a revelarnos. El Padre quiere que todos se salven, es decir, lleguen a la plenitud de su existencia. Ese es el reto de los cristianos hoy y siempre. No se trata sólo de confesar la fe, de recitar el credo como cualquier otra fórmula, de memoria. Se trata también de actuar como nos enseñó y nos mandó Jesús. Los anticristos no son solo los que niegan verbalmente a Cristo, también nosotros somos anticristos cuando no amamos a los hermanos y no nos comprometemos con ellos.

Como a Juan Bautista en el evangelio que acabamos de leer, a nosotros también se nos pide aquí y ahora, dar testimonio de Jesús, cuyo nacimiento estamos celebrando. Muchas personas, de diversas creencias, de variados intereses y distintos oficios y profesiones nos preguntarán por qué creemos y predicamos el Evangelio, por qué bautizamos. Y Juan Bautista nos enseña a responder. Él y nosotros no somos otra cosa que «la voz que clama en el desierto», a quien quiera oírla, a quien se pregunte por la persona de Jesús. No somos, como no lo quiso ser Juan Bautista, ningún profeta famoso y lleno de poder, mucho menos el Mesías esperado, porque el Mesías es precisamente Jesús. Somos la voz que grita, en el desierto del mundo injusto y violento, que Jesús viene con nosotros a ofrecer su palabra, su buena noticia de salvación, a todo el que experimente el dolor, el mal y el sufrimiento.

Que Jesús nos ofrece en su palabra, en su Evangelio, la fuerza divina que puede transformar personalmente, a cada uno; y puede transformar la historia de exclusión y de explotación que los países pobres del mundo, que son la mayoría, están padeciendo a causa de la ceguera y la ambición de los pocos países ricos que dominan la economía mundial. Porque el Evangelio de Jesús, que Juan Bautista prepara, es buena noticia de solidaridad, de compartir, de justicia y de paz, de respeto a todos los seres del mundo.

El evangelista nos dice que Juan Bautista dio su testimonio sobre Jesús a quienes vinieron a interrogarlo. Nos está diciendo que también nosotros debemos dar hoy, más de 2000 años después, nuestro testimonio. No solo con palabras, siempre necesarias sino, especialmente, con nuestras actitudes cristianas, nuestro compromiso concreto, nuestra vivencia comunitaria. Ser testigo es ser mártir, es llegar hasta la muerte por la causa que se defiende. Así Juan Bautista y tantos cristianos y cristianas a lo largo de estos 21 siglos. Ahora nos toca a nosotros afrontar esta posibilidad: de llegar hasta la muerte en el servicio de los hermanos, por amor al evangelio de Jesucristo.

Juan, Apóstol y Evangelista

Como uno de los más grandes testigos de Jesús, de su humanidad y de su glorificación, se acerca hoy hasta nosotros un personaje especialmente cualificado, el discípulo Juan.

Juan, hijo de Zebedeo y de Salomé, hermano de Santiago, fue capaz de escribir con imágenes literarias los sublimes pensamientos de Dios. Hombre de elevación espiritual, se lo considera el águila que se alza hacia las vertiginosas alturas del misterio trinitario: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios”.

Es de los íntimos de Jesús y está cerca de Él en las horas más solemnes de su vida. Está junto a Él en la última Cena, durante el proceso y, único entre los apóstoles, asiste a su muerte al lado de la Virgen.

Él no puede callarse y busca proclamar por todos los rumbos lo que ya existía desde el principio, lo que hemos visto y oído por nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado y hemos tocado con nuestras propias manos. Nos referimos a aquel que es la Palabra de la Vida.

Juan es un hombre que desde sus inicios se sintió marcado por la figura de Jesús, a tal grado de dejar a un lado las redes, con todo lo que ellas representaban y lanzarse en el seguimiento de Jesús. Lo percibe muy humano y busca que los demás se acerquen a Él para escuchar su palabra y percibir su luz.

El prólogo de su evangelio nos muestra todo lo que hemos celebrado esta Navidad. El que ya existía desde el principio, el que era la luz, ha puesto su tienda en medio de nosotros. “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”

Su experiencia de Jesús es esa cercanía, es su amistad que perdona y salva, su poder que da vida y resucita, su amor incondicional. Pero también y sobre todo, y esto lo percibimos en todo su evangelio, san Juan es testigo de la glorificación de Jesús y a la luz de la resurrección mira y examina todos los pasajes de la vida.

Este Jesús tan cercano que comparte todo lo humano de nosotros, que se cansa y pide de beber, que llora por el amigo muerto, que se compadece de las multitudes, que aparece sacrificado como el Cordero Pascual. Este Jesús es el mismo que resucitado nos ofrece la verdadera salvación y liberación.

A veces, se ha querido presentar a san Juan de una profundidad tal y de una espiritualidad tan profunda que parecería poco accesible, pero lo curioso es que quien lee su evangelio lo percibe sencillo en medio de sus repeticiones y teologías, buscando claramente un objetivo en sus escritos y en su predicación: que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Y lo entiende como una vida plena que se traduce en obras concretas hacia el prójimo, porque “si uno dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a su hermano a quien ve, es un mentiroso”

Viernes de la II semana de Adviento

Mt 11,16-19

Jesús compara la generación de su tiempo con aquellos muchachos siempre descontentos que no saben jugar con felicidad, que rechazan siempre la invitación de los otros: si hay música, no bailan; si se canta un canto de lamento, no lloran, ninguna cosa les está bien.

Aquella gente no estaba abierta a la Palabra de Dios. Su rechazo no es al mensaje, es al mensajero. Rechazan a Juan el Bautista, que no come y no bebe pero dicen que es un endemoniado.

Rechazan a Jesús, porque dicen que es un glotón, un borracho, amigo de publicanos y pecadores. Siempre tienen un motivo para criticar al predicador.

Y ellos, la gente de aquel tiempo, preferían refugiarse en una religión más elaborada: en los preceptos morales, como aquel grupo de fariseos; en el compromiso político, como los saduceos; en la revolución social, como los zelotas; en la espiritualidad gnóstica, como los esenios. Con su sistema bien limpio, bien hecho. Pero al predicador, no.

Jesús les hace recordar: «Sus padres han hecho lo mismo con los profetas». El pueblo de Dios tiene una cierta alergia por los predicadores de la Palabra: a los profetas, los ha perseguido, los ha asesinado.

Estas personas dicen aceptar la verdad de la revelación, pero al predicador, la predicación, no. Prefieren una vida enjaulada en sus preceptos, en sus compromisos, en sus planes revolucionarios o en su espiritualidad desencarnada. Son aquellos cristianos siempre descontentos de lo que dicen los predicadores.

Estos cristianos que son cerrados, que están enjaulados, estos cristianos tristes no son libres. ¿Por qué? Porque tienen miedo de la libertad del Espíritu Santo, que viene a través de la predicación.

Y este es el escándalo de la predicación, del que hablaba San Pablo: el escándalo de la predicación que termina en el escándalo de la Cruz.

Escandaliza el hecho que Dios nos hable a través de hombres con límites, hombres pecadores: ¡escandaliza! Y escandaliza más que Dios nos hable y nos salve a través de un hombre que dice que es el Hijo de Dios y que termina como un criminal. Eso escandaliza.

Estos cristianos tristes no creen en el Espíritu Santo, no creen en aquella libertad que viene de la predicación, que te advierte, te enseña, te abofetea, también; pero que es precisamente la libertad que hace crecer a la Iglesia.

Que la venida de Cristo, la Navidad, sea un cambio de perspectiva en nuestras vidas. Como bien lo expresaba san Francisco: “no querer ser consolados, sino consolar; no querer ser comprendidos, sino comprender; no buscar ser amados, sino amar”.

Jueves de la XXVIII semana del tiempo ordinario

Lc 11, 47-54 

La hipocresía es aborrecida por Dios; porque no hay nada peor en el alma de un creyente que este terrible pecado. Dios aborrece al que no es sincero y quiere aparentar lo que no es en la realidad. Dios sigue mandando al mundo de hoy los profetas que predican la verdad, pero de nuevo el hombre vuelve la vista y hace oídos sordos a la verdad. De nuevo volvemos a matar la verdad que Dios sigue proclamando.

Los fariseos enseñaban, predicaban, pero ligaban a la gente con tantas cosas pesadas sobre sus hombros, y la pobre gente no podía ir adelante. Y Jesús mismo dice que ellos no movían estas cosas ni siquiera con un dedo. Y después dirá a la gente: «Hagan lo que dicen pero no lo que hacen». Gente incoherente.

Pero siempre estos escribas, estos fariseos, es como si bastonearan a la gente. «Deben hacer esto, esto y esto», a la pobre gente. Y Jesús dijo: “Pero, así ustedes cierran la puerta del Reino de los Cielos. No dejan entrar, y ni siquiera ustedes entran«.

Es una manera, un modo de predicar, de enseñar, de dar testimonio de la propia fe. Y así, cuántos hay que piensan que la fe sea algo así.»

Cuántas veces el pueblo de Dios no se siente querido por aquellos que deben dar testimonio: por los cristianos, por los laicos cristianos, por los sacerdotes, por los obispo. «Pero, pobre gente, no entiende nada. Debe hacer un curso de teología para entender bien».

Ésta es la figura del cristiano corrupto, del laico corrupto, del sacerdote corrupto, del obispo corrupto, que se aprovecha de su situación, de su privilegio de la fe, de ser cristiano y su corazón termina corrupto, como sucedió a Judas. De un corazón corrupto sale la traición.

Jesús acerca a la gente a Dios y para hacerlo se acerca Él: está cerca de los pecadores. Jesús perdona a la adúltera, habla de teología con la Samaritana, que no era un angelito. Jesús busca el corazón de las personas, Jesús se acerca al corazón de las personas.

A Jesús sólo le interesa la persona, y Dios. Jesús quiere que la gente se acerque, que lo busque y se siente conmovido cuando la ve como ovejas sin pastor.

Pidamos al Señor que estas lecturas nos ayuden en nuestra vida de cristianos: a todos. Cada uno en su puesto. A no ser puros legalistas, hipócritas como los escribas y los fariseos. A no ser corruptos, tibios, sino a ser como Jesús, con ese fervor de buscar a la gente, de curar a la gente, de amar a la gente y con esto decirle: «Pero si yo hago esto tan pequeño, piensa cómo te amo yo, cómo es tu Padre»

Miércoles de la XXVIII semana del tiempo ordinario

Romanos 2,1-11; San Lucas 11,42-46 

Desde los profetas, como Amós, Oseas, Isaías, hasta Jesús y Pablo, todos condenan fuertemente la doble postura de quien se acerca a Dios pero comete injusticias contra los demás; o bien de quien condena a los demás por las malas acciones, las mismas de las cuales fácilmente él se disculpa.  

San Pablo en su carta a los Romanos dice claramente: “No tienes disculpa tú, quienquiera que seas, que te constituyes en juez de los demás, pues al condenarlos, te condenas a ti mismo, ya que tú haces las mismas cosas que condenas”. Es muy fácil condenar y criticar a los demás, es más difícil objetivamente juzgarnos y valorarnos a nosotros mismos.  

San Lucas también hoy nos presenta estos “ayes” o condenas que hace Jesús tanto de los fariseos como de los doctores de la ley. La reprobación de Jesús no es contra los que pagan diezmos, sino en contra de los que, fijándose en estas pequeñeces, se olvidan de la justicia y del amor de Dios.  

La condenación de Jesús es muy fuerte hasta llamarlos “sepulcros”, o reprenderlos porque buscan ocupar los lugares de honor en las sinagogas y recibir las reverencias en las plazas. A los doctores de la ley les aplica la misma sentencia de San Pablo: “abrumáis a la gente con cargas insoportables, pero vosotros no las tocáis ni con la punta del dedo”.  

A veces nos imaginamos a los fariseos y a los doctores de la ley como personas malvadas y dignas de reprobación, pero ellos eran considerados los maestros y quienes mejor conocían y cumplían la ley. Me temo que a muchos de nosotros Cristo hoy nos tendría que aplicar estas mismas condenas y reprobaciones.  

Con frecuencia condenamos de lo mismo que estamos padeciendo nosotros. Y, si bien realizamos actividades que están a la vista de todos, que nos producen reconocimiento, estamos cometiendo injusticias y rechazando a los hermanos.  

¿Qué nos dice Jesús hoy a nosotros? ¿Qué condena de nuestra vida? 

 

Santa Teresa de Jesús

Hoy es la fiesta de santa Teresa de Jesús y el Evangelio no trae aquellas palabras de Jesús: “Te doy gracias, Padre, porque has revelado estas cosas a la gente sencilla…” Santa Teresa fue una mujer sencilla. Sencilla pero con arranque y valores. Paso un tiempo de su vida pensando cómo quería servir a Dios. Pero cuando llegó a una decisión, se lanzó, dejó atrás todo lo demás de la vida y puso rumbo a su norte. Con Jesús y por Jesús.

Siguió siendo una mujer sencilla. No tenía muchos estudios. Su conocimiento de Jesús era el de la experiencia diaria, el de la oración, el del encuentro con la Palabra. Y también el del encuentro con sus hermanas en la vida cotidiana. Quizá por eso terminó pensando aquello de que “entre los pucheros anda el Señor”, insinuando que no es lo más importante en la vida del cristiano el dedicarse muchas horas a la oración y el sacrificio. Que preparar la comida y limpiar y trabajar es también una forma de construir el reino y la fraternidad.

Teresa dedicó muchas horas a la oración pero no se metió en una cueva. La aventura de fundar monasterios la llevó de aquí para allá. No dudó en lanzarse a los caminos. Era lo que entendía que tenía que hacer. Y lo hizo. Sin miedo. Sencilla pero valiente.

Sencilla pero valiente para enfrentarse a doctores y jerarquías de todo tipo. Llevaba en su corazón su fidelidad, su rectitud, su honestidad en seguimiento y escucha de Jesús.

Sencilla para darse cuenta de que el Evangelio es algo realmente sencillo. Sería bueno que hoy siguiésemos teniendo presente una de sus frases: “De devociones absurdas y santos amargados, líbranos, Señor.” Para recordarnos que sólo lo que contribuye a la fraternidad, al reino, a la justicia, es bueno. Y que Dios no quiere sacrificios absurdos para compensarse nadie sabe qué imaginarias ofensas. Como si rezar muchos rosarios de rodillas, por ejemplo, le compensase a Dios de algo. Lo que alegra a Dios, lo que es su voluntad, es que hermanos y hermanas vivan como tales.

Todo eso lo entendió y lo hizo vida Teresa de Ávila. Tanto que terminó llamándose Teresa de Jesús. Hoy todavía tenemos que seguir aprendiendo mucho de ella.