Martes de la XXVIII semana del tiempo ordinario

Lc 11,37-41

Una cosa que no nos ayuda a crecer en santidad es el maximizar lo que quizás no es importante y minimizar lo que sí lo es.

Hoy en día, como en el tiempo de Jesús, se le da mucha importancia a la «exterioridad».

Es muy interesante la actitud que Jesús adopta ante los fariseos. Acepta las invitaciones a comer, pero no se deja atrapar por sus redes de hipocresía; puede estar muy cerca de ellos y compartir con ellos todo lo que le ofrecen, y hacerlo sinceramente, pero al mismo tiempo sentirse plenamente libre para manifestar sus convicciones.

Sentarse a la mesa sin lavarse las manos, quizás a nosotros se nos ocurriría que sería falta de higiene, pero los fariseos van mucho más allá. No se trata de que las manos estén sucias, sino que las consideran impuras. Pero, ¿cómo está el corazón?, esto no les preocupa.

A nosotros, nos sucede con mucha frecuencia lo mismo. Somos capaces de detectar las más pequeñas minucias y tragarnos limpiamente los más grandes problemas como si no hubiera pasado nada. Hipocresía, palabra que suena dura y que todos rechazamos, pero es la actitud que asumimos constantemente en nuestras relaciones.

No se trata de ser cínico e ir por el mundo lanzando insultos y ofensas en aras de una supuesta sinceridad. No. La hipocresía no está reñida con el cinismo, sino con la verdad y la honestidad.

Podemos equivocarnos, es cierto, pero una cosa es una equivocación, que a cualquiera nos pasa, y otra es llevar una vida doble: exigir una cosa y vivir otra; decir que estamos luchando por unos ideales y en realidad estar persiguiendo nuestros propios propósitos.

Desgraciadamente en muchos ámbitos sociales, políticos y también religiosos, nos importa más lo que dicen y opinan los demás, el quedar bien, aparentar, pero finalmente estar engañando.

La imagen de la limpieza del vaso es más que elocuente, se limpia el exterior pero el interior está lleno de robos y maldad. La solución que Cristo propone va mucho más allá de lo que la apariencia sugiere. No propone la limosna que acalla y tranquiliza la conciencia, sino una verdadera participación de nuestros bienes y de nuestras personas en favor de los necesitados.

Sólo cuando se tiene el corazón libre se es capaz de dar nuestro tiempo, nuestra persona, nuestras posesiones a favor de nuestros hermanos. Entonces la religiosidad tiene un sentido. Se puede ofrecer el sacrificio porque estamos siendo coherentes con la ofrenda que presentamos y con la vida que vivimos.

¿Nos llamará Cristo también a nosotros hipócritas? ¿Qué tendremos que cambiar?

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