Hech 18, 23-28; Jn 16, 23-28
Apolo, a quien se menciona en la primera lectura, es muy digno de admiración por su docilidad y sinceridad. Se le reconocía como una autoridad en la Sagrada Escritura (en el Antiguo Testamento, puesto que aún no se había escrito el Nuevo Testamento). Pero también estaba muy instruido «en la doctrina del Señor». Sin embargo, sus conocimientos eran incompletos, sobre todo en relación con el bautismo. Cuando Priscila y Aquila se lo llevaron a su casa para explicarle detenidamente las nuevas enseñanzas, Apolo no opuso resistencia. Otra persona más orgullosa habría protestado: «¿Quién te crees, para enseñarme y darme instrucciones?». La verdad es que Apolo estaba ansioso por aprender todo.
Jamás deberíamos presumir de saberlo todo acerca de nuestra religión. Los grandes santos y los estudiosos de verdad han pasado la vida entera estudiando y meditando los misterios de la fe. Pero, a fin de penetrar en esos misterios, no sólo es necesario estudiar y meditar; también se requiere el diálogo con otras personas de la misma fe y la oración.
Nosotros los católicos nos mostramos renuentes a hablar de nuestra religión; tenemos miedo de parecer piadosos o fanáticos. Es cierto que muchos llegan a los extremos; pero cuando discutamos sobre religión, hemos de tratar de comprendernos mutuamente. En vez de hablar continuamente sobre política o deportes, es muy conveniente que compartamos con los demás nuestras convicciones religiosas.
También es necesario que oremos, a fin de obtener una mejor comprensión. Jesucristo nos ha asegurado que cualquier cosa que pidamos a su Padre en su nombre, nos será concedido. Este tipo de oración no está limitada a peticiones de buena salud y otros beneficios. También debe contener peticiones para comprender mejor y amar más nuestra fe.
Mientras estemos en este mundo, no entenderemos nunca los misterios de la fe. Hemos sido llamados a recurrir a todos los medios que tengamos a nuestro alcance para crecer en nuestra religión.