Jn 8,1-11
En el Salmo (Sal 22) responsorial hemos rezado: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan».
Esa es la experiencia que tuvieron estas dos mujeres, cuya historia hemos leído en las dos Lecturas: una mujer inocente, acusada falsamente, calumniada (Dan 13,41 ss), y una mujer pecadora (Jn 8,1ss). Ambas condenadas a muerte. La inocente y la pecadora. Algún Padre de la Iglesia veía en estas mujeres una figura de la Iglesia: santa, pero con hijos pecadores. Decían en una bonita expresión latina: la Iglesia es la “casta meretrix” (cfr. San Ambrosio), la santa con hijos pecadores.
Ambas mujeres estaban desesperadas, humanamente desesperadas. Pero Susana se fía de Dios. También hay dos grupos de personas, de hombres; ambos al servicio de la Iglesia: los jueces y los maestros de la Ley. No eran eclesiásticos, pero estaban al servicio de la Iglesia, en el tribunal y en la enseñanza de la Ley. Distintos. Los primeros, los que acusaban a Susana, eran corruptos: el juez corrupto, la figura emblemática en la historia. También en el Evangelio Jesús reprende, en la parábola de la viuda insistente, al juez corrupto que no creía en Dios y no le importaba nada de los demás. Los corruptos. Los doctores de la Ley no eran corruptos, sino hipócritas.
Y estas mujeres, una cayó en manos de los hipócritas y la otra en manos de los corruptos: no había escapatoria. «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan». Ambas mujeres estaban en un valle oscuro, caminaban por allí: un valle oscuro, hacia la muerte. La primera explícitamente se fía de Dios y el Señor interviene. La segunda, pobrecilla, sabe que es culpable, avergonzada ante todo el pueblo –porque el pueblo estaba presente en ambas situaciones– no lo dice el Evangelio, pero seguramente rezaba por dentro, pedía alguna ayuda.
¿Qué hace el Señor con esta gente? A la mujer inocente la salva, le hace justicia. A la mujer pecadora la perdona. A los jueces corruptos los condena; a los hipócritas los ayuda a convertirse y, ante el pueblo, dice: ¿A sí? «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra», y uno a uno se fueron yendo. Tiene cierta ironía el apóstol Juan aquí: «Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos». Les deja un poco de tiempo para arrepentirse; a los corruptos no los perdona, simplemente porque el corrupto es incapaz de pedir perdón, fue más lejos. Se cansó… no, no se cansó: no es capaz. La corrupción le quita hasta la capacidad que todos tenemos de avergonzarnos, de pedir perdón. No, el corrupto es seguro, va adelante, destruye, abusa de la gente, como a esta mujer, todo, todo… sigue adelante. Se pone en el lugar de Dios.
A las mujeres el Señor responde. A Susana la libera de esos corruptos, la hace ir adelante, y a la otra: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más». La deja ir. Y eso, delante del pueblo. En el primer caso, el pueblo alaba al Señor; en el segundo caso, el pueblo aprende. Aprende cómo es la misericordia de Dios.
Cada uno tiene sus historias. Cada uno tiene sus pecados. Y si no los recuerda, que piense un poco: los encontrará. Agradece a Dios si los encuentras, porque si no los hallas, eres un corrupto. Cada uno tiene sus pecados. Miremos al Señor que hace justicia pero que es tan misericordioso. No nos avergoncemos de estar en la Iglesia: avergoncémonos de ser pecadores. La Iglesia es madre de todos. Demos gracias a Dios por no ser corruptos, por ser pecadores. Y cada uno, viendo como Jesús actúa en estos casos, se fíe de la misericordia de Dios. Y rece, con confianza en la misericordia de Dios, pida perdón. Porque Dios «me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras –el valle del pecado–, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan».