Jer 23, 5-8
En esta última parte del Adviento, nos aparece con nitidez la figura de María, la Madre del Señor, como el modelo más claro del seguimiento de Cristo. Nadie mejor que ella se abrió a la acción de Dios, nadie cooperó más abierta, total y amorosamente a su acción.
Como es lo normal en estos días, la primera lectura nos presenta, con una imagen muy rica, la perspectiva mesiánica: un retoño del tronco de David, esperanza de vida y salvación.
Mt 1, 18-24
La narración evangélica es de una sencillez y naturalidad pasmosa. Tal vez si nosotros hubiéramos tenido que hacer la «crónica» de esos acontecimientos y sin la inspiración de Dios, hubiéramos acumulado muchas comparaciones.
Mateo simplemente nos dice: «Cristo vino al mundo de la siguiente manera…»
Nos da Mateo la clave de estos acontecimientos: el Espíritu Santo. Por dos veces nos lo dice. Él es el dinamismo amoroso de Dios, su soplo vital, originador de Cristo y quien lo da a conocer. Indispensable para unirse a Él; tal como se originó históricamente Cristo igual hoy se hace realidad en nosotros «por obra del Espíritu Santo».
Todo esto que le sucedió a Cristo es culminación y cumplimiento de todo lo expresado desde la primera alianza.
El nombre pronunciado por Isaías Emmanuel, Dios-con-nosotros, en realidad se quedó corto, pues, Jesús no es sólo Dios con nosotros sino, más aún, Dios-uno-de-nosotros.
El título de Señor a nadie conviene más que a Cristo; Él es el verdadero liberador y legislador que nos da el mandato supremos del amor.
Con este espíritu vivamos nuestra celebración.