Mc 7, 14-23
Después de encararse con los fariseos, Jesús se dirige a la gente para proponerle una enseñanza fundamental en la vida de cada día; a los discípulos se lo explicará todavía más claramente. Lo importante no es mantener la ‘pureza legal’, es decir, ajustarse escrupulosamente a las prescripciones de la ley en lo referente a los alimentos, en este caso, y al modo de servirse de ellos. Es más: No hay por qué pensar que hay alimentos más ‘puros’ que otros; todos vienen de la mano de Dios y están, por disposición suya, al servicio del hombre.
Jesús llama la atención sobre lo que procede del interior, lo que se genera en el corazón humano. Ahí es donde reside la fuente de nuestros actos. En este pasaje evangélico sólo habla Jesús de lo malo que sale de ese corazón humano, porque está polemizando con el concepto de ‘impureza’ que han mencionado los fariseos. Y enumera una serie de actitudes perversas que brotan de un corazón corrompido o extraviado, y que degradan al hombre.
Pero, evidentemente, el corazón es sede, también y sobre todo, de nuestros pensamientos, sentimientos y decisiones más nobles. Nuestra conducta personal nace de nuestra conciencia, de nuestro mundo interior presidido por unos determinados criterios, muchas veces implícitos, que impulsan nuestro comportamiento. Todo el bien que somos capaces de hacer tiene su origen en nuestro ‘corazón’ y, si en él reina el amor, será también bueno todo lo que de él proceda.
De ahí la importancia de formar bien nuestra conciencia, de adquirir principios conformes con el Evangelio y de ajustar a ellos nuestra conducta. Esa será la mejor garantía de que nuestro corazón está en sintonía con el de Jesús y de que, como él, pasaremos por este mundo haciendo el bien.
Pregúntate de dónde proceden tus actos: ¿del respeto a la ley, del imperativo del amor, o de ambos?, ¿en qué proporción respectiva?