Lc 1, 39-56
La Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María en cuerpo y alma a cielo, “interrumpe”, por así decirlo, la secuencia del capítulo seis del evangelio de san Juan que hemos estado leyendo y meditando durante estos domingos del Tiempo Ordinario.
Las lecturas bíblicas y la liturgia misma de esta gran Solemnidad, que hoy celebramos, nos ofrecen a mi modo de ver tres importantes temas de reflexión: En primer lugar, un buen repaso de los cuatro dogmas marianos que en la oración colecta de la misa del día aparecen; en segundo lugar, la grandeza de María que es elevada a la gloria más excelsa; y en tercer lugar, la esperanza que debemos cultivar en nuestro interior, ante la promesa que Jesús nos ha hecho de resucitar y entrar un día a gozar eternamente del cielo prometido.
La Iglesia ha proclamado, a través de los años, cuatro afirmaciones doctrinales en relación con la Virgen María que forman parte de nuestra fe católica, y que llevan el nombre de “dogmas marianos”. Estos cuatro dogmas los encontramos en la oración colecta de la misa de esta Solemnidad. La Asunción de María al Cielo: “que hiciste subir al cielo en cuerpo y alma…”; La Inmaculada Concepción de María: “a la inmaculada…”; La Virginidad perpetua de María: “Virgen María…”; La Maternidad divina de María: “Madre de tu Hijo…”.
El Papa Pío XII en 1950 al proclamar el dogma de la Asunción dijo que la Virgen alcanzó “ser llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial, para resplandecer allí como reina a la derecha de su Hijo, el rey inmortal de los siglos”. ¡Bendito Dios!
La Virgen María, en el relato de la Visitación que leemos en el evangelio de esta Solemnidad, aparece como una mujer llena de misericordia para con su parienta Isabel. En efecto, Isabel requiere de ayuda ante la espera del nacimiento de su hijo Juan el Bautista, y María, habiéndose encaminado presurosa, está allí, con ella, compartiéndole a Jesús, a quien lleva en sus entrañas purísimas. Isabel, llena del Espíritu Santo, llama a María: “Bendita entre las mujeres…”; “La madre de mi Señor…”; La dichosa que ha creído…”. Y María, desbordando de gozo, proclama en el Magnificat: “Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones…”.
Sin duda, hermanos y hermanas, estas expresiones del evangelio, junto con la primera lectura y el salmo responsorial: “de pie, a tu derecha, está la reina”, nos dan pie a contemplar la grandeza de María quien ha sido llevada en cuerpo y alma al cielo para participar en la gloria de su Hijo.
San Pablo, en la segunda lectura, nos habla de que “Cristo resucitó, y resucitó como la primicia de todos los muertos”. Esta afirmación nos hace concluir cómo, en la resurrección de Cristo, está vinculada nuestra propia resurrección. Cristo Jesús y María, su Madre, están ya en la gloria del cielo prometido; ellos nos esperan con los brazos abiertos, y nos muestran el camino y el estilo de vida que debemos seguir para, un día, poder nosotros gozar de la eterna bienaventuranza de los santos.
Le agradecemos a Dios nuestro Señor en la santa misa que haya glorificado de tal manera a un ser humano, como nosotros, a quien eligió para Madre de su Hijo. Y le pedimos que nos lleve un día a gozar, en cuerpo y alma, de la gloria eterna prometida.