1 Jn 2, 29; 3, 1-6
Juan, el autor de la 1ª lectura, anhelaba que reconociéramos no sólo quien es Jesús, sino en qué nos hemos convertido a causa de Él. Nos dice: “Queridos hermanos, somos hijos de Dios”. Esta afirmación tan sencilla contiene una verdad enorme. Porque ser hijos de Dios es el más grande privilegio y dignidad que se nos puede conceder a nosotros, los hombres mortales.
¿Creemos de veras que Dios Padre amó a Jesús, su Hijo? ¿Pensamos que el Padre lo amó y se preocupó por Él? ¿Podemos imaginar qué orgulloso estaría de su Hijo y cómo querría siempre lo mejor para Él? El gran misterio de nuestra fe consiste en que, haciéndonos hijos suyos, el Padre nos cuida y contempla dentro de nosotros a la persona de su Hijo querido. Nos llena del mismo afecto paternal con que ama a Jesús.
Nuestro valor auténtico a los ojos de Dios no consiste en lo que hacemos, sino en lo que somos. Los buenos padres no les exigen a sus hijos pequeños que conquisten su amor y afecto. Los niños no tienen que pagar su comida y alojamiento. Los buenos padres les dan todo a sus hijos, no por lo que éstos hagan, que puede ser cosas sorprendentes, sino sencillamente porque son sus hijos, por lo que ellos son.
Debemos cumplir siempre la voluntad de Dios, pero nunca debemos pensar que así estamos comprando a Dios. Él nos lo da todo, porque somos sus hijos. No vamos a comprarle a Dios el cielo para nosotros, porque el cielo es sencillamente nuestra herencia. Nada hay más grande que esta sencilla afirmación: “Somos hijos de Dios”.
Jn 1, 29-34
Cristo pasa por la ribera de nuestra vida de cristianos constantemente pero hay que saber descubrirlo. Es necesario saber buscarlo y encontrarlo para aprovechar esos momentos de gracia que según san Agustín pasan y no vuelven. Quien encuentra el momento de gracia y lo desprecia o una de dos, o es un tonto o no se da cuenta de aquello que pierde.
Se necesita un poco de astucia para no dejar pasar aquel momento más importante de nuestra vida: la salvación eterna de nuestra propia alma. Y sabemos, como nos lo atestigua san Pedro en su primera carta, que la salvación de nuestra propia alma no tiene precio alguno, no se puede comprar ni con el oro, ni con la plata de este mundo. Tiene el precio de la sangre de Cristo derramada por amor a nosotros.
Por eso es necesario tener bien encendidas nuestras lámparas para que cuando llegue la gracia de Dios a nuestras vidas podamos descubrirla y decir como el Bautista: “Eh ahí el cordero de Dios”. Eh ahí la gracia de Dios que viene a mi alma en medio del trajín de todos los días. Ojalá que al final de un día cualquiera podamos decir con gran alegría: este día ha sido todo para ti Señor. Te he ofrecido todo lo que me ha sucedido hoy y sé que lo recibirás con grandísimo amor.