Mc 7, 1-13
Hoy también podemos caer en la tentación de darle más valor a los preceptos de los hombres que al precepto con mayúscula de Dios, el precepto del amor. El pueblo judío, con el tiempo, se había cargado de normas, en cuyo origen había estado el cumplimiento de obligaciones para con Dios. Pero en la época de Jesús, muchas de esas normas, eran solo signos exteriores, que perdían de vista lo verdaderamente importante. Jesús les repite las palabras del profeta Isaías: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.
A Dios no se le puede honrar sólo con manifestaciones exteriores, se le debe honrar en espíritu y en verdad. Y el Señor, no se pronuncia “contra la ley” ni “contra las exteriorizaciones de la ley”. Jesús, fue respetuoso de las leyes de su pueblo, como lo fueron José y María, pero siempre antepuso “el hombre” a la “ley”. Siempre antepuso el amor.
A la luz de este evangelio, tenemos que analizar ¿qué ve en nosotros Jesús hoy? ¿Cómo actuamos? ¿Cumplimos con los ritos sólo exteriormente, o verdaderamente lo que nos mueve es el amor?
El Señor quiere y espera de nosotros que pongamos empeño en ser limpios de corazón. Los ritos de purificación, de limpieza del pueblo judío, eran simples manifestaciones exteriores, y Jesús les muestra que lo que verdaderamente es importante no es tener “limpias” las manos, sino el corazón. Centrarse sólo en los ritos es vivir una religión exterior vacía, una religión que reemplaza a la auténtica fe. El Señor nos quiere libres, dispuestos a cambiar aquello que haya que cambiar, para no perder lo verdaderamente importante. Lo que debe gobernar nuestros actos es el amor al prójimo y la rectitud de intención en toda circunstancia.