Cant 2, 8-14
Cuando el evangelista Juan trató de definir a Dios no encontró una fórmula más sintética y al mismo tiempo más expresiva que decir: «Dios es amor»; pero, tal como la sabiduría popular lo dice, «obras son amores y no buenas razones», también el evangelista dice: «tanto amó Dios al mundo que le dio a su propio Hijo».
Este don amoroso de Dios reclama también amor. Este es el sentido fundamental del Adviento: prepararnos a vivir este encuentro en la liturgia.
El libro del Cantar de los Cantares es todo un poema de amor que la Iglesia ha interpretado como el amor de Dios por su pueblo.
Lc 1, 39-45
El evangelio nos ha hablado de un encuentro: «la Visitación».
María, después de su sí perfecto a Dios ha comenzado a ser la Madre del Salvador y ella comienza a ejercer su acción maternal, no sólo sobre el hijo que se va formando en sus entrañas virginales, sino sobre todo el mundo. Ella es la portadora de Cristo y su salvación, «se fue de prisa a la montaña».
El don de Cristo no se puede realizar sin la acción del Espíritu que ilumina e identifica: «Isabel quedó llena del Espíritu Santo» y por eso ella puede exclamar: «¿De dónde a mí que venga la Madre de mi Señor a visitarme?»
El encuentro salvífico no se realiza sin cooperación, sin salida al encuentro. Dice Isabel: «Dichosa tú que has creído, porque se realizará todo lo que se te ha dicho». Un poco más adelante, María expresa otra característica de esta salida al encuentro, la humildad: «Mi alma glorifica al Señor, mi espíritu se llena de gozo ante Dios mi Salvador, porque puso sus ojos en la pequeñez de su sierva…»
Y también está el resultado del encuentro salvífico, la alegría, el gozo de saberse objeto del amor: «El niño saltó de gozo»; «dichosa tú que has creído» y, como lo acabamos de recordar: «Mi espíritu se llena de gozo…»
Nuestra Eucaristía es presencia del Señor que viene, es visitación, salgamos a su encuentro con la fe y disponibilidad de María, y su gozo se realizará en nosotros.