Martes de la XXV Semana Ordinaria

Prov 21, 1-6. 10-13

Hemos escuchado los consejos de buen sentido coleccionados en el libro de los Proverbios.

Estas lecturas son como una ensalada de muchos componentes, de los que cada quien puede servirse según su gusto o necesidad.

Todos tenemos la tendencia a creernos justos, aun involuntariamente queremos «aparecer».  Especialmente el poderoso o influyente quiere hacer aparecer como lo mejor que hace; pero Dios conoce la más íntima verdad y la juzga y recompensará según su exacto mérito.  El valor más real de lo que hacemos lo da la finalidad y la intención.  Hay cosas que se pueden ocultar, pero en una forma u otra, se manifestará el mal que está en lo más íntimo del corazón.

Hay un dicho popular que dice: «a Dios rogando y con el mazo dando».  Se nos recomendó también no cerrar los oídos a la súplica del pobre; estar abierto a las necesidades de los demás nos asemeja a Dios providente y amoroso.

Lc 8, 19-21

La lectura evangélica nos puede extrañar.  Tal vez nos hubiera gustado que Jesús, al oír «tu madre y tus hermanos están allá afuera y quieren verte», se hubiera levantado y hubiera salido a recibir a su Madre y a sus parientes.  La Sabiduría eterna de Dios, que había dictado «honra a tu padre y a tu madre». Cristo hombre debía honrar a la «llena de gracia».  Pero no olvidemos que el Evangelio no es una simple biografía de Jesús, sino, como su nombre lo indica es Buena Nueva,  camino de salvación.

Jesús quiere enseñar que más allá de los lazos naturales de la sangre, respetabilísimos, por otra parte, hay una relación de alma, de apertura, de amor.

Hay también una escena parecida cuando Jesús parece desviar la alabanza que una mujer hacía de su Madre, diciendo palabras muy parecidas a las que oímos hoy: «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron».

En realidad, Cristo en las dos ocasiones, centra la grandeza de María en lo más importante.  ¿Quién mejor que María escuchó la palabra de Dios y la aceptó?  «Hágase en mí conforme me has dichos»  y la Palabra eterna de Dios se hizo carne en su seno.

Lunes de la XXV Semana Ordinaria

Prov 3, 27-34

Por tres días escucharemos el libro de los Proverbios, el primero de los libros sapienciales que vamos a ir meditando durante dos semanas.

Bajo el título de «libros sapienciales» se agrupa varios libros cuya característica es recoger las reflexiones de tipo moral y filosófico que estaban en curso en Israel y los países limítrofes.  Estas máximas de sabiduría  -que podrían también llamarse de «buen sentido»-  son un bien común de todos los pueblos.  Si se han introducido en la Biblia, libro sagrado, es debido al criterio de los «sabios» que las recogieron y recopilaron.  Estos creyeron que toda «sabiduría humana» deriva de la sabiduría de Dios, puesto que «cuando el hombre es inteligente, cuando descubre una parte de la verdad, participa de alguna manera de la inteligencia divina».

Las recomendaciones que hemos oído no tienen todavía la plenitud de luz ni las exigencias del Evangelio, pero son un camino a esa plenitud.  El «prójimo» aquí todavía es sólo la persona cercana físicamente, no es todavía cualquier persona.

El hacer el bien o el mal todavía es presentado como lo que causa el bienestar o la desgracia.

Lc 8, 16-18

Jesús se presentó a sí mismo como luz.  La luz nos hace ver las cosas, los colores, los volúmenes, las distancias.  La luz nos hace conocer, nos da seguridad.  La luz expresa el bien, la vida, el recto conocimiento.

Pero Jesús, al comunicarnos su salvación, quiere que nosotros también la propaguemos: «que así ilumine su luz a todos, para que viendo sus buenas obras glorifiquen a Dios».

Jesús habría visto muchísimas veces cómo María encendía las lámparas en casa de Nazaret, las de la vida ordinaria y las especiales para la oración.  Las luces se ponían en un lugar alto y descubierto para que proyectaran sus rayos.

Para que nosotros podamos ser luz, tenemos primero que recibir la luz del Señor, conservarla y protegerla, atesorarla no avaramente, sino para proyectarla.

Por esto escuchamos el consejo: «Fíjense, pues, si están entendiendo bien».  Igualmente se hubiera podido traducir por: «Pongan atención al modo como escuchan».  Para ser maestros de la Palabra, todos los cristianos, cada quien según nuestra propia vocación, tenemos que ser primero discípulos.

Viernes de la XXIV Semana Ordinaria

1 Cor 15, 12-20

Hay algunos cristianos de Corinto que no creen en la resurrección de los muertos.  Pablo reacciona muy fuertemente contra esta convicción.  Estos son sus argumentos:

«Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó».  Cristo no ha resucitado sólo como individuo, sino como la primicia, la cabeza de una innumerable multitud.

«Si Cristo no resucitó, nuestra predicación es vana».   Este es el centro del mensaje proclamado.  Esta es la función de los apóstoles, ser testigos de la resurrección de Cristo (Hech 1,22).  Si Cristo no hubiera resucitado, los apóstoles serían unos falsos testigos.

«Si Cristo no resucitó, la fe de ustedes es vana»,  es decir, no hay salvación, no hay remisión de pecados, no hay vida futura, los seres amados difuntos están definitivamente perdidos.

Y Pablo termina diciendo con absoluta convicción: «pero no es así, porque Cristo resucitó y resucitó como la primicia de todos los muertos».

Lc 8, 1-3

Se ha dicho que el evangelio de Lucas, mucho más que los otros, destaca a la mujer.

Lucas dice: «lo acompañaban los Doce»  y añade inmediatamente  «y algunas mujeres».  Los rabinos excluían a las mujeres de su círculo inmediato.  Para la oración pública se necesitaba un mínimo de diez personas, pero éstas deberían ser varones, la mujer no contaba.

El evangelio decía de estas mujeres que «habían sido libradas de espíritus malignos y curadas de varias enfermedades».  La salvación del Señor es para todo ser humano, sin exclusión de raza u otra cosa.  Sólo la fe cuenta.

Estas mujeres  -oímos citar a María Magdalena, a Juana y a Susana, pero lo oímos, había otras mujeres-  «los ayudaban con sus propios bienes».  No nos imaginamos que se haya tratado sólo de ayuda económica, sino de todo lo que la delicadeza, la intuición y la acción propia femeninas podía dar a aquellos predicadores.  Podemos imaginarnos igualmente las palabras, los testimonios, el ejemplo que sobre la Buena Nueva podían dar estas mujeres, y el influjo que podían tener, especialmente sobre otras mujeres.

A la luz de esta palabra vivamos nuestra celebración de hoy.

Jueves de la XXIV Semana Ordinaria

1 Cor 15, 1-11

El tema central de la lectura de hoy es la fe en la resurrección de Cristo.

Pablo nos dice que el Evangelio -la Buena Nueva- es, como su nombre lo indica, gozosa, alegre, totalmente actual, aplicable a nosotros hoy.  No es algo que se inventa, sino que se recibe, «les transmití… lo que yo mismo recibí».  No es algo que yo puedo cambiar a mi capricho; es salvación, es vida nueva…

«Cristo murió por nuestros pecados, fue sepultado, resucitó al tercer día», en cumplimiento de todo lo anunciado y esperado.

Aparecen los testimonios apostólicos de la resurrección, Pedro, los doce, luego más de 500 testigos.

Pablo se presenta también como testigo de la resurrección; aquí es donde su apostolado encuentra su fundamento divino.

Lc 7,36-50

Lucas nos cuenta tres veces de las invitaciones que Jesús recibió y aceptó de comer con fariseos.  Nos aparece así un Jesús totalmente abierto a todos y llevando la gracia a todos sin prejuicios.

De nuevo nos aparece el contraste entre una pecadora pública y un fariseo, uno del grupo más religioso y observante.  El fariseo queda horrorizado de ver que Jesús acepta las muestras de arrepentimiento de aquella mujer: «Si este hombre fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando…»

Jesús contrastó las actitudes tan diferentes del fariseo y de la mujer.  El fariseo no cumplió con los actos debidos a un huésped.  La mujer, en cambio, lo unge no sólo con el perfume, sino también con sus lágrimas.

El perdón provoca el amor.  El amor provoca el perdón.

Tratemos de entenderlo y de vivirlo.

Miércoles de la XXIV Semana Ordinaria

1 Cor 12, 31-13,13

La primera lectura de hoy comenzaba diciendo: «Aspiren a los dones de Dios más excelentes».  Pablo nos ha expresado la excelencia suprema de la caridad, del amor que procede de Dios y nos asemeja a El más que la profecía, la inteligencia y la ciencia, más que la fe y la simple beneficencia, más que la entrega; todo éstos sin el amor no serían nada.

Pero también aparecen sus exigencias sintetizadas en la frase: «El amor disculpa sin límites, confía sin límites, espera sin límites»,  y la conclusión: «el amor dura por siempre».  Claro que se trata del amor infinito y eterno de Dios en nosotros, no de otras realidades que nosotros llegamos a llamar «amor» aunque sean anti-amor.

«Ahora vemos como en un espejo y oscuramente»  luego «conoceremos a Dios como El me conoce a mí»

Lc 7, 31-35

Jesús dice cómo hasta los publicanos aceptaron el mensaje de conversión de Juan el Bautista que era el mensajero enviado para prepararle el camino.  En cambio Jesús fue rechazado por los fariseos y los doctores de la ley.

¿Qué reacción hubo ante el mensaje de Cristo?  También lo rechazan.

No aceptaron el mensaje de Juan, el austero predicador del desierto: «Está loco»,  dijeron.

Del humanísimo Jesús, que convive con sus paisanos, que va con los más despreciados, dicen: «es un comilón y un bebedor, que se junta con muy malas compañías».

«Sólo  aquellos que tienen la sabiduría de Dios, son quienes lo reconocen».

Pidamos esta sabiduría y reconozcamos al Señor con todas nuestras obras.

Martes de la XXIV Semana Ordinaria

1 Cor 12, 12-14. 27-31

La primera experiencia que tuvo Pablo de Cristo es determinante para todo su ministerio apostólico, «¿Por qué me persigues?», le dice el Señor.  Pablo hubiera podido decir: «yo estoy persiguiendo a unos cismáticos que están destruyendo la unidad de nuestro pueblo».  Allí Pablo capta la unidad orgánica de la Iglesia con Cristo como cabeza.

Pablo ama la comparación del cuerpo: una sola cabeza, un espíritu animador, una pluralidad de órganos, cada uno con su función distinta, cada uno sirviendo a todos los demás, cada uno recibiendo de todos los demás.

«Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo.  Hay diversidad de servicios, pero el Señor es el mismo»  «Aspiren a los dones más excelentes»,  nos decía Pablo.

Lc 7, 11-17

La resurrección del joven de Naím nos la presenta el evangelista como una situación trágica. La muerte del hijo único de una madre viuda.  Sin duda que en Jesús resonó su propia situación de hijo único de madre viuda.  La «gran muchedumbre» de que habla Lucas expresa la compasión y solidaridad de los del pueblo.

El milagro de hoy expresa el amor de Dios que se da.  El amor que devuelve la vida, que la sana, la fortalece y le da plenitud.

El comentario del pueblo fue: «Dios ha visitado a su pueblo»,  lo que es muy justo y exacto.  Cristo es la vida de Dios, que se nos da y se nos hace visible en El.  «Quien me mira, mira al Padre», dice Jesús.  «Cristo, imagen de Dios invisible».

Reconozcamos y agradezcamos en esta Eucaristía el don de Dios en Cristo.

Lunes de la XXIV Semana Ordinaria

1 Cor 11, 17-26

La lectura que acabamos de escuchar es excepcionalmente importante.  Es la narración  más antigua que tenemos de la cena del Señor.  Pablo la escribió desde Éfeso entre los años 54 y 57, más bien hacia el final de su estancia.

Los primeros cristianos celebraban la Eucaristía en el marco de una cena llamada «ágape» (amor), reunión de amor fraterno, cosa que no se estaba realizando en Corinto.  Los más favorecidos por la fortuna se colocaban aparte y se saciaban plenamente, no compartían, mientras que los pobres eran relegados y pasaban hambre.

«Ciertamente no puedo alabarlos» dice san Pablo, y a continuación presenta lo que es la Tradición totalmente fundamental: «Porque yo recibí del Señor lo mismo que les he trasmitido…».

La Eucaristía, la Cena del Señor, es el centro aglutinador y vivificante, expresador y constructor de la comunidad eclesial.

La Eucaristía es el don supremo de Cristo, pero también es compromiso vital de parte nuestra.

Lc 7, 1-10

La fe del centurión es admirable,  y es exactamente la fe que Cristo quiere de cada uno de nosotros: una fe que se expresa en obras como la de interesarse por un criado, cosa que en una sociedad muy clasista, es notable.  Los judíos intermediarios hacen notar: este oficial «quiere a nuestro pueblo y hasta nos ha construido una sinagoga».

El centurión sabía que causaba problemas de pureza legal a Jesús si El entraba en su casa, si lo tocaba; por esto manda emisarios; por esto la palabra tan clásica de la fe y la humildad: «Señor, yo no soy digno de que tú entres en mi casa… basta con que digas una sola palabra…»

Es la palabra que nosotros decimos ante la santa Eucaristía, inmediatamente antes de comulgar.  Tratemos de decirla siempre con toda intensidad.

Jesús dice: «Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande».

La fe es la condición de apertura a la obra salvífica de Dios; la condición ya no es ser de tal origen, de tal edad, de tal sexo, de tal estado social.

Según lo oído en la Palabra celebremos ahora la Eucaristía.

Exaltación de la Santa Cruz

Hoy, día 14 de septiembre, celebramos la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La cruz de Jesús es exaltada, puesta en alto, levantada… Pero, ¿qué puede tener una cruz para que sea exaltada? ¿No es su símbolo de tormento, de dolor, de muerte…?

En esa cruz está Jesús. «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre”. Por eso la exaltamos. Porque los maderos de esa cruz llevaron al Dios con nosotros, al que se acercó a nuestra vida para que nuestra vida pudiera estar cercana a la de Dios.

En esa cruz hay mucho amor entregado. Porque “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”. Por eso la exaltamos. Porque para nosotros, más allá del dolor y la injusticia que supusieron la crucifixión de Cristo, esa cruz es signo del amor de Dios por la humanidad.

En esa cruz están, junto a Jesús, los crucificados de nuestro mundo. “Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. Por eso la exaltamos. “Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo” (Concilio de Quiercy, año 853). Por eso, desde la cruz de Jesús, ninguna soledad, ni oscuridad, ni pecado son la palabra definitiva… sino un momento del camino, que espera la luz de la Pascua.

Cuando un cristiano miramos la cruz, vemos en ella mucho más que un par de palos. Vemos a Cristo, vemos amor entregado… y una llamada a dejarnos amar y llevar amor a los crucificados de nuestro mundo. Por eso la exaltamos… Y al hacerlo, comprendemos algo mejor lo que es la Pascua.

Por su parte, el Papa Francisco dijo: “Cuando caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor. Quisiera que todos… tengamos el valor, precisamente el valor, de caminar en presencia del Señor, con la cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor, derramada en la cruz; y de confesar la única gloria: Cristo crucificado. Y así la Iglesia avanzará”

Coloca hoy, ante Jesús, las cruces de tu vida. Y pídele que las ilumine con su luz.

Viernes de la XXIII Semana Ordinaria

1 Cor 9, 16-19. 22-27

Oímos la lectura en la que Pablo aparece como el auténtico y ejemplar evangelizador.

El, podía decir «sean imitadores míos como yo lo soy de Cristo».  Vemos su entusiasmo -entusiasta quiere decir «lleno de Dios»-, predicar el evangelio es su misión, su finalidad y su recompensa.  «Ay de mí si no anuncio el evangelio», dice Pablo.

Él quiere hacerse «esclavo de todos para ganarlos a todos».

Pablo recurre a la comparación de los deportistas.  Los juegos atléticos en Corinto eran famosos.  Eran bien conocidas también las privaciones y trabajos de los enfrentamientos, el interés por el premio.

Pablo es también modelo en este correr a la meta, hacia el premio «que dura para siempre».

No olvidemos que todos somos evangelizadores y evangelizados en proceso continuo.

Lc 6, 39-42

Las enseñanzas de Jesús en la lectura evangélica nos enfrenta a tres fallas en que puede incurrir quien se proponga como guía de otros y quien más quien menos, todos tenemos que ser en un momento dado guías, ayudas; todos más o menos influimos en los demás.

Las tres fallas son: Primero,  falta de luz, es decir, experiencia, ciencia, prudencia; un ciego no puede guiar a otro ciego.

Segundo, no puede ser buen maestro aquel al que le falta conocimiento y pedagogía, guía y terreno; no puede ser buen guía o maestro aquel al que le falta autenticidad.

Tercero, el Señor usa la comparación extrema de una viga y una briznita de paja.  Nos aparece el error de mirar desde un ángulo muy diferente los propios errores, las propias deficiencias, y las deficiencias y los errores de los demás.

Estas enseñanzas, además de llevarnos a revisar nuestras propias condiciones para poder guiar a los demás, también sirven para calibrar las características de los que nosotros querríamos tomar como guías.  Hay maestros ciegos, inexpertos y falsos.  Y los hay clarividentes, expertísimos y auténticos.

A la luz de estas enseñanzas vivamos nuestra Eucaristía y que su fuerza se haga vida en nosotros.

Jueves de la XXIII Semana Ordinaria

1 Cor 8,1-7. 11-13

Algunas veces los padres de familia instruyen a sus hijos mayores para que no hablen de ciertos temas o para que eviten determinadas expresiones en presencia de los hijos menores.

Pues bien, había un problema parecido en la comunidad cristiana de Corinto.  Se sacrificaban animales a los dioses paganos.  La carne se consumía en banquetes celebrados en el templo o era vendida públicamente en los mercados.  Comer aquella carne sacrificada a los ídolos implicaba fidelidad a los dioses paganos y comunión con ellos.  Pero en ocasiones los corintios no podían conseguir otra clase de carne, sino aquella.  Y querían saber si aquella práctica era permitida.  San Pablo responde afirmativamente y se basa en el hecho de que comer aquella carne no tenía realmente un significado religioso, puesto que aquellos dioses eran mentira.

Pero se planteaba, entonces un problema: algunos cristianos no comprendían las razones de Pablo y se escandalizaban al ver a algunos hermanos cristianos comiendo esa carne.  Surgía otro problema: aquellos que comprendían la situación, ¿tenían obligación de abstenerse de comer aquella carne, que moralmente podía comer, para no escandalizar a los demás?  Pablo recalcó que el amor debe ser la norma suprema.  Y enfatizó claramente lo que él haría: «Si un alimento le es ocasión de pecado a mi hermano, nunca comeré carne para no darle ocasión de pecado».

Lc 6, 27-38

La esencia de la vida nueva es el amor.  El amor esencial es Dios, y Él nos comunica esa vida de amor en su propio Hijo.  La exigencia principal de la vida nueva es el amor: «sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso»,  nos dice el Señor.

La motivación del amor no será ya el buscar nuestro gusto, nuestra satisfacción, nuestro provecho o interés personal, como tampoco serán los sentimientos la base del amor.

La motivación de nuestras acciones y el criterio para realizarlas serán nada más y nada menos que el mismo amor de Dios.

Jesús va a proponer lo mismo como el mandamiento único y definitivo del cristianismo: «ámense como yo los he amado».

El premio que se nos promete es atractivo: «recibirán una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante».