Miércoles de la III Semana de Cuaresma

Deut 4, 1. 5-9

Escuchamos la segunda parte del primer gran discurso de Moisés en el libro del Deuteronomio.  Una insistente recomendación al cumplimiento fiel de los mandatos de Dios en correspondencia a la fidelidad de su amor.

El Deuteronomio («segunda ley») insiste en la interioridad de esa ley.  No es un bozal o una cadena, es una guía amorosamente dada por Dios.  Todo está en clave de amor.  Cuando nosotros escuchamos estas recomendaciones, lo hacemos aceptándolas como suma expresión del amor de Cristo y del sumo mandato de la caridad: «Como yo los he amado».

¿Somos conscientes de la cercanía de Dios en Cristo, en su Iglesia, en sus sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, en  los prójimos, sobre todo en los más despreciados?

Mt 5, 17-19

«No he venido a abolir, sino a dar plenitud», oímos que decía el Señor en el evangelio.  Es la expresión de la culminación y perfección de la Antigua Alianza en la Nueva.  Es la relación entre la promesa y el cumplimiento; es la yemita del árbol que se perfecciona en la flor y luego en el fruto.  Obstinarse en situarse en lo que es etapa y no llegar a la meta es una falla.

Así se deben entender también la serie de mandatos del Señor: «Oyeron que se dijo a los antiguos, pero yo les digo…»

La minuciosidad en el cumplimiento de los «preceptos menores» viene no de un legalismo, sino de la finura detallista del amor.  No como algo impuesto desde afuera, sino desde la delicadeza de la fidelidad que brota del corazón.

Escuchemos el mensaje y tratemos de hacerlo «verdad y vida».

Martes de la III Semana de Cuaresma

Dan 3, 25. 34-43

En la primera lectura oímos la oración de un pueblo humillado, cautivo y luego disperso, no tiene lo que hacía su gloria y orgullo, se ha visto despojado de todas sus expresividades religiosas, cultuales, de identidad nacional.

Es una oración confiada, ya no en el propio valor, sino totalmente centrada en la grandeza y el amor de Dios.  Cuando miramos nuestras miserias, tenemos que ver también la infinita misericordia de Dios.

Azarías expresa también cómo el despojo y pobreza que sufría el pueblo lo ha ido centrando en lo realmente importante, en lo que nadie, de ninguna manera, le puede arrebatar.

Azarías hace oración desde el fuego a donde había sido arrojado por su fidelidad a Dios.

Mt 18, 21-35

Pedro tal vez se sintió ultrageneroso al poner en siete el número de veces para perdonar una ofensa personal.  Siete es un número amplísimo, de perfección, una totalidad.

Jesús rompe esa totalidad, y la amplía, aún más, la absolutiza: «setenta veces siete», es decir siempre.  Y luego escuchamos la más espléndida exégesis a la quinta petición del Padrenuestro: «Perdona mis ofensas como yo perdono…»  La desproporción de las dos deudas, la perdonada por el rey y la no perdonada por el servidor, es como de 50 millones de monedas de oro, a una de unas 8 monedas de oro.

Es otra forma de recordarnos el mandato supremo y característico expresado en aquello de «como yo los he amado».

El espíritu de la Cuaresma nos lleva a reflexionar sobre este punto básico: ¿estoy haciendo seriamente la lucha de actuar con ese parámetro, como Él, como Cristo?

La Palabra nos ha trazado la senda, el Sacramento nos dará la fuerza.

Lunes de la III Semana de Cuaresma

2 Re 5, 1-15

Es obvio que la primera lectura de hoy fue escogida en relación con la lectura evangélica; esto es lo ordinario en los domingos y en los tiempos especiales litúrgicos como la Cuaresma que estamos viviendo.

La primera idea que aparece es la universalidad de la salvación que proviene de un único Dios que preside los destinos de todo el universo, contra la idea que dominaba en la época de dioses locales para pueblos particulares; dice Naamán: «sé que no hay más Dios que el de Israel».  Pero hay otra idea no expresada tan claramente como la anterior: de los pequeño y humilde puede seguirse lo grande e impensado, del consejo de una esclavita viene el que el poderoso general sea curado.  De las aguas del Jordán, río menos importante que el Abaná y el Farfar, es de donde viene la salud.  No son los ritos espléndidos los que salvarán al enfermo, sino su obediencia y docilidad.

Lc 4, 24-30

Recordemos el marco de la narración evangélica: Cristo comienza su ministerio; hasta su pueblo ha llegado la noticia de que predica de un modo muy original y de que va haciendo obras maravillosas.  Fue invitado a hacer la segunda lectura en la reunión sinagogal, en su tierra, entre los suyos.  Leyó el pasaje de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido, me ha enviado a anunciar la Buena Nueva…».  Y luego, la maravillosa «homilía»: «Esta escritura que acaban de oír se ha cumplido hoy».  «Todos se sorprendían de sus palabras y se preguntaban; ¿No es éste el hijo de José?»

A nosotros no extraña que la inmediatez de Jesús, el que sea «uno de los suyos», alguien a quien vieron crecer y trabajar, sea la causa del rechazo.  Los antiguos judíos decían llenos de orgullo: «¿Qué pueblo tiene tan cerca a su Dios como nosotros?

Pero hoy nosotros tenemos también a Cristo muy cercano, en la Iglesia, en la liturgia, en su palabra, el prójimo, sobre todo en el más pobre y el más necesitado.  ¿Lo aceptamos?, ¿lo rechazamos?

Sábado de la II Semana de Cuaresma

Miq 7, 14-15. 18-20

El pueblo ha regresado del destierro, se siente pobre y abandonado, «como ovejas aisladas en la maleza».  De allí la oración confiada al pastor de Israel.

Se le recuerdan a Dios las figuras de los grandes antepasados que fueron tan sus amigos.  Se le recuerdan sus amorosas intervenciones para convocar al pueblo, para guiarlo hasta la tierra prometida, el perdón que había concedido a los olvidos y traiciones.

Se le pide lleve de nuevo a su rebaño a los ricos pastizales de Transjordania, figuras de una vida nueva, rica en la fidelidad y el amor.

Lc 15, 1-3. 11-32

Nunca nos cansemos de escuchar la bellísima y emotiva parábola que llamamos del hijo pródigo, que más bien tendría que llamarse del «padre amoroso», o más ampliamente, del «padre generoso y del hermano cerrado, tacaño».

Usa el Señor todas las imágenes contrastantes de la actitud del hijo menor, tan desamorado, tan heridor del padre, tan dilapidador de los bienes.  Y la del padre, en expectativa amorosa del retorno de su hijo: «estaba todavía lejos cuando su padre lo vio»; su generosidad sin límites: «pronto… hagamos fiesta…»

Claro que es también un llamado a nuestra confianza en ese amor generoso, sin límites del Padre.  Es un llamado a nuestra conversión constante: «me levantaré y volveré a mi Padre…»

Es la parábola un contraste entre la generosidad del padre: «comamos y hagamos fiesta  porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida…», y la pequeñez de corazón del hijo mayor que se enoja por la generosidad del padre y se lo echa en cara: «no quería entrar»; que no reconoce a su hermano: «ese hijo tuyo…»

¿Qué nos dice esta parábola en nuestra relación con Dios?  ¿Y en nuestra relación con los demás?

Viernes de la II Semana de Cuaresma

Gén 37, 3-4. 12-13. 17-28

Como una figura profética que apunta al Señor, José es traicionado y vendido, como él es apresado y como él se convierte en salvación y vida.

José era objeto de la envidia y del rencor de sus hermanos, era el favorito de Jacob por ser el hijo de su esposa más amada, Raquel.  Jacob le había regalado una túnica multicolor.  José había contado a su padre y hermanos el sueño de las gavillas y el de los astros que predecía su grandeza.

Sabemos cómo luego José, liberado y exaltado hasta ser hecho administrador de los bienes de Egipto, será salvación de su familia y de su pueblo.

Mt 21, 33-43.  45-46

La figura era muy clara y despertó las iras de los sumos sacerdotes y los fariseos.

Nosotros podríamos oír esta parábola y aplicarla solamente a la historia de Cristo: el hijo, sacado del viñedo y muerto, y sentirnos nosotros el pueblo que sí da frutos.

Pero puede tener una aplicación a nosotros, a nuestra comunidad.  Somos al mismo tiempo el viñedo que debe producir buenos frutos y los viñadores que deben dar esos frutos al dueño, al verdadero Dueño.

¿Estamos produciendo esos buenos frutos?, ¿cómo tratamos a los que, de parte del Dueño, nos piden lo que a Él le toca?

Recibamos esta Palabra de Dios como un llamado más del Señor en nuestro camino cuaresmal hacia la Pascua.

Jueves de la II Semana de Cuaresma

Jer 17, 5-10

Para captar la fuerza de las imágenes proféticas, nos tenemos que situar en el ambiente geográfico donde fueron escritas: el contraste entre la estepa, tierra árida y quemada por el calor, y las márgenes del río, con su humedad vivificante.

¿En quién confiamos nosotros?, ¿en los valores puramente humanos, materiales, el poder, el prestigio, la riqueza, los honores?, o ¿en Dios?, ¿pura y sencillamente?

En nuestras realidades humanas es relativamente fácil aparecer y no ser, tener y no ser, crear una máscara muy diferente del verdadero rostro, engañar, comprar… Ante Dios esto es imposible.  Dejemos que su Palabra penetre, escrute.  Seamos un árbol fructífero, plantado junto al agua.

Lc 16, 19-31

El Señor Jesús usaba un sistema de enseñanza: las parábolas, pequeñas narraciones llenas de realidades, de situaciones, de cosas que todos conocían o habían experimentado, y de ahí provenía la enseñanza.  En la parábola hay una serie de personajes, palabras, situaciones, y la enseñanza viene al final.  De la parábola de las jóvenes previsoras no hay por qué pensar que Jesús enseña a no compartir los bienes; o de la parábola del administrador infiel, que el Señor enseñe a robar.  En esta parábola no se quiere enseñar que hay que sufrir en esta vida o en la otra.

Ni tiene una implicación de «luchas de clases».

La riqueza no es mala en sí, pero lleva muy de cerca el peligro de cerrarse a Dios, de olvidarse de lo realmente importante, de quedarse en las apariencias, y también lleva, muy de cerca, el peligro de cerrarse a los demás.

Los hermanos del rico, como él, tenían la Ley y los profetas y no les hicieron caso: «no harán caso».

La comunidad primitiva, al oír aquello de «ni aunque resucite un muerto»,  pensarían inmediatamente en la resurrección de Cristo.

¿Qué nos dice esta parábola hoy a nosotros?

Miércoles de la II Semana de Cuaresma

Jer 18, 18-20

Todos nosotros, en una forma u otra, alguna vez nos hemos sentido abandonados, solos, traicionados, o hemos sentido la enfermedad, propia o de algún ser querido, hemos experimentado pobreza o incapacidad, incomprensión o dudas.

Jeremías es un profeta, habla en nombre de Dios.  Por haber predicho el fin de la Ley y del profetismo, se siente amenazado; su figura se va haciendo tipo del siervo sufriente, del justo perseguido.  Su lamentación es un modelo de fe y de esperanza para todo el pueblo de Dios.

Mt 20, 17-28

Hemos escuchado la tercera predicción que Jesús hace de su camino pascual, que es el modelo de nuestro caminar cristiano.

Esta tercera predicción más detallada que las otras dos: será entregado, condenado, objeto de burlas, azotado y crucificado.

La sensibilidad humana se subleva instintivamente ante la humillación, el dolor y la muerte.  Así reaccionaron los apóstoles.  La predicción de la resurrección no hace ningún contrapeso, si tal vez la escucharon…; la sintieron tan lejana… tan incorpórea.

En contraste a este camino de Cristo está nuestro camino humano: «que se sienten uno a tu derecha y el otro a tu izquierda en tu Reino».  Pero el Señor dice: «el que quiera ser grande entre ustedes, que sea el que lo sirva».

El Señor nos da ejemplo de esto, «que no vino a ser servido sino a servir… y a dar la vida por redención…».

Esto lo vivimos de forma muy especial en la Eucaristía.  Llenos de su vida, en la que participamos, salgamos a servir y a transformar.

Martes de la II Semana de Cuaresma

Is 1, 10. 16-20

Sodoma y Gomorra, las dos ciudades pecadoras destruidas por la ira de Dios, permanecen en la actitud negativa del pueblo que responde con ingratitud e infidelidad al amor que Dios le ha manifestado.

No son los sacrificios y las prácticas cultuales vacías de espíritu los que pueden purificar al hombre, sino solamente la práctica de la justicia, que debe corresponder a la misericordia de Dios siempre pronta a perdonar.

Con frecuencia aplicamos a Dios nuestras propias mezquindades y limitaciones.  ¿Me podrá perdonar Dios?  ¿Tendrá suficiente poder?  ¿Tendrá ganas de perdonarme?

En esta Cuaresma, soy invitado a reconocer mis pecados; con mayor razón soy invitado a reconocer, ante todo, la infinita misericordia de Dios.

Mt 23, 1-12

Las distancias entre la teoría y la práctica, entre el mandamiento y su cumplimiento, entre lo exterior y lo interior, hoy nos aparece en las palabras de Cristo, llenas de fuerza.

Moisés expresa toda autoridad o responsabilidad.  Autoridad= servicio.

Los vestidos e insignias de oración, las filacterias y los mantos con franjas  -lo exterior, sin alma-  la finalidad fallida: «para ser vistos».

La palabra de Cristo: «Que el mayor entre ustedes sea su servidor».

A la luz de esta Palabra, celebremos hoy la Eucaristía.

Lunes de la II Semana de Cuaresma

Dan 9, 4-10

La conversión, al regresar a Dios, movimiento continuo indispensable en toda la vida cristiana personal o comunitaria, implica la visión clara del camino debido, de lo bueno, por una parte, y por otra, de la aceptación del desvío, de lo malo.

Cuaresma es tiempo especial de conversión y, aunque la conversión sea una exigencia continua, es muy importante un tiempo especial en el que la escucha de la Palabra y la respuesta oracional se intensifiquen.

Hoy nos podemos unir a la plegaria de Daniel que hemos escuchado.  Es una contemplación de la grandeza, del amor y de la fidelidad de Dios, y de los olvidos, ingratitudes y alejamiento del pueblo.

La contemplación de nuestra miseria no abate, no destruye, porque se está mirando a la misericordia de Dios y se apoya en ella; misericordia infinitamente más grande que nuestros pecados; de ahí el aliento de restauración, el movimiento confiado de regreso al Padre.

Lc 6, 36-38

Ayer oíamos el mismo mandamiento evangélico que hoy escuchamos: «sean misericordiosos como su Padre es misericordioso».  Ayer los oíamos así: sean perfectos como su Padre celestial  es perfecto».  También hoy, igual que ayer, nos viene a la mente la forma como se expresa el mismo mandamiento en el evangelio de san Juan: «un mandamiento nuevo yo les dejo, un mandamiento nuevo yo les doy: que se amen los unos a otros como Yo los he amado».

Es la respuesta exigida de nuestro amor, correspondiente al amor primero y perfecto de Dios.  «Dios es amor», «tanto amó Dios al mundo que le dio su propio Hijo», «habiendo amado a los suyos… los amó hasta el extremo»

Alguien dijo: «la medida del amor es el amor sin medida», el amor mismo de Dios.

No juzgar, no condenar, perdonar.

Estamos celebrando el Sacramento que hace presente para nosotros ese amor sin medida.  Salgamos fortalecidos para responder, a nuestra vez, a ese mandamiento básico: amar «como el Señor Jesús».

Sábado de la I Semana de Cuaresma

Deut 26, 16-19

La lectura del Deuteronomio nos ha presentado la alianza, el pacto que Dios hace con su pueblo: «Yo seré tu Dios, tú serás mi pueblo».

Nosotros somos hoy el pueblo de Dios, con nosotros Él ha hecho la alianza suprema y definitiva en Cristo Señor.

En la palabra misma «Iglesia» está la raíz griega Kaleo, es decir, llamar.  Dios toma la iniciativa, El invita, convoca; el pueblo escucha la invitación, atiende al llamado y se reúne.  Dios, con su palabra, va formando a ese pueblo, lo ilumina, lo guía, lo alienta; cuando es necesario, amorosamente lo increpa.  Luego hace con él su alianza.  Es lo que nosotros, día a día, vamos viviendo, experimentando en nuestras celebraciones eucarísticas.

Hoy, el Señor nos ha recordado que al don perfecto de su amor tiene que corresponder la efectividad de nuestro amor.

Mt 5, 43-48

De nuevo encontramos la palabra del Señor Jesús que nos aparece como perfeccionador y culminador de todas las expectativas y mandatos de la antigua alianza.  «Han oído ustedes que se dijo… pero yo les digo…»

El mandamiento del Señor es desconcertante, enorme, podemos decir, imposible: «sean perfectos como su Padre celestial es perfecto».

Sí, efectivamente, mandato imposible en él mismo.  Pero Jesús nos diría: «Yo te he abierto el camino, yo te doy las fuerzas para este actuar, yo te acompaño y te aliento».

Este mandato es expresado de otro modo: «sean misericordiosos como su Padre es misericordioso»; lo sabemos, fue explicitado en: «un mandamiento nuevo yo les dejo, un mandamiento nuevo yo les doy, que se amen unos a otros como yo lo he amado».

No olvidar que nos podemos llamar verdaderamente cristianos sólo en la medida que estemos efectivamente intentando cumplir este mandamiento.