Lunes de la VI Semana Ordinaria

Sant 1, 1-11

Hemos iniciado una serie de lecturas de algunas de las cartas apostólicas llamadas «católicas», es decir, universales, por no ser dirigidas a una comunidad particular, como las de Pablo.  Comenzamos con la llamada carta de Santiago, digo «llamada» porque no es propiamente una carta, sino más bien una catequesis a modo de homilía.  Como lo oímos, va dirigida a las «doce tribus, dispersas por el mundo»,  es decir, a los judíos cristianos de la Diáspora, los que vivían fuera de Palestina.  El autor se presenta como «Santiago, siervo de Dios y de Jesucristo, el Señor».  Ha sido identificado con Santiago, el jefe de la comunidad de Jerusalén. 

La carta es, desde luego, anterior al año 70 (destrucción de Jerusalén), y si es de Santiago de Jerusalén, es anterior al 62, fecha de su muerte.  Escrita en buen griego, es una serie de reflexiones morales en las que aparece, desde luego, el sentido nuevo cristiano, pero es hecha por un buen conocedor y amante de la ley antigua.

Será luz y guía para nosotros como primera lectura, durante dos semanas.

Mc 8, 11-13

El don salvífico de Dios en Cristo «necesita»  de nuestra apertura y disponibilidad.  «Tú tiendes la mano para que pueda encontrarte el que te busca», dice la Oración eucarística IV.  Para que un arco se sostenga, se necesitan dos columnas.

La actitud de los fariseos no es de apertura y disponibilidad.  Los fariseos no vienen a ser iluminados: «lo interrogan para tentarlo».  San Marcos usa el mismo verbo que cuando las tentaciones en el desierto.

Le pedían una «señal del cielo».  Jesús suspiró profundamente y … se alejó.  Cuando falta la apertura, la humildad, la confianza, las disposiciones interiores de acogida, no se hace el encuentro salvífico y Jesús se aleja.

Que nuestras disposiciones sean las necesarias para que Jesús se acerque a nosotros en esta Eucaristía y nos dé su vida nueva de resucitado.

Sábado de la V Semana Ordinaria

1Re 12, 26-31; 13, 33-34

Siempre había habido una cierta tirantez entre el norte y el sur: Israel y Judá.

Los errores políticos de Salomón y luego especialmente de su hijo y sucesor Roboam, causaron que estallara la separación.  Jeroboam se convierte en el jefe de la insurrección de las tribus del norte y nace la división, convitiéndose en rey.  Jeroboam, que había tenido cierto apoyo entre los profetas del norte pronto lo pierde por sus medidas religiosas equivocadas.

El deseo de lograr la absoluta unidad política del norte y su separación definitiva del sur, lo hace que busque una identidad religiosa en su pueblo, alejándose del culto único a Dios en Jerusalén.  Por eso, hace representar a Dios con el mismo símbolo de Baal-Hadad, el novillo; al antiguo templo de Betel, meta antigua de peregrinaciones, lo revaloriza y hace lo mismo con otro antiguo foco de culto en Dan, en el norte de las fuentes del Jordán.  Instituye una fiesta «el día quince del octavo mes» para hacer contraste con la fiesta de los tabernáculos.  Y lo que también se le achaca, «consagraba como sacerdote a todo aquel que lo deseaba».  El autor deuterocanónico mira todo esto con gran horror y termina diciendo como lo oímos: éste fue el pecado que causó la destrucción y el exterminio de la dinastía de Jeroboam».

Mc 8, 1-10

El milagro de ayer nos orientaba hacia el Bautismo, el de hoy, hacia la Eucaristía.

Se ha hecho notar el carácter especialmente simbólico de esta segunda multiplicación de los panes.

Esta, está «orientada»  a los gentiles, la otra a los judíos.  Esta se hace en territorio pagano.  Aquí se usa el término «dar gracias», más familiar a los paganos que el de «bendecir».

Sobre siete canastos, como siete eran los diáconos organizadores de la primera comunidad griega, en vez de los doce de la primera multiplicación que recuerda a los doce apóstoles.

Jesús se compadece de «los que vienen de lejos».

Los primeros lectores de Marcos se reconocen en esta lectura.

Nosotros también, originalmente éramos «paganos».  Esta es «nuestra» multiplicación de los panes.

Jesús es el alimento rico, vivificante y súper abundante.  A la luz de esta Palabra, vivamos nuestra Eucaristía.

Viernes de la V Semana Ordinaria

1 Re 11, 29-32, 12,19

Ayer escuchábamos la sentencia de rechazo de Dios a Salomón, su reino sería dividido y en parte arrebatado.

Había muchas causas de separación: «el nacionalismo» de las tribus que miraban mal las preferencias regias a la tribu de Judá y la pobreza general, en contraste con lo majestuoso del rey.

De nuevo nos encontramos con el hecho doloroso de la desunión.  En la Biblia, mal y desunión aparecen siempre en mutua relación; desde Caín y Abel, la desunión en Babel, etc.  Uno de los nombres que damos al espíritu de mal es diablo, que se interpreta como el separador, el que causa separación.

¿Le hemos hecho el juego al malo, actuando como causantes de separación, o al Espíritu Santo de Dios, que es el gran unificador?

Mc 7, 31-37

Jesús va caminando por tierra pagana, por el territorio de la Decápolis.  De nuevo es una manifestación de la universalidad de la salvación.

La curación del sordomudo nos pone en una perspectiva simbólica.  Tal vez todos nosotros oímos y hablamos suficientemente bien.  En nuestro bautismo se repitió el mismo gesto de Cristo: nos tocaron los oídos y la boca y se nos dijo la mima palabra aramea: «Effetá», es decir «Ábrete».

Abrirnos primeramente a Dios, en la actitud fundamental de la fe, excluyendo todo orgullo y autosuficiencia y todo lo que pudiera ser un obstáculo en la recepción del mensaje del Señor, que nos habla de tantas y tantas formas.  Abrirnos al prójimo, a sus derechos y reclamos, a su situación y necesidades concretas.  A saber hablar a Dios en la oración confiada y humilde.  Al prójimo, saber darle siempre la Buena Nueva del Señor, en una forma sencilla y luminosa pero audaz e ingeniosa.

Oigamos la Palabra y, fortalecidos, salgamos a dar testimonio.

Jueves de la V Semana Ordinaria

1Re 11, 4-13

Los días pasados admirábamos la cumbre del esplendor de Salomón, hoy vemos su caída.  En aquel tiempo, él tenía muchas mujeres, era un signo de riqueza y de poder más que de depravación de costumbres.  los reyes solían unirse con muchas mujeres provenientes de distintas naciones, para hacer alianzas con esos pueblos.

Lo que el autor reprocha a Salomón no es su poligamia sino su idolatría.  Sus mujeres seguían dando culto a sus ídolos originales y Salomón cedió.  Se hace especial mención de Molok, a este ídolo se le sacrificaban niños que eran quemados.

Salomón finalmente es infiel a Dios y es rechazado por Dios, como lo había sido antes Saúl.  Escuchamos la amenaza de los castigos y su atenuación: «por consideración a David, tu padre».

El reino será dividido de nuevo.

Hoy podríamos pensar en las modernas idolatrías, la adoración de la riqueza, del poder, de los placeres, el egoísmo, a cuyos ídolos se sacrifican tantos valores.  Hoy se siguen sacrificando innumerables niños y esto llega a ser defendido y legalizado (Aborto).

Mc 7, 24-30

El hecho de que el milagro se realice en territorio no judío, la región de Tiro, y en favor de una persona pagana, una fenicia, no es meramente geográfico o anecdótico.  Es signo de universalidad; Cristo salva a quien se abre a Él desde la fe.

El aparente rechazo de la mujer por parte del Señor, la comparación entre perritos e hijos, que en un aspecto podría parecer denigrante, pone más de relieve la firmeza de la fe de la mujer, por la que su hija recibe la salud.

De nuevo nos aparece la fe de una pagana contraposición al rechazo o al escepticismo de miembros del pueblo escogido, sobre todo de sus dirigentes.

Todo esto es para nosotros una nueva llamada a la fe, a la apertura sencilla y total al Señor y a los hermanos.

Miércoles de la V Semana Ordinaria

1 Re 10, 1-10

Nos ha aparecido la figura de la reina de Sabá.  En esa época, el reino de Sabá se extendía en la parte sudoccidental de la península arábiga.  Se debe haber tratado de un viaje con fines de relaciones comerciales ante todo, pero el libro nos presenta el aspecto de la fama de la sabiduría de Salomón; las mismas riquezas y esplendor de su reino son expresión de esa sabiduría.  Es interesante la alabanza que hace la reina a Dios, de quien proviene todo lo que es Salomón.  Recordemos cómo Jesús hará alusión a esta visita de la reina de Sabá a Salomón para inculpar a sus paisanos por su falta de fe: «La reina del sur se levantará en el juicio contra esta gente y la condenará porque ella vino de los últimos rincones de la tierra a oír  la sabiduría de Salomón, y aquí hay alguien más grande que Salomón». 

Acerquémonos con fe profunda a esta sabiduría infinita que es Cristo Señor.

Mc 7, 14-23

En la moralidad judía estaba el concepto de alimentos puros o impuros.  Los animales, las cosas, nos dice el Señor, no pueden ser malos en sí, ni menos comunicar el mal.  Es nuestra actitud, nuestra direccionalidad voluntaria la que marca nuestro rechazo o nuestra aceptación de Dios, cuando aceptamos o rechazamos su voluntad.

Desde nuestro corazón o desde nuestra razón está la decisión positiva o negativa, el bien o el mal.  Este criterio que nos ha enseñado el Señor, lo podemos aplicar hoy, si no a los alimentos, sí a otras realidades de religiosidad un tanto mágica o de tradicionalidad un tanto mecanicista que supone que ellas mismas, por sí solas, producen la salvación, la cual sólo se consigue con una entrega amorosa y constante a Dios y al prójimo.

Abrámonos hoy a esta Palabra del Señor y a su acción salvífica con toda nuestra buena voluntad y sinceridad.

Martes de la V Semana Ordinaria

1 Re 8, 22-23. 27-30

En la dedicación del templo, Salomón elevó al Señor una amplia plegaria, que ocupa la mayor parte del capítulo octavo del primer libro de los Reyes, que estamos leyendo estos días.  Hoy escuchamos una síntesis de la teología de la alianza, que es la doctrina central del A. T.  La grandeza infinita de Dios, su majestad inenarrable, su poder sin límites, se ha inclinado amorosamente al pueblo que Él se ha elegido, y pacta con el pueblo una alianza.  Es Dios, al mismo tiempo el totalmente diferente, el supremamente alto, el de por sí inalcanzable, y sin embargo el tan cercano, el que llena todo el universo y, sin embargo, se manifiesta en su templo.

Esta alianza pide del pueblo el cumplir de todo corazón su voluntad.  Así Dios escuchará, como lo expresa Salomón en una serie de expresiones, la súplica, el clamor, la adoración de su pueblo.

Recordemos que Jesús será el verdadero templo, el verdadero lugar, indispensable, del encuentro con Dios.

Mc 7, 1-13

El motivo de la discusión con los fariseos es la pureza legal expresada en la purificación ritual del lavado de manos.

La ley, como todas las realidades humanas, comenzando por el hombre mismo, tiene un interior y un exterior, una realidad física y otra trascendente.  En la ley, encontramos la letra y su espíritu.

Lo externo, lo material, como lo más aparente, lo más inmediato, nos atrapa, y lo que tendría que ser medio se convierte en fin.  Lo que tendría que ser etapa se convierte en meta.  Lo que tendría que ser trampolín o escalera lo convertimos en sofá o en cama…

La liturgia siempre nos está pidiendo que pasemos de lo externo a lo interno, del signo al significado.

Lunes de la V Semana Ordinaria

1Re 8, 1-7. 9-13

Oímos cómo Salomón realizó el proyecto de su padre David, de construirle a Yahvé un templo; es también la culminación de su reinado y, como se ha hecho notar la culminación de la toma de posesión de la tierra prometida.  Queda consagrada la alianza entre Dios y su pueblo.  La presencia del Señor se manifiesta en la nube que toma posesión de la nueva morada.  Así se había manifestado la gloria del Señor en el Sinaí, luego en la tienda de la reunión.

Cuando María pregunte al ángel cómo se realizará su anunciada maternidad, el ángel le responderá: «El Espíritu del Señor vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra».  En la transfiguración, la nube, símbolo del Espíritu Santo, será testimonio de la gloria de Jesús.

El templo inaugurado por Salomón va a ser destruido uno 375 años después; reconstruido luego, al regreso del exilio y después, uno 10 años antes de Cristo, por Herodes, va a recibir en la humildad de sus manifestaciones a la verdadera gloria de Dios, revelada en Cristo.

Mc 6, 53-56

En la continuación del Evangelio de Marcos que vamos escuchando día a día, oímos el sábado pasado que Jesús, compadecido de la muchedumbre que andaba «como ovejas sin pastor», les daba con calma «muchas cosas», el pan de la Palabra.

Cristo es vida para nosotros, la vida misma de Dios.

Hoy escuchamos cómo Cristo es vida, y que la da no sólo con su Palabra, sino también dando la salud, la salud corporal, física, y la salud espiritual, tal como lo escuchamos en la narración de la curación del paralítico que fue descolgado por el techo.  Jesús mismo lo aclara perfectamente: «para que vean que el Hijo del hombre tiene poder de perdonar el pecado»; por lo tanto, tiene poder para sanar hasta lo más  profundo, lo más radical del hombre.

Aquí en esta Eucaristía estamos ante el Señor que salva, que comunica la vida misma de Dios con la Palabra y el Sacramento.  Acerquémonos a El con la confianza de aquella pobre gente que, llena de fe, llevaba hasta Jesús a sus enfermos.

Sábado de la IV Semana Ordinaria

1 Re 3, 4-13; Mc 6, 30-34

La oración de Salomón le agradó a Dios porque no era egoísta.  El don que él pedía, aunque fuera para él, era una cualidad que quería utilizar para el bien del pueblo.  Salomón pidió sabiduría práctica para la tarea de gobernar y juzgar al pueblo de Dios.

En el evangelio encontramos una mayor calidad de altruismo.  Cansado por su predicación y su cuidado por el pueblo, Jesús buscó un momento de tranquilidad y reposo en un sitio solitario junto con sus apóstoles.  Pero la gente los vio y lo siguió.  Olvidándose de sí mismo, Jesús inmediatamente dirigió su atención a las necesidades del pueblo.

La liturgia de la Iglesia quiere que tengamos un espíritu generoso, como el de Jesucristo y Salomón.  Está muy bien que presentemos nuestras necesidades personales en la liturgia (que se expresa en la Oración de los fieles), pero después de eso encontramos que la Iglesia en la Misa nos invita a ampliar nuestro horizonte más allá de nuestro mundo individual.

La oración de los fieles, que sigue a la homilía, tiene como objeto hacer nuestras las peticiones por todo el mundo.  Es una clase de oración generosa que, sin excluir las necesidades particulares, refleja la amplitud de espíritu.  Estas oraciones  se hacen al Padre, por medio de Jesucristo, quien «abrió sus brazos en la cruz»  para abrazar a toda la humanidad y derramó su sangre por todos los hombres.  Estas oraciones dan el sentido universal «católico» de nuestra liturgia.  Cuando tengamos intenciones espontáneas, no deben quedar fuera de la preocupación universal.  Por ejemplo alguien recuerda que un pariente suyo va a ser operado.  Su oración puede formularse quizá es esta forma: «Por mi primo que va a ser operado mañana y por todos los enfermos graves.  Roguemos al Señor».

Jesús, en compañía de su antepasado Salomón, es un muy buen ejemplo de cómo debemos orar, sin egoísmo y con generosidad.

La Presentación del Señor

Lc 2, 22-40

En la fiesta de la Presentación del Señor, la primera reflexión está relacionada con las personas que han consagrado sus vidas al servicio de Dios, ya que hoy se celebra la Jornada de la Vida Consagrada. Son unos mensajeros que brindan su mano, acogen y acompañan sin pedir nada a cambio. Son luz para cuantas personas se cruzan con ellos y que van despistadas caminando en medio de la oscuridad de la vida. Se sienten solidarios.

La segunda la encontramos en la lectura de Malaquías, “Yo envío a mi mensajero para que prepare el camino ante mí”. ¿Quién es este misterioso mensajero que precede al Señor preparando su camino? Algunos pensaban que era Elías. En tiempo de Jesús todavía lo estaban esperando y hubo quienes creyeron que ese mensajero anunciado, ese nuevo Elías, era el mismo Jesús.

Ante la pregunta que hizo Jesús a sus discípulos sobre: ¿quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Unos contestaron que Juan el Bautista, otros que Elías; otros que Jeremías o uno de los profetas. Y sigue preguntando Jesús: y vosotros ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro fue el único que contestó “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”.

Pero Jesús aplicó esta profecía a Juan el Bautista. “He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti, que preparará tu camino por delante de ti”. Y no hay que esperar a nadie más. Jesús es el Señor que ha venido. Él ha entrado en el templo para restaurar el verdadero culto.

El salmo que precede a la lectura es un canto que parece recordar la entrada del arca de la alianza en el santuario de Jerusalén. Una procesión entusiasta acompaña el arca. El Señor, aunque invisible, está presente en ella. Los participantes proclaman el dominio de Dios sobre todo el mundo. Al acercarse al templo se apodera de ellos un profundo respeto hacia la santidad de Dios.

Jesús es el Señor de la Gloria, viene a nosotros: se hace hombre; Jesús, santo e inocente sin mancha, entra en Jerusalén. Salgamos a su encuentro. El que tenga limpio el corazón verá a Dios y el que ame a su hermano está en la luz y Dios está con él.

Luz para alumbrar a las naciones

Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, Jesús es llevado al templo por sus padres para someterse al cumplimiento de la ley de Moisés. En el Evangelio San Lucas da a este hecho una especial importancia. Estamos en la primera manifestación grandiosa de Jesús.

El ambiente está bien preparado, un escenario solemne: el templo santo. Unos personajes justos y ancianos, envejecidos en la espera del cumplimiento de la promesa de Dios: Simeón y Ana, prototipos del pueblo de Israel, fiel a su Señor.

La tensión acumulada durante tantos años de espera comienza a desatarse. Por eso Simeón empieza a cantar: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz: porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo, Israel.”

En este canto de Simeón, San Lucas sigue completando las características de la salvación que anuncia. “La salvación de Dios es universal”. La salvación es luz que da sentido a la vida. El Niño es la Luz en brazos de Simeón. La salvación es gloria para Israel, presencia de Dios en medio de su pueblo.

Al entrar el Niño en el templo, aparece de nuevo la gloria de Yahvé habitando en su casa. Jesús es la presencia nueva y definitiva de Dios en medio de su pueblo. Está presente como Salvador. El Niño acaba de recibir un nombre, Jesús, es decir «Salvador».

Comienza una larga historia de alegrías y de decepciones que llega hasta nuestros días. No cabe la postura de brazos cruzados ante Jesús. La salvación que trae no se impone ni se hereda. Se acoge, libre y personalmente o se rechaza.

¡Para cuántos, todavía hoy, sigue siendo Jesús un escándalo, una bandera discutida, un signo por el que los hombres lucharán entre sí. Es el misterio de Dios que aparece en Cristo y en sus condiciones de vida.

Este Evangelio ilumina a la familia como primera experiencia de la Iglesia y toda nuestra vida de creyente. Se nos presenta la verdadera felicidad, el Encuentro definitivo con Dios.

Como persona y como cristiano ¿Hay luz en mi vida o camino a oscuras?

¿Cuál ha sido mi Encuentro definitivo con Dios? ¿Soy feliz de haberlo encontrado? ¿Por qué? Como cristiano ¿Qué objetivo tengo para el año 

Jueves de la IV Semana Ordinaria

1 Re 2, 1-4. 10-12

La primera lectura nos habla de la muerte: la muerte del rey David.  Los días de David se acercaban a la muerte, porque hasta él, el gran rey, el hombre que precisamente había consolidado el reino, debe morir, porque no es el dueño del tiempo: el tiempo continúa, y él también continúa en otro estilo de tiempo, pero continúa. Está en camino. Además, no somos ni eternos ni efímeros: somos hombres y mujeres en el camino del tiempo, tiempo que empieza y tiempo que acaba. Y esto nos hace pensar que es bueno rezar y pedir la gracia del sentido del tiempo, para no volvernos prisioneros del momento, que siempre está encerrado en sí mismo. Así pues, ante este pasaje del primer libro de los Reyes que relata la muerte de David, quisiera proponer tres ideas: la muerte es un hecho, la muerte es una herencia y la muerte es una memoria.

En primer lugar, la muerte es un hecho: podemos pensar muchas cosas, incluso imaginarnos que somos eternos, pero el hecho llega. Antes o después llega, y es un hecho que nos toca a todos. Porque estamos en camino, no somos ni errantes ni encerrados en un laberinto. No, estamos en camino, y hay que hacerlo. Pero existe la tentación del momento, que se adueña de la vida y te lleva a dar vueltas en ese laberinto egoísta del momento sin futuro, siempre ida y vuelta, ida y vuelta. ¡Pero el camino acaba en la muerte: todos lo sabemos! Por esa razón, la Iglesia siempre ha procurado que pensemos en ese final nuestro: la muerte.

Si yo no soy el dueño del tiempo; hay un dato: moriré. ¿Cuándo? Dios lo sabe. Pero con toda seguridad moriré. Repetir esto ayuda, porque es un dato puramente real que nos salva de la ilusión del momento, de tomarse la vida como una sucesión de momentos que no tiene sentido. En cambio, la realidad es que estoy en camino y debo mirar adelante. Así pues, el tiempo, el hecho: ¡todos moriremos! Al acercarse la muerte, David dice a su hijo: «Yo emprendo el viaje de todos». Y así fue.

La segunda idea es la herencia. Sucede a menudo que cuando, al morir, hay que enfrentarse a una herencia, en seguida llegan los sobrinos a ver cuánto dinero le ha dejado el tío a este, a aquel, al otro. Y esta historia es tan antigua como la historia del mundo. En realidad, lo que cuenta es la herencia del testimonio: ¿qué herencia dejo yo? Volviendo al pasaje bíblico de hoy, ¿qué herencia deja David? David también fue un gran pecador: ¡cometió muchos! Pero fue también un gran arrepentido, hasta llegar a ser un santo, a pesar de las cosas gordas que hizo. Y David es santo precisamente porque la herencia es esa actitud de arrepentirse, de adorar a Dios antes que a uno mismo, de volver a Dios: la herencia del testimonio, del buen ejemplo. Por eso, siempre es oportuno que nos preguntemos: ¿qué herencia dejaré a los míos? Seguramente la herencia material, que es buena, porque es el fruto del trabajo. Pero, ¿qué herencia personal, qué ejemplo dejo? ¿Como la de David, o una vacía? Por eso, a la pregunta “¿qué dejo?” no se debe responder solo señalando las propiedades, sino principalmente el testimonio de la vida.

Es cierto que, si vamos a un velatorio, el muerto siempre “era un santo”, tanto que hay dos sitios para canonizar a la gente: ¡la Plaza de San Pedro y los velatorios, porque siempre “era un santo” y porque ya no será una amenaza! La herencia verdadera es el testimonio de la vida. Es oportuno preguntarse: ¿qué herencia dejo si Dios me llamase hoy? ¿Qué herencia dejaré como testimonio de vida? Es una buena pregunta para hacerse, e irnos preparando, porque todos —ninguno quedará “de reliquia”,—, todos iremos por esa senda, con la cuestión fundamental: ¿Cuál será la herencia que dejaré como testimonio de vida?

La tercera idea —junto al «hecho» y la «herencia»— es «la memoria». Porque también el pensamiento de la muerte es memoria, pero memoria anticipada, memoria hacia atrás. Memoria y también luz en este momento de la vida. Y la pregunta que hacerse es: cuando yo me muera, ¿qué me hubiera gustado hacer en esta decisión que debo tomar hoy, en el modo de vivir hoy? Es una memoria anticipada que ilumina el momento de hoy. Se trata, en definitiva, de iluminar con el hecho de la muerte las decisiones que debo tomar cada día.

Pensar: estoy en camino, y es un hecho que moriré; cuál será la herencia que dejaré y cómo me sirve la luz, la memoria anticipada de la muerte, sobre las decisiones que debo tomar hoy. Una meditación que nos vendrá bien a todos.

La mejor manera de encontrarse dispuesto a vivir bien, es vivir como si se estuviera dispuesto a morir en cualquier momento.

Mc 6, 7-13

El Evangelio debe ser anunciado en pobreza, porque la salvación no es una teología de la prosperidad. Es solamente y nada más que el buen anuncio de liberación llevado a todo oprimido.

Ésta es la misión de la Iglesia: la Iglesia que sana, que cura. Algunas veces, he hablado de la Iglesia como hospital de campo. Es verdad: cuántos heridos hay, cuántos heridos. Cuánta gente necesita que sus heridas sean curadas.

Ésta es la misión de la Iglesia: curar las heridas del corazón, abrir puertas, liberar, decir que Dios es bueno, que Dios perdona todo, que Dios es Padre, que Dios es tierno, que Dios nos espera siempre.

Desviar de la esencialidad de este anuncio abre al riesgo de tergiversar la misión de la Iglesia, por lo cual el compromiso profuso para aliviar las diversas formas de miseria se vacía de la única cosa que cuenta: llevar a Cristo a los pobres, a los ciegos, a los prisioneros.

Cuando olvidamos esta misión, olvidamos la pobreza, olvidamos el celo apostólico y ponemos la esperanza en estos medios, la Iglesia lentamente cae en una ONG y se transforma en una bella organización: potente, pero no evangélica, porque falta aquel espíritu, aquella pobreza, aquella fuerza para curar.

En el Evangelio de hoy, los discípulos vuelven felices de su misión y Jesús los lleva a descansar un poco, pero no les dijo: «pero ustedes son grandes, en la próxima salida organicen mejor las cosas…» Solamente les dice: «Cuando hayan hecho todo lo que deben hacer, díganse a sí mismos: somos siervos inútiles».

Éste es el apóstol. ¿Y cuál sería la gloria más grande para un apóstol? «Ha sido un obrero del Reino, un trabajador del Reino». Ésta es la gloria más grande, porque va en este camino del anuncio de Jesús: va a curar, a custodiar, a proclamar este buen anuncio y este año de gracia. A hacer que el pueblo encuentre al Padre, a llevar la paz al corazón de la gente».