Sábado de la IV Semana de Pascua

Hch. 13, 44-52; Juan 14, 7-14

En los últimos momentos de Jesús se va produciendo en sus discípulos una sensación de angustia e incertidumbre importantes.

Jesús les va anunciando su «partida del mundo» y su vuelta «al Padre». Pero estas cosas todavía no entran en la comprensión de sus discípulos. Hace mucho tiempo que están con Él y todavía no lo conocen a fondo. Los discípulos de Jesús le piden la razón más fuerte que cabe pedir para descansar plenamente en la confianza que han puesto en Jesús: ¡muéstranos al Padre y eso nos basta!

«La pregunta de Felipe que pide les muestre al Padre, pensando que Cristo, que hizo tantos milagros, se lo manifestase ahora con una maravillosa teofanía, al estilo de lo que pensaba de Moisés o Isaías, que habían visto a Dios, hace ver (una vez más) la rudeza e incomprensión de los Apóstoles hasta la gran iluminación de Pentecostés».

Jesús no puede acceder a esa petición. Sin embargo para no decepcionar a Felipe, le dice que observe las obras que ha hecho ya que ellas son la prueba de que el Padre está en Él y Él en el Padre, pues todas esas obras, todos esos milagros, los ha realizado «en nombre del Padre y como signo de que el Padre está en Él».

Y Jesús todavía les hace una afirmación más avanzada: que el que cree en Él, hará cosas más extraordinarias de las que han visto que Él ha hecho. No les dejará abandonados. El Padre les acompañará y él mismo estará con ellos como intercesor, ya que «todo lo que pidan yo lo haré».

En todas partes el mensaje del evangelio encuentra oposición. Pablo es perseguido implacablemente, a muerte: en Iconio, Derbe, Listra… Pero dos cosas quedan aún más claras: el evangelio va dejando, allí donde se predica un reguero de consuelo y de alegría. Y el Espíritu Santo sostiene la marcha y predicación de los evangelizadores. El Espíritu Santo sigue siendo la íntima fuerza de la Iglesia misionera… así hasta el día de hoy.

Dame sed de tu Palabra, Señor, y sobre todo, dame la fuerza que necesito para ser fiel a todo lo que ella me pida.

Viernes de la IV Semana de Pascua

Hech 13, 26-33

La primera lectura recoge el discurso de San Pablo en la sinagoga de Antioquía. Los habitantes de Jerusalén y sus jefes —dice el apóstol— no reconocieron a Jesús y lo condenaron, pero Él, después de morir, resucitó. “Y también nosotros —concluye San Pablo— os anunciamos la Buena Noticia de que la promesa que Dios hizo a nuestros padres, nos la ha cumplido a nosotros, sus hijos, resucitando a Jesús. Así está escrito en el salmo segundo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy”.

Con esa promesa de Dios en el corazón, el pueblo se puso en camino, y también con la seguridad que se derivaba de saberse un pueblo elegido. Ese pueblo, a menudo infiel, se fiaba de la promesa, porque sabía que Dios es fiel. Y por eso seguía adelante, fiándose de la fidelidad de Dios. También nosotros estamos en camino. Y cuando hacemos esta pregunta: “Sí, en camino: pero, ¿en camino a dónde?” – “Al cielo” – “¿Y qué es el cielo?”. Y ahí, empezamos a patinar en las respuestas, porque no sabemos bien cómo explicar qué es el cielo. Muchas veces pensamos en un cielo abstracto, un cielo lejano, un cielo… “sí, se está bien allí…”. Algunos piensan: “Pero, ¿no será un poco aburrido estar allí, toda la eternidad?”. No: el cielo no es eso. Caminamos hacia un encuentro: el encuentro definitivo con Jesús. El cielo es el encuentro con Jesús.

Jn 14, 1-6

Este diálogo de Jesús con los discípulos tiene lugar en la mesa, durante la cena. Jesús está triste; todos lo están: Jesús dijo que sería traicionado por uno de ellos y todos notan que algo malo va a pasar. Jesús empieza a consolar a los suyos: porque uno de los oficios, “de las tareas” del Señor es consolar. El Señor consuela a sus discípulos, y aquí vemos el modo de consolar de Jesús. Nosotros tenemos muchos modos de consolar, desde los más auténticos y cercanos, a los más formales, como los mensajes  de pésame: “Profundamente apenado por…”. ¡No consuela a nadie, es una farsa, es el consuelo de la formalidad! Pero, ¿cómo consuela el Señor? Esto es importante saberlo, para que nosotros, cuando en la vida pasemos por momentos de tristeza, aprendamos a ver cuál es el auténtico consuelo del Señor.

 Y en este pasaje del Evangelio vemos que el Señor consuela siempre con la cercanía, la verdad y la esperanza. Son los tres rasgos del consuelo del Señor. Cercanía, nunca distantes: ¡estoy aquí! Qué bonitas palabras: “Aquí estoy. Estoy aquí con vosotros”. Y muchas veces en silencio, pero sabemos que está: Él siempre está. Esa cercanía que es el estilo de Dios, también en la Encarnación: hacerse cercano a nosotros. El Señor consuela con cercanía. Y no usa palabras vacías, es más, prefiere el silencio. La fuerza de la cercanía, de la presencia. ¡Habla poco, pero está cerca!

 Un segundo rasgo del modo de consolar de Jesús es la verdad: Jesús es verdadero. No dice cosas formales que son mentiras: “No, estate tranquilo, todo pasará, no sucederá nada, pasará, las cosas pasan…”. No. Dice la verdad. No esconde la verdad. Porque Él mismo en este pasaje dice: “Yo soy la verdad”. Y la verdad es: “Yo me voy”, o sea: “Moriré”. Estamos ante la muerte. Esa es la verdad. Y lo dice sencillamente e incluso con mansedumbre, sin herir: estamos ante la muerte. No esconde la verdad.

 Y este es el tercer rasgo: Jesús consuela con esperanza. Sí, es un momento malo. Pero «no se turbe vuestro corazón. Confiad en mí». Os digo una cosa, dice Jesús: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Voy a prepararos un lugar». Él va delante a abrir las puertas de aquel lugar por las que todos pasaremos, así lo espero: «volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros». El Señor vuelve cada vez que alguno de nosotros está en camino de irse de este mundo. “Vendré y os llevaré”: la esperanza. Vendrá, nos tomará de la mano y nos llevará. No dice: “No, no sufriréis: no pasa nada…”. No. Dice la verdad: “Estoy aquí, esa es la verdad: es un momento malo, de peligro, de muerte. Pero no se turbe vuestro corazón, estad en paz, esa paz que es la base de todo consuelo, porque yo vendré y, de la mano, os llevaré a donde yo esté”.

 No es fácil dejarse consolar por el Señor. Muchas veces, en los momentos malos, nos enfadamos con el Señor y no le dejamos que venga y nos hable así, con esa dulzura, con esa cercanía, con esa mansedumbre, con esa verdad y con esa esperanza.

 Pidamos la gracia de aprender a dejarnos consolar por el Señor. El consuelo del Señor es verdadero, no engaña. No es anestesia, no. Sino que es cercano, es verdadero y nos abre las puertas de la esperanza.

San Marcos

Hoy la Iglesia celebra a San Marcos, uno de los cuatro evangelistas, muy cercano al apóstol Pedro. El Evangelio de Marcos fue el primero en ser escrito. Es sencillo, de estilo simple, muy cercano.

Y en este pasaje –que es el final del Evangelio de Marcos, que hemos leído ahora– es el envío del Señor. El Señor se reveló como salvador, como el Hijo único de Dios; se reveló a todo Israel y al pueblo, especialmente y con más detalle a los apóstoles, a los discípulos. Es la despedida del Señor: el Señor se va, partió y «fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios». Pero antes de partir, cuando se aparece a los Once, les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación». Es la misión de la fe. La fe, o es misionera o no es fe. La fe no es algo solo para mí, para que yo crezca en la fe. La fe siempre te lleva a salir de ti. ¡Salir! La transmisión de la fe; la fe se trasmite, se ofrece, sobre todo con el testimonio: “Id, que la gente vea cómo vivís”

 Hoy hay tanta incredulidad, en nuestras ciudades, porque los cristianos no tienen fe. Si la tuviesen, seguro que la darían a la gente. Falta la misión. Porque en la raíz falta la convicción: “Sí, yo soy cristiano, soy católico…”, como si fuese una actitud social. En el carnet de identidad te llamas así: “cristiano”; es un dato del carnet de identidad. Eso no es fe. Eso es algo cultural. La fe necesariamente te lleva fuera, te lleva a darla: porque la fe esencialmente debe ser trasmitida. No está quieta. “Ah, ¿usted quiere decir, padre, que todos debemos ser misioneros e ir a países lejanos?”. No, esa es una parte de la misión. Lo que quiere decir es que, si tienes fe, necesariamente debes salir de ti y mostrar socialmente la fe. La fe es social, es para todos: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda criatura». Y esto no quiere decir hacer proselitismo, como si yo fuese de un equipo de fútbol que hace proselitismo o de una sociedad de beneficencia. No, la fe es nada de proselitismo. Es hacer ver la revelación, para que el Espíritu Santo pueda actuar en la gente a través del ejemplo, como testigo, con servicio. El servicio es un modo de vivir: si yo digo que soy cristiano y vivo como un pagano, ¡no va! Eso no convence a nadie. Si digo que soy cristiano y vivo como cristiano, eso atrae. Es el buen ejemplo.

 Una vez, un estudiante me dijo: “En la universidad tengo muchos compañeros ateos. ¿Qué debo decirles para convencerles?”“Nada, querido, nada! Lo último que debes hacer es decir algo. Comienza viviendo y ellos, al ver tu buen ejemplo, te preguntarán: ¿Por qué vives así?”. La fe se trasmite: no obligando sino como el que ofrece un tesoro. “Está ahí, ¿veis?”. Y esa es también la humildad de la que habla San Pedro en la Primera Lectura: «Queridísimos, revestíos todos de humildad en el trato mutuo, porque Dios resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes». Cuántas veces en la Iglesia, en la historia, han nacido movimientos, asociaciones de hombres o mujeres que querían obligar a la fe, convertir…, auténticos “proselitistas”. ¿Y cómo acabaron? En la corrupción.

 Es tan tierno este pasaje del Evangelio. Pero, ¿dónde está la seguridad? ¿Cómo puedo estar seguro de que saliendo de mí seré fecundo en la transmisión de la fe? «Proclamad el Evangelio a toda criatura», haréis maravillas. Y el Señor estará con nosotros hasta el fin del mundo. Nos acompaña. En la transmisión de la fe, el Señor siempre está con nosotros. En la transmisión de la ideología habrá maestros, pero si tengo la actitud de fe que debo trasmitir, el Señor está ahí y me acompaña. En la transmisión de la fe nunca estoy solo. Es el Señor conmigo quien trasmite la fe. Lo prometió: “yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

 Pidamos al Señor que nos ayude a vivir nuestra fe así: la fe de puertas abiertas, una fe transparente, no “proselitista”, sino que se haga ver: “¡Pues yo soy así!”. Y con esa sana curiosidad, ayude a la gente a recibir este mensaje que les salvará.

Miércoles de la IV Semana de Pascua

Hech 12, 24-13,5

Antioquia es la capital del crecimiento cristiano hacia el mundo pagano.  Es el centro operativo de Saulo y Bernabé; es el lugar donde se comenzó a llamar «cristianos»  a los seguidores de Cristo.

En el ambiente de una celebración litúrgica y de una comunidad unida y llena de dones, los profetas son los que, iluminados por Dios, saben ir leyendo su voluntad en los acontecimientos concretos; los maestros disciernen la luz de Dios en las Escrituras y la comunidad vitalmente a sus hermanos.  En esa comunidad y en ese ambiente eclesial se hace presente la luz del Espíritu, «resérvenme a Saulo y a Bernabé para la misión que les tengo destinada».  Toda la comunidad está implicada en ese envío.  Una comunidad que esté viviendo ricamente su vida litúrgica sentirá la necesidad del envío.  Todo cristiano es misionero.

Jn 12, 44-50

Juan sitúa la lectura de hoy antes de la Cena y la Pasión del Señor.  Es, pues, la proximidad de la Pascua.

Jesús, en su unidad con el Padre, es su enviado y el comunicador de su misma vida.

Jesús se presenta de nuevo; Él es la Luz, la luz que es conocimiento, vida, bien, en contraste con las tinieblas que son mal, muerte y error.

Pero la vida que nos comunica Jesús, tiene que ser en nosotros eso: vida.  Las palabras tienen que ponerse en práctica, pues la vida es obras…

Cerrarse a la vida significa muerte, cerrarse a la luz es oscuridad, cerrarse al bien es mal definitivo.

Invitados por la Palabra, abrámonos a la vida que nos comunica y pongámosla en práctica.

Martes de la IV Semana de Pascua

Hech 11, 19-26

Hoy hemos escuchado una concretización de la universalidad de la salvación: el cristianismo que se va propagando por Fenicia, Chipre y Antioquía, la predicación ya no sólo a los judíos sino a los paganos.

Bernabé nos aparece como figura clave en esta expansión.  Bernabé es calificado con calificación máxima: «hombre bueno, lleno del Espíritu Santo y de fe», fue enviado como «visitador apostólico».  Hoy muy difícilmente podemos imaginarnos la real dificultad que para los cristianos de origen judío significaba esa introducción en la fe de tantos paganos.  Bernabé sabe reconocer la acción del Espíritu Santo.

Pero Bernabé hace otra obra maravillosa, promueve a Pablo lo asesora y lo lanza.  No teme Bernabé ya no tener el liderazgo de esos nuevos cristianos, le importa sólo Cristo.  ¿Nos parecemos a Bernabé?

Jn 10, 22-30

La fiesta de la Dedicación, considerada como fiesta de la luz.  Esta fiesta caía en el mes de Kislev (mediados de noviembre-diciembre).  Los judíos se acercan a Jesús, la verdadera luz, y le piden luz, «si tú eres, dínoslo claramente».  Pero Jesús hace notar que no se trata de claridad de enunciados, de ciencia, sino de la luz que el mismo Dios da a los que se abran a ella en sencillez.

Vuelve el Señor a la imagen del Pastor y las ovejas que escuchamos los días anteriores.  Se trata de oír su voz, de conocerlo, de seguirlo.

Hemos oído la voz, en la liturgia de la Palabra, como los discípulos de Emaús, reconozcámoslo en la fracción del pan y sigámoslo decididamente.

Lunes de la IV Semana de Pascua

Hech 11, 1-18

De nuevo aparece en escena el binomio: oración – Voluntad de Dios.

Fue precisamente estando en oración como Pedro y el hombre que fue bautizado por éste, fueron advertidos estando en oración.

Y es que la oración es el medio ordinario por el cual Dios va comunicando su voluntad a sus hijos, de manera que una persona que ora todos los días, y que busca con todo su corazón al Señor sin lugar a dudas que aun en la más oscura de las noches, encontrará el camino seguro; en medio de la crisis caminos de solución; en la pena y el dolor la consolación y sobre todo, en todo momento irá descubriendo la voluntad de Dios para cada uno de sus proyectos e iniciativas.

La oración es el «medio» en el cual el Espíritu se manifiesta, concediendo a sus fieles abundantes dones, carismas y consolaciones. De manera que no orar puede ser considerado como un verdadero suicidio espiritual.

Un santo sacerdote decía: «Nunca dejes lo importante por hacer lo urgente… recuerda siempre que lo más importante de tu día es tu oración».

Jn 10,11-18


Cuando Pedro subió a Jerusalén, los fieles le reprochaban. Lo reprochaban porque había entrado en casa de hombres no circuncisos y había comido con ellos, con los paganos: eso no se podía, era un pecado. La pureza de la ley no permitía eso. Pero Pedro lo había hecho porque el Espíritu lo llevó allí. Siempre hay en la Iglesia –y más en la Iglesia primitiva, porque las cosas no estaban claras– ese espíritu de “nosotros somos los justos, los demás los pecadores”. Este “nosotros y los demás”, “nosotros y los otros”, las divisiones: “Nosotros tenemos la posición justa ante Dios”. En cambio están “los otros”, se dice incluso: “Son los condenados”. Y esa es una enfermedad de la Iglesia, un mal que nace de las ideologías o de los partidos religiosos. Pensad que en tiempos de Jesús, al menos había cuatro partidos religiosos: el partido de los fariseos, el partido de los saduceos, el partido de los zelotes y el partido de los esenios, y cada uno interpretaba la ley según “la idea” que tenía. Y esa idea es una escuela “fuera de la ley” cuando es un modo de pensar, de sentir mundano que se hace intérprete de la ley. También reprochaban a Jesús por entrar en casa de publicanos –que eran pecadores, según ellos– a comer con ellos, con los pecadores, porque la pureza de la ley no lo permitía; y no se lavaba las manos antes de comer…; siempre ese reproche que provoca división: esto es lo importante que yo quería subrayar.

 
Hay ideas y posturas que crean división, y llega a ser más importante la división que la unidad: es más importante mi idea que el Espíritu Santo que nos guía. Hay un cardenal emérito que vive aquí en el Vaticano, buen pastor, que decía a sus fieles: “La Iglesia es como un río. Algunos están más de esta parte, otros de la otra parte, pero lo importante es que todos estén dentro del río”. Eso es la unidad de la Iglesia. Nadie fuera, todos dentro. Y con sus peculiaridades: eso no divide, no es ideología, es lícito. Pero, ¿por qué la Iglesia tiene esa amplitud del río? Porque el Señor la quiere así

 
El Señor, en el Evangelio, nos dice: «Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y en solo Pastor». El Señor dice: “Tengo ovejas en todas partes y yo soy pastor de todos”. Este todos en Jesús es muy importante. Pensemos en la parábola de la fiesta de bodas, cuando los invitados no querían ir: uno porque había comprado un campo, otro se había casado…, cada uno dio su motivo para no ir. Y el dueño se enfadó y dijo: «Marchad a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis». A todos. Grandes y pequeños, ricos y pobres, buenos y malos. Todos. Ese “todos” es la visión del Señor que vino por todos y murió por todos. “¿Y también murió por aquel desgraciado que me ha hecho la vida imposible?”. También murió por él. “¿Y por aquel bandido?”: murió por él. Por todos. E incluso por la gente que no cree en Él o es de otras religiones: murió por todos. Eso no quiere decir que se deba hacer proselitismo: no. Pero Él murió por todos, justificó a todos.

 
Cristo murió por todos: ¡sigamos adelante!”. Tenemos un solo Redentor, una sola unidad: Cristo murió por todos. En cambio, la tentación… hasta Pablo la sufrió: “Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de este, yo soy del otro…”. Y pensemos en nosotros, hace 50 años, en el postconcilio: las divisiones que sufrió la Iglesia. “Yo estoy de esta parte, yo pienso así, tú así…”. Sí, es lícito pensar así, pero en la unidad de la Iglesia, bajo el Pastor Jesús.

 
Dos cosas. El reproche de los apóstoles a Pedro por haber entrado en la casa de los paganos y Jesús que dice: “Yo soy pastor de todos”. Y: “Tengo otras ovejas que no provienen de este redil. Y debo guiarlas también a ellas. Escucharán mi voz y serán un solo rebaño”. Es la oración por la unidad de todos los hombres, porque todos, hombres y mujeres, todos tenemos un único Pastor: Jesús.

 
Que el Señor nos libre de la psicología de la división, de separar, y nos ayude a ver esto tan grande de Jesús: que en Él todos somos hermanos y Él es el Pastor de todos. Hoy, esta palabra: “Todos, todos”, que nos acompañe durante la jornada.

Jueves de la III Semana de Pascua

Hech 8, 26-40

Estamos escuchando los hechos del diácono Felipe.

Felipe es un «lleno del Espíritu»; fue la condición para su elección al diaconado.  Ahora lo vemos como un «movido por el Espíritu»: «acércate y camina junto al carro…».  Luego, el Espíritu del Señor lo arrebató y lo llevó más lejos.

¡Felipe es un obediente al Espíritu!  ¿Somos obedientes nosotros a su acción?

La Escritura, de por sí, no suscita la fe en el Señor.  El etíope lee y no comprende.  Se necesita la palabra de la Iglesia que lea e interprete.  El descubrimiento de Jesús, de su resurrección, lleva a la expresión sacramental.

De nuevo la característica del encuentro con Cristo: «prosiguió su viaje lleno de alegría».

Con esto llega la fe cristiana hasta el actual Sudán; la Iglesia va siendo católica-universal.

Jn 6, 44-51

Los profetas habían anunciado que en los últimos tiempos ya no se conocería a Dios «por haber oído decir», sino por experiencia personal.  Esto se realiza en Cristo, el Hijo único de Dios, su Palabra personal: «Dios, que de tantos modos habló por los profetas, en estos últimos tiempos nos habló por su propio Hijo».

Cristo es, pues, el don del amor de Dios.  Conocerlo, unirse a El, es un regalo del Padre.  Cristo es el revelador del Padre, pero hay que abrirse a ese don.

El evangelista nos lo presenta como una enseñanza; hay que escucharla y seguirla.

De nuevo escuchamos la afirmación: «Yo soy el pan de la vida».   Y de nuevo se compara a la imagen simbólica del maná.  Jesús, es el verdadero maná.

La última frase que oímos: «El pan que Yo les voy a dar es mi carne…» apunta a la Eucaristía y va a suscitar la polémica: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»

Acerquémonos al Señor, Pan de Vida, en su Palabra y en su memorial.

Miércoles de la III Semana de Pascua

Hech 8, 1-8

Hoy iniciamos los hechos de Felipe, otro de los primeros diáconos.

La muerte de Esteban es punto de partida para la primera gran persecución a la comunidad cristiana.  Nunca faltarán las persecuciones en la historia de la Iglesia.  La primera persecución es causa de la expansión del Evangelio.  Lo que se miraba destructivo y catastrófico es inicio de vida nueva.

La Iglesia con esto alcanzará sus verdaderos horizontes de universalidad.

Saulo que, una vez convertido, pondrá al servicio de Cristo toda su fogosidad, ahora la está empleando contra la Iglesia, que a sus ojos no era sino un grupo herético que venía a romper la tradición de su religión y de su patria.

La reacción samaritana a la predicación y a los hechos maravillosos de Felipe es la típica reacción cristiana: «esto despertó una gran alegría»

Jn 6, 35-40

En el evangelio de Juan hemos escuchado las preguntas que hacían sus paisanos: «¿de dónde viene éste?», «¿quién pretende ser?»

En el  mismo Evangelio encontramos la respuesta expresada en muchos modos: «Yo soy la luz del mundo», «Yo soy la puerta…», «Yo soy el Buen Pastor», «Yo soy la verdadera Vida», «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida».  Hoy oímos otra afirmación: «Yo soy el pan de la Vida».

«Ir a Jesús», «creer en Jesús», son equivalentes.  No es la fe en Jesús meramente el asentimiento a una serie de verdades abstractas; es el don de Dios, recibido, cultivado y expresado en frutos de bien hasta llegar a la vida eterna.

Nos hemos reunido a celebrar la Cena del Señor, a alimentarnos de sus dos mesas: la de la Palabra y la del Sacramento.  Vayamos luego y demos frutos vitales de la misma vida del Señor.

Martes de la III Semana de Pascua

Hech 7, 51-8,1

Hoy hemos seguido oyendo el testimonio de Esteban, primer diácono y primer mártir.

Hay muchos parecidos entre el discípulo Esteban y Cristo el Maestro.

Los vemos unidos en la muerte-testimonio y hasta en la casi literalidad de las últimas palabras de uno y de otro.

El testimonio supremo, el de la vida de Esteban, es para afirmar la realidad de Cristo resucitado; él mismo se une a la muerte dolorosa de su Maestro y por ello es unido a su gloria, a su vida nueva.  El texto usa una fórmula: «se durmió en el Señor»; muerte-dormición; se despertará a una vida definitiva y gloriosa.  A los lugares donde «descansan» nuestros difuntos los llamamos «cementerios»,  que quiere decir «dormitorios».

Los primeros cristianos decían: «la sangre de los mártires es semilla de cristianos».  La sangre de Esteban da frutos óptimos en Saulo, el que «estuvo de acuerdo en que mataran a Esteban» y cuidó los mantos de los verdugos.

Jn 6, 30-35

Hoy hemos escuchado un importantísimo texto de san Juan sobre la Eucaristía, el llamado «sermón del pan de vida».

Nos aparece los contrastes entre imagen profética y realidad de cumplimiento, entre el pueblo antiguo y el pueblo nuevo, entre los dos jefes, Moisés y Cristo, y entre los dos alimentos, el maná «pan del cielo» y el verdadero «pan del cielo», el «pan de la vida», Cristo Señor.

Los escuchas del Señor eran gentes muy sencillas de Galilea, agricultoras, pescadoras, artesanas, y hablan y entienden sólo desde las necesidades primarias humanas; Jesús lo quiere elevar a otra vida, a  otras necesidades.

Conociendo nosotros esta vida, estas necesidades, hagamos hoy al Señor la misma súplica que acabamos de escuchar: «Señor, danos siempre de ese pan».

Lunes de la III Semana de Pascua

Hech 6, 8-15

Al escuchar esta lectura nos llena de admiración el odio que se puede llegar a crear sobre una persona por el simple hecho de creer en Jesús.

Sin embargo, que lejos estaban las comunidades cristianas de aquel tiempo en pensar que esto sucedido a Esteban lo haríamos nosotros los cristianos con nuestros propios hermanos cristianos.

Las divisiones que han existido y que aun desgraciadamente existen en la Iglesia, han sido motivo para calumniar, herir, desterrar e incluso llegar a matar aquellos que no profesan la fe de la misma manera. Las luchas religiosas en todo el mundo lo único que han dejado es hambre, miseria, muerte, desolación y sobre todo grandes heridas en el corazón de los creyentes. ¿La causa?, que no dejamos que Dios arregle las cosas, sino que las queremos arreglar nosotros y de esta manera el odio, solo engendra más odio.

Esteban, nos dice la escritura, lleno del Espíritu Santo, dejó que Dios hablara por medio de él, con palabra de amor, no con espadas y con lanzas. En tu trato con hermanos que nos profesan la fe como tú, permite a Dios actuar… si te atacan, siéntete feliz de padecer por el nombre de Jesús y tu caridad mostrará a tus adversarios, que Dios verdaderamente vive en ti. Recuerda que el amor siempre vence.

Jn 6, 22-29

La gente que había escuchado a Jesús durante todo el día, y luego había tenido esta gracia de la multiplicación de los panes y había visto el poder de Jesús, quería hacerlo rey. Primero fueron donde Jesús para escuchar la palabra y también para pedir la curación de los enfermos. Se quedaron todo el día escuchando a Jesús sin aburrirse, sin cansarse: estaban allí, felices. Cuando luego vieron que Jesús les daba de comer, y eso no se lo esperaban, pensaron: “Este sería un buen gobernante para nosotros y seguramente podrá liberarnos del poder de los romanos y sacar el país adelante”. Y se entusiasmaron por hacerlo rey. Su intención había cambiado, porque vieron y pensaron: “Una persona que realiza este milagro, que alimenta a la gente, puede ser un buen gobernante”. Pero habían olvidado en ese momento el entusiasmo que la palabra de Jesús hacía nacer en sus corazones.

Jesús se marchó y se fue a rezar. La gente se quedó allí y al día siguiente buscaba a Jesús, “porque debe estar aquí” decían, ya que habían visto que no subió a la barca con los demás. Y allí se había quedado otra barca. Pero no sabían que Jesús había alcanzado a los otros caminando sobre las aguas. Así que decidieron ir al otro lado del Mar de Tiberíades para buscar a Jesús y cuando lo vieron, la primera palabra que le dicen fue: «Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?», como diciendo: “No entendemos, esto parece una cosa extraña”.

 
Y Jesús les hace volver al primer sentimiento, al que tenían antes de la multiplicación de los panes, cuando escuchaban la palabra de Dios: «En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no porque habéis visto signos —como al principio, los signos de la palabra, que les emocionaban, los signos de la curación—, sino porque habéis comido pan y os habéis saciado». Jesús les hace ver que han cambiado de actitud y ellos en vez de justificarse: “No, Señor, no…”, fueron humildes. Jesús continúa: «No trabajéis por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello». Y ellos, buena gente, le dijeron: «¿Qué hemos de hacer para realizar las obras de Dios?». “Que creáis en el Hijo de Dios”. Este es un caso en el que Jesús corrige la actitud de la gente, de la multitud, porque a mitad del camino se había desviado un poco del primer momento, del primer consuelo espiritual y había tomado un camino que no era el correcto, un camino más mundano que evangélico.

 
Esto nos hace pensar que muchas veces en la vida empezamos a seguir a Jesús, vamos detrás de Jesús con los valores del Evangelio, y a mitad de camino se nos presenta otra idea, vemos otros signos y nos alejamos y nos conformamos con algo más temporal, más material, más mundano, tal vez, y perdemos el recuerdo de ese primer entusiasmo que tuvimos cuando escuchábamos hablar a Jesús. El Señor siempre nos hace volver al primer encuentro, al primer momento en que nos miró, nos habló e hizo nacer en nosotros el deseo de seguirle. Esta es una gracia que hay que pedirle al Señor, porque en la vida siempre tendremos la tentación de alejarnos porque vemos otra cosa: “Eso irá bien, esa idea es buena…”. Nos alejamos. La gracia de volver siempre a la primera llamada, al primer momento: no olvidar, no olvidar mi historia, cuando Jesús me miró con amor y me dijo: “Este es tu camino”; cuando Jesús, a través de tantas personas, me hizo comprender cuál era el camino del Evangelio y no otras sendas un poco mundanas, con otros valores. Volver al primer encuentro.

 
Siempre me ha llamado la atención que —entre las cosas que Jesús dijo la mañana de la Resurrección— afirmara: “Id, anunciad a mis discípulos que vayan a Galilea, allí me verán”, Galilea era el lugar del primer encuentro. Allí habían conocido a Jesús. Y cada uno tiene su propia “Galilea” interior, nuestro momento propio, cuando Jesús se acercó y nos dijo: “Sígueme”. En la vida sucede lo que le pasó a esa gente —gente buena, porque luego le pregunta: “¿Qué hemos de hacer?”, y obedecieron inmediatamente—, nos alejamos y buscamos otros valores, otra hermenéutica, otras cosas, y perdemos la frescura de la primera llamada. El autor de la carta a los Hebreos también nos lo recuerda: “Acordaos de los días pasados”. La memoria, la memoria del primer encuentro, la memoria de “mi Galilea”, cuando el Señor me miró con amor y me dijo: “Sígueme”.