2 Sam 1, 1-4. 11-12. 17. 19. 23-27
Hemos comenzado el segundo libro de Samuel. La guerra entre David y Saúl había tenido sus alternancias, tanto que David tuvo que refugiarse en territorio de los filisteos. David tuvo una gran victoria contra los amalecitas. Mientras tanto, Saúl, Jonatán y el ejército de Israel pelearon contra los filisteos en Guilboa y allí fueron derrotados.
Escuchamos el bello poema de amistad dolorida que David entona en recuerdo del rey Saúl, y sobre todo de su amigo Jonatán.
Se hubiera esperado, tal vez, una reacción de alegría, los enemigos están acabados, ahora podrá reinar sobre Israel. Pero no fue así.
La escena nos evoca el llanto de Jesús sobre su amigo Lázaro: «miren cómo lo quería», decían los que lo vieron.
La realidad salvífica de Dios se encarna en nosotros y en nuestras circunstancias, también en el dolor por la pérdida de una persona amada.
Mc 3, 20-21
Nos han aparecido las reacciones entusiastas del pueblo sencillo que busca enseñanza y salud, y las de los dirigentes que se cierran y rechazan.
Hoy encontramos la reacción de la familia de Jesús; ciertamente no la de su Madre que conservaba en su corazón el misterio de salvación, aunque siguiera teniendo tantos puntos obscuros. ¿Era un interés real en la salud de Jesús? ¿Los avergonzaban las actitudes de Cristo y defendían el «honor» de la familia?
Está endemoniado, está loco, pensaban.
La relación con Jesús no la marca el parentesco de la sangre, sino la cercanía de la fe y la aceptación.
¿Cuál es la reacción de muchos papás y parientes cuando uno de la familia se siente llamado al seguimiento del Señor?
Que todos los que participamos en esta liturgia nos acerquemos a Jesús y a los hermanos en la fe, y no desde la mera sensibilidad o, tal vez, desde el egoísmo.