Miércoles de la Octava de Pascua

Lc 24, 13-35

El episodio de los discípulos de Emaús, que vuelven de Jerusalén desencantados después de la tragedia de la cruz, nos habla elocuentemente de la profunda decepción que siguió a la muerte del Maestro. Jesús mismo, de incógnito, se une a ellos por el camino y provoca una animada conversación sobre lo sucedido y su relación con la Escritura. Ellos conocían la tradición de esa Escritura sobre el Mesías; incluso habían abrigado la esperanza de que éste se hubiera hecho presente en Jesús de Nazaret, pues fueron testigos de lo sorprendente de su persona. Pero, a la vista del desenlace de su vida, se habían desvanecido enteramente esas expectativas.

Entonces Jesús les ayuda a interpretar esa Escritura de acuerdo con el designio de Dios: ya la ley y los profetas hablaban de un Mesías así, sin triunfalismo ni brillo aparente, cuya misión se realizaría a través del sufrimiento y de la marginación. Y en el corazón de aquellos hombres, como reconocerían después, algo comenzaba a arder ante esas luminosas explicaciones. El posterior encuentro en torno a la mesa a la que invitaron al misterioso acompañante les abriría los ojos sobre su verdadera identidad: ¡era él, el Maestro, que ahora vivía! Les faltó tiempo para volver sobre sus pasos y compartir con los demás discípulos la asombrosa novedad.

Así, pues, una inquietud desconcertada, un diálogo ardiente sobre el sentido de la Escritura, un gesto de fraternidad en torno a una mesa compartida son el itinerario que conduce al descubrimiento, en la fe, de Jesús resucitado. También para nosotros es así: una búsqueda de la verdad, muchas veces a tientas, un recurso sincero a la Palabra de Dios y una convivencia fraterna en torno a la Eucaristía nos llevan al encuentro con el Señor resucitado y a la alegría de la fe compartida.