Jueves de la VI Semana de Pascua

Jn 16,16-20

Siguiendo las peripecias viajeras y existenciales de Pablo, lo encontramos tomando contacto con la ciudad de Corinto, donde tiene la suerte de encontrarse con un matrimonio de judíos que se convertirán en pilares de la comunidad cristiana que surgirá en la ciudad.

En coherencia con lo que Pablo dice de sí mismo, el autor de los Hechos nos lo presenta trabajando para ganarse el sustento y predicando con pasión a Jesús los sábados en la sinagoga.

No olvidemos que Pablo llega a Corinto tras un fracaso rotundo en Atenas. Allí le veíamos en el areópago dirigiendo un precioso discurso (modelo de homilía) a los atenienses, respetuosos con todos los dioses, pero que no tienen tiempo para oír hablar de resucitados.

Sería fácil suponer que a su llegada a Corinto no tendría demasiados ánimos para lanzarse de inmediato a la predicación, pero nada más lejos de la realidad. La noticia sobre Jesús le urge de tal manera que es su “tarea”. Toda su actividad y toda su vida van a seguir orientadas al anuncio de la salvación de Dios que se nos hace presente en Jesús.

Y, aunque había quedado claro que él se dedicaría al anuncio del mensaje a los paganos, lo vemos insistir junto a sus hermanos judíos en la sinagoga. De nuevo sin éxito. Pero nada le detendrá. Y poco a poco la gracia del Señor va tocando los corazones de los que escuchan a Pablo (judíos y griegos), poniendo los cimientos de la que será una de las primeras comunidades cristianas. De enorme importancia para nosotros, por las cartas que Pablo les dirigió y que hemos recibido.

En nuestro mundo, más sufriente ahora, ¿cómo hacer asequible la noticia de la presencia salvadora de Jesús?

Diálogo difícil el que nos muestra hoy el evangelio. Pasaron ya, a lo largo del tiempo pascual, los relatos de las apariciones del resucitado y el evangelista nos sitúa en la última cena. En ese contexto, en el que Jesús aún no ha vivido la pasión y la muerte, resulta muy difícil comprender sus palabras, aunque el ambiente del momento estuviera cargado de incertidumbre y desconcierto.

Es la experiencia de la resurrección la que permite entrever algún apunte de luz en ese “galimatías” que Jesús propone. Algo que no podríamos pedir a los discípulos de Jesús antes de su pasión, pero que sí podemos plantearnos nosotros, todos los creyentes.

Ese “un poco y no me veréis y otro poco y me volveréis a ver” sugiere la experiencia de presencia-ausencia que comporta para todos la vivencia de la fe. Una presencia que nunca será la vivida por los que convivieron con el Jesús histórico antes de su pasión y muerte, pero que es esencialmente la misma para todos, ellos y nosotros, contemplada ya desde la “orilla” de la resurrección. Todos estamos convocados a hacer de nuestra vida un proceso de descubrimiento progresivo de su presencia en nosotros y en la realidad, sin poder prescindir al mismo tiempo del misterio de la ausencia que nos sobrepasa.

Ojalá pongamos todo nuestro empeño en ese descubrimiento y no caigamos en la tentación de suponer que su presencia llegará en “la otra vida”. Sería desnudar a la fe de su esencia: Dios con nosotros, sanador, liberador, salvador.

“Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”, finaliza el evangelio de Mateo.

Es esa presencia misteriosa la que convierte nuestra tristeza en alegría. Y la que nos capacita para estar en el mundo comprometidos, cada uno desde sus posibilidades, en el plan de Dios que desea el bien para todos sus hijos.

Urge que esa alegría dinamice nuestra esperanza para encontrar vías que atravesando el dolor, el sufrimiento, el miedo, la incertidumbre nos permitan acceder a una vida más digna para todos.

Miércoles de la VI Semana de Pascua

Jn 16,12-15

Sin el Espíritu Santo no podemos entender. En la lectura del Evangelio de hoy, vemos que es justamente el Espíritu Santo el que nos hace entender la verdad o, usando las palabras de Jesús, es el Espíritu el que nos hace conocer la voz de Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco y ellas me siguen».

La Iglesia sale adelante gracias a la obra del Espíritu Santo, que nos hace escuchar la voz del Señor. ¿Y cómo puedo estar seguro de que esa voz que escucho es la voz de Jesús, de que lo que escucho que debo hacer viene del Espíritu Santo? Hay que rezar.

Sin la oración no hay sitio para el Espíritu Santo. Hay que pedir a Dios que nos mande este don: «Señor, danos el Espíritu Santo para que podamos discernir en cualquier momento qué debemos hacer», que no es siempre lo mismo.

El mensaje es el mismo: la Iglesia sale adelante, la Iglesia sale adelante con estas sorpresas, con estas novedades del Espíritu Santo. Hay que discernirlas, y, para discernirlas, hay que rezar, pedir esta gracia.

San Bernabé estaba lleno del Espíritu Santo y entendió inmediatamente; Pedro vio y dijo: «Pero, ¿quién soy yo para negar aquí el Bautismo?».

Es el Espíritu Santo quien hace que no nos equivoquemos. «Pero, padre, ¿por ¿qué meterse en tantos problemas? Hagamos las cosas como siempre las hemos hecho, y así estamos más seguros».

El problema de hacer siempre lo mismo que hemos hecho, es una alternativa de muerte. Hay que arriesgarse con la oración, mucho, con la humildad, a aceptar lo que el Espíritu Santo nos pide que cambiemos. Esta es la vía.

Martes de la VI Semana de Pascua

Jn 16, 5-11

“Exultar siempre al verse renovado y rejuvenecido en el espíritu.” Es lo que se entiende vive el bautizado en las fiestas de Pascua. Posiblemente sea necesario recuperar el sentido de la celebración personal y comunitaria de la Pascua.  Y al mismo tiempo destacar la recuperación de la filiación personal. No en vano Jesús lo resalta al decirle a María Magdalena en la mañana de Pascua: “ve y diles a mis hermanos subo al Padre mío y Padre vuestro.”

No podemos dejar de prestar atención a las consecuencias del anuncio del Evangelio. Acostumbrados como estamos a vivir bien situados y cómodamente establecidos, como lo estaban aquellos de Filipos, cuando Pablo y Silas anuncian la novedad del Evangelio realizando signos que mostraban un nuevo estilo der ser, vivir y actuar. Todo ello desmonta sus esquemas, por eso relata San Lucas que la gente de Filipos se ponen en contra de ellos y lo hacen violentamente.

Se repite lo ocurrido con Jesús y señalado por Caifás: “vendrán los romanos y destruirán el Lugar Santo”, es decir, su montaje cultual en el templo, la pérdida del poder sobre la nación, su poder religioso y político. Jesús era una amenaza para el sistema. En Filipos igual: el montaje en torno a sus ganancias se ve cuestionado y eso es intolerable.  Los magistrados sentencian muy al gusto de la plebe y aplican castigo y cárcel a los dos. Humanamente hablando el problema, a su juicio, estaba liquidado. Pero no es así.

Frente a la brusca reacción de la gente, la serena actitud de Pablo y Silas en la cárcel: oran y cantan alabando al Señor. Los demás presos escuchaban sus cánticos. Lucas cuenta con detalle lo que ocurre: terremoto, liberación de grilletes, puertas abiertas. El carcelero hace una interpretación, razonable pero errada: los presos han escapado y saca su espada para quitarse la vida. Frente a reacciones comunes la sorpresa que provoca la llamada de atención de Pablo: “No te hagas daño alguno, que estamos todos aquí.” El signo no es el terremoto, ni los cepos y puertas abiertas. El signo es la permanencia de los encarcelados en su sitio. Dios es el que salva y descansando en él se tornan en signo elocuente de la voluntad salvífica de Dios.

A Pedro le preguntaron ¿qué tenemos que hacer? Pablo escucha también la pregunta: “Señores ¿qué tengo que hacer para salvarme?” En el caso de Pedro había mediado la predicación; en el caso de Pablo, un signo provoca el cambio de actitud del carcelero. La respuesta es la misma: “Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia.”  Explican la palabra del Señor y tiene lugar la conversión y bautismo de toda la familia. A esto seguirá una comida festiva. Celebran una fiesta de familia por haber creído en Dios. Esto es lo que es preciso recuperar. Ir más allá de normas y preceptos para situarnos ante la Palabra que salva y celebrar familiarmente este acontecimiento salvador. Parece resonar la comida festiva de la parábola del hijo pródigo.

Tener presente que la razón de ser de la revelación de Jesucristo no es otra que la regeneración del ser humano. Lo decimos en el credo: “y por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo.” Y es lo que Juan señala en este pasaje de las despedidas: “os conviene que yo me vaya.” Frente a la tristeza que produce en los discípulos la marcha de Jesús, con el consiguiente silencio. Silencio que denota miedo e inseguridad. Ninguno pregunta. Pues bien, Jesús toma la iniciativa y da la razón de la conveniencia: “porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito.” Por lo mismo, la participación en la obra de la nueva creación, el venir a ser hombres nuevos, no se producirá en nosotros si el Paráclito no es enviado. Esa es la actividad del Espíritu. La conveniencia deviene en necesidad. Si el Espíritu no actúa en nosotros, nada de lo ocurrido en la Pascua puede hacerse realidad en nosotros.

Para poder mirar la realidad humana y al mundo mismo en forma nueva, la guía del Espíritu es necesaria. Jesús señala tres datos: convicto de pecado, por no haber creído en Él. Convicto de una justicia, porque Dios ha glorificado al Hijo con la misma gloria que tenía junto a Él antes de la creación del mundo. De una condena, porque el príncipe de este mundo, ya está condenado. Ello significa que el alcance de la misión y obra de Jesús va siendo revelada hasta su plenitud por la presencia dinámica del espíritu Santo en nosotros.

Y en tiempos de cambios o de situaciones desoladoras como las que estamos viviendo, el Señor suscita personas que muestran toda la acción renovadora del Espíritu. Hay que evangelizar desde el reconocimiento de las necesidades del momento.

¿Qué respuesta estamos dando en estos momentos difíciles para la humanidad?

¿Estamos a la escucha de Dios en cada ser humano y en los cambios históricos de la humanidad?

Lunes de la VI Semana de Pascua

Jn 15,26-16,4

Al estarnos acercándonos ya a la fiesta de Pentecostés, la liturgia nos ofrece textos y testimonios que nos ayudan a comprender, valorar y anhelar la venida del Espíritu en medio de nosotros.

La primera lectura nos presenta a Pablo trabajando arduamente, predicando la palabra, navegando; sí, hace mucho trabajo, pero quien abre el corazón de Lidia para que acepte la palabra es el Espíritu. El evangelio nos muestra la promesa de Jesús de enviarnos al Espíritu Consolador. Les anuncia a sus discípulos que sufrirán y los expulsarán de las sinagogas, que los amenazarán de muerte, pero que tienen que ser fuertes y encontrar esta fortaleza en el Espíritu Consolador.

Así con las palabras de Jesús entendemos como normal la serie de ataques y descalificaciones que sufre quien se entrega completamente al evangelio, pero lo que nos debe preocupar y cuestionar es si realmente estamos siendo fieles al Espíritu.

Nosotros, los cristianos no somos una organización social o meramente humana, que se rige por los estatutos y los estándares de aceptación.  La piedra de toque será la aceptación del Espíritu. Tendremos que abrir los corazones y dejarnos invadir por el Espíritu.

Con frecuencia queremos escudarnos en las seguridades de una estructura y quedamos anquilosados en tradiciones y costumbres que van perdiendo el verdadero sentido de seguidores de Jesús. El Concilio Vaticano II fue una fuerte llamada y una irrupción del Espíritu que sacudió desde sus cimientos a la Iglesia, pero posteriormente nos vamos otra vez acomodando y estableciendo.

Necesitamos pedir con fe y confianza ese Espíritu que venga a renovarnos y llenarnos de su impulso para ser fieles a Jesús a pesar de las críticas y las acusaciones. Si sufrimos por el Evangelio, tendremos la consolación del Espíritu que nos traerá la verdadera paz.

Sábado de la V Semana de Pascua

Juan 15, 18-21

Se ha hecho proverbial la sentencia del Señor cuando dice que «el siervo no puede ser superior a su señor».

Y si al Señor («que acaba de lavar los pies a sus discípulos») el mundo le ha odiado hasta llevarle a la cruz por «pasar haciendo el bien», a sus seguidores les sucederá lo mismo.

El mundo que vive tranquilo en su oscuridad, no puede soportar el escozor de la luz que proviene de Cristo-Jesús.

Por eso, cuando el ciego de nacimiento fue iluminado por la fe en Cristo, se le expulsó de la sinagoga porque confesó que Jesús era Hijo de Dios; y cuando los Apóstoles iluminados por la luz del Espíritu en Pentecostés, proclaman a voz en grito el mensaje de salvación, serán perseguidos porque se han salido de las normas del mundo y viven bajo la luz de Dios.

El odio existente en el mundo es la antítesis del amor expresado por el Evangelio de Jesús. El evangelio de hoy nos dice claramente lo que cada día estamos experimentando y ya lo estaba viviendo la comunidad cristiana del evangelista Juan: aquellos que vivan bajo la luz del evangelio sufrirán incomprensión y persecución de los que viven en la oscuridad de los criterios de este mundo.

El evangelio da un gran salto. Un trasvase transcendental, cultural… Pasa por vez primera de Asia a Europa. En el año 49 d.C. Pablo visita la antigua ciudad de Neápolis. Actualmente se llama Kavala. Es una populosa ciudad marinera, que recuerda a cualquiera de nuestras ciudades bañadas por la cultura y el agua del Mediterráneo.

Una pequeña iglesia ortodoxa conmemora el evento. El evangelio se abre paso, traspasa fronteras, naciones, tierra y mar, se hace universal porque el Espíritu Santo no deja de empujar a la Iglesia y porque hay también apóstoles valientes, que se atreven a dar el salto, es decir, que están atentos a escuchar la voz de los más pobres, que hoy como ayer siguen gritando al corazón: «Ven y ayúdanos».

Que no le pongamos puertas al campo de la evangelización. Nosotros somos los portadores de esa buena noticia.

Viernes de la V Semana de Pascua

Jn 15, 12-17

El amor cristiano tiene una característica muy particular: ha de ser semejante al de Cristo. Jesús en este evangelio no deja lugar a dudas de cómo ha de ser nuestro amor: «ámense… de la misma manera que yo los he amado».

Entre las notas que nos pudieran ayudar a entender y a vivir este tipo de amor, te propongo: El amor de Cristo fue un amor solidario. Dejó su trono del cielo para servirnos, para ser uno de nosotros. Renunció a su «dignidad» para ser uno más entre los humanos.

Fue un amor compasivo. Por ello no podía ver un enfermo, un hambriento, un atormentado sin que Él hiciera algo concreto por éste. No vino solo a darnos órdenes y sermones sino a aplicar su amor y caridad con los más necesitados.

Fue un amor total y envolvente. Para Jesús no había clases sociales, culturas, buenos o malos, justos o pecadores, romanos o judíos.

Los amó a todos, los envolvió a todos de manera total. Junto a Él nadie se sentía excluido.

Si verdaderamente queremos cumplir el mandamiento de Jesús nuestro amor ha de ser también: Solidario, Compasivo, Total y Envolvente.

Jueves de la V Semana de Pascua

Jn 15,9-11

Uno de los conceptos que tendríamos que cambiar en nuestra vida es el que los mandamientos que Dios nos ha dado limitan y coartan nuestra libertad.

En el pasaje que hemos leído hoy, escuchamos como Jesús dice: «Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría de plena». Es decir la alegría y la felicidad plena la podemos alcanzar solo si cumplimos los mandamientos.

Y es que los mandamientos nos previenen de las consecuencias que el pecado trae a nuestra vida, Y así por ejemplo, cuando Dios dice: «no robarás», lo que está buscando es evitar todos los daños que el robar trae para nosotros y para nuestro prójimo.

De tal manera que cuando le hacemos caso y obedecemos sus mandamientos, estamos construyendo nuestra felicidad y nuestra paz interior. De la misma manera que nuestros padres nos cuidan advirtiéndonos de los peligros (advertencias que en ocasiones se convierten en prohibiciones), y con ello nos muestran que nos aman, así Dios también, al habernos dado los Mandamientos, nos ha mostrado que nos ama.

Mostrémosle ahora que nosotros lo amamos, obedeciendo.

Miércoles de la V Semana de Pascua

Jn 15, l-8

En nuestro mundo tecnificado y autosuficiente, en donde los ordenadores y la ciencia moderna a veces nos hacen creer que somos autosuficiente, las palabras del evangelio de hoy nos recuerdan una de las verdades que jamás debemos de olvidar: «Sin Jesús no podemos hacer nada».

El Evangelio de hoy nos invita a permanecer unidos a Jesús, mientras que el mundo nos invita a un cambio frenético, a una carrera loca, nuevas y más fuertes emociones, Jesús nos invita a permanecer con Él en su amor, en su fidelidad.

Permanecer en Jesús no es quedarse indiferente ante las situaciones de injusticia o de dolor, sino todo lo contrario, es comprometerse en serio y con decisión en la lucha por un mundo mejor.

Permanecer no quiere decir inmovilidad, sino todo lo contrario, es un dinamismo que surge del interior y que no se queda en agitaciones externas, sino que es una fuente que mana desde lo más profundo del yo porque está animada por el Espíritu de Jesús.

Permanecer es estar cerca de Jesús y conocer sus pensamientos, sus opciones y sus criterios.

Muchas veces hemos equivocado el sentido de las palabras de Jesús y nos hemos escudado en ella para no asumir nuestras responsabilidades y quedarnos anquilosados en estructuras, en posturas e intransigencias. Nada más falso. Así como la vid se extiende con nuevos retoños y cada día tiene nuevos brotes, quién permanece unido a Jesús cada día tendrá nuevas ilusiones, nuevos planes y nuevas opciones para llevar vida, pero siempre unidos a Jesús, a la savia de Jesús que sostiene, que hace crecer y amina y nos lleva por caminos nuevos e insospechados.

Por eso debemos pedirle a Jesús que nos ayude a dar frutos. Nos atemoriza que los frutos que damos no sean los que Jesús espera, que nuestros frutos solo queden en apariencia, en follaje, o todavía peor, que se vuelvan frutos amargos, frutos de hipocresía, de orgullo, de injusticia y falsedad.

Pidámosle al Señor que nos conceda este día permanecer unidos a Él. Hay muchas cosas que nos invitan a separarnos y alejarnos de Él, principalmente nuestro egoísmo y nuestras propias inclinaciones, pero también las falsas promesas de felicidad de un mundo que me seduce con sus luces y que me invita a alejarme de Ti y a separarme de mis hermanos.

Señor Jesús concédenos permanecer unidos a Ti, junto a Ti, siempre contigo.

Martes de la V Semana de Pascua

Jn 14,27-31

El Señor, antes de irse, saluda a los suyos y les da el don de la paz, la paz del Señor: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo». No se trata de la paz universal, esa paz sin guerras que todos queremos que haya siempre, sino de la paz del corazón, la paz del alma, la paz que cada uno tiene dentro. Y el Señor la da, pero subraya: «no como la da el mundo». ¿Cómo da el mundo la paz y cómo la da el Señor? ¿Son paces distintas? Sí. El mundo te da “paz interior”, estamos hablando de la paz de tu vida, de ese vivir con el “corazón en paz”. Te da la paz interior como posesión tuya, como algo que es tuyo y te aísla de los demás, te mantiene en ti, es una adquisición tuya: ¡tengo paz! Y tú, sin darte cuenta, te encierras en esa paz, una paz para ti, para uno, para cada uno; es una paz solitaria, es una paz que te deja tranquilo, incluso feliz. Y en esa tranquilidad, en esa felicidad te amodorra un poco, te anestesia y te hace quedarte contigo mismo en una cierta tranquilidad. Es un poco egoísta: la paz para mí, encerrada en mí. Así la da el mundo. Es una paz costosa porque debes cambiar continuamente los “instrumentos de paz”: cuando te entusiasma una cosa, te da paz una cosa, luego se acaba y debes encontrar otra… Es costosa porque es provisional y estéril.

En cambio, la paz que da Jesús es otra cosa. Es una paz que te pone en movimiento: no te aísla, te pone en movimiento, te hacer ir a los demás, crea comunidad, crea comunicación. La del mundo es costosa, la de Jesús es gratuita, es gratis; es un don del Señor: la paz del Señor. Es fecunda, te lleva siempre adelante. Un ejemplo del Evangelio que a mí me hace pensar cómo es la paz del mundo, es aquel señor que tenía los graneros llenos y la cosecha de aquel año parecía ser buenísima y pensó: “Pues tendré que construir otros almacenes, otros graneros para poner esto y luego estaré tranquilo… Es mi tranquilidad, con eso puedo vivir tranquilo”. “Necio, dice Dios, esta noche morirás”. Es una paz inmanente, que no te abre la puerta al más allá. En cambio, la paz del Señor es abierta, adonde Él fue, está abierta al Cielo, está abierta al Paraíso. Es una paz fecunda que se abre y lleva también a otros contigo al Paraíso.

Creo que nos ayudará pensar un poco: ¿cuál es mi paz, dónde encuentro yo paz? ¿En las cosas, en el bienestar, en los viajes, en las posesiones, en tantas cosas, o encuentro la paz como don del Señor? ¿Debo pagar la paz o la recibo gratis del Señor? ¿Cómo es mi paz? ¿Cuándo me falta algo me enfado? Esa no es la paz del Señor. Esa es una de las pruebas. ¿Estoy tranquilo en mi paz, “me duermo”? No es del Señor. ¿Estoy en paz y quiero comunicarla a los demás y llevar algo adelante? ¡Esa es la paz del Señor! También en los momentos malos, difíciles, ¿permanece en mí esa paz? Es del Señor. Y la paz del Señor es fecunda también para mí porque está llena de esperanza, es decir, mira al Cielo. La paz, la que nos da Jesús, es una paz para ahora y para el futuro. Es comenzar a vivir el Cielo, con la fecundidad del Cielo. No es anestesia. La otra sí: tú te anestesias con las cosas del mundo y cuando la dosis de esa anestesia se acaba, te tomas otra y otra y otra… Esta es una paz definitiva, fecunda y contagiosa. No es narcisista, porque siempre mira al Señor. La otra mira a ti, es un poco narcisista.

Que el Señor nos dé esa paz llena de esperanza, que nos hace fecundos, nos hace comunicativos con los demás, que crea comunidad y que siempre mira a la definitiva paz del Paraíso.

Lunes de la V Semana de Pascua

Jn 14,21-26

El pasaje del Evangelio de hoy es la despedida de Jesús en la Última Cena. El Señor acaba con estos versículos: «Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho». Es la promesa del Espíritu Santo; el Espíritu Santo que habita en nosotros y que el Padre y el Hijo envían. “El Padre enviará en mi nombre”, dice Jesús, para acompañarnos en la vida. Y lo llamamos Paráclito. Ese es el oficio del Espíritu Santo. En griego, el Paráclito es el que sostiene, acompaña para no caer, te mantiene firme, está cerca de ti para apoyarte. Y el Señor nos ha prometido ese apoyo, que es Dios como Él: el Espíritu Santo.

¿Qué hace el Espíritu Santo en nosotros? Lo dice el Señor: «Os enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho». Enseñar y recordar. Ese es el oficio del Espíritu Santo. Enseñar: nos enseña el misterio de la fe, nos enseña a entrar en el misterio, a captar un poco más el misterio. Nos enseña la doctrina de Jesús y nos enseña cómo desarrollar nuestra fe sin equivocarnos, porque la doctrina crece, pero siempre en la misma dirección: crece en la comprensión. Y el Espíritu nos ayuda a crecer en la comprensión de la fe, a entenderla más, a penetrar lo que dice la fe. La fe no es estática; la doctrina no es estática: crece. Crece como crecen los árboles, siempre iguales, pero más grandes, con fruto, pero siempre igual, en la misma dirección. Y el Espíritu Santo evita que la doctrina se equivoque, evita que se frene, sin crecer en nosotros. Nos enseñará las cosas que Jesús nos enseñó, desarrollará en nosotros la comprensión de lo que Jesús nos enseñó, hará crecer en nosotros, hasta la madurez, la doctrina del Señor.

Y la otra cosa que dice Jesús que hace el Espíritu Santo es recordar: «Os recordará todo lo que os he dicho». El Espíritu Santo es como la memoria, nos despierta: “Acuérdate de esto, acuérdate de aquello”; nos mantiene despiertos, siempre atentos a las cosas del Señor, y nos hace recordar también nuestra vida: “Piensa en aquel momento, piensa cuando encontraste al Señor, o piensa cuando dejaste al Señor”. Una vez oí decir que una persona rezaba ante el Señor así: “Señor, yo soy el mismo que de niño, de chaval, tenía aquellos sueños. Luego fui por caminos equivocados. Ahora tú me has llamado. Pero soy el mismo”. Es la memoria del Espíritu Santo en tu vida: te lleva a la memoria de la salvación, a la memoria de lo que enseñó Jesús, y a la memoria de tu vida. Y esto me ha hecho pensar –lo que decía ese señor– en un bonito modo de rezar, mirando al Señor: “Soy el mismo. He caminado tanto, he errado mucho, pero soy el mismo y tú me amas”. La memoria del camino de la vida.

El Espíritu Santo nos guía en esa memoria; nos guía para discernir qué debo hacer ahora, cuál es la senda correcta y cuál la equivocada, incluso en las pequeñas decisiones. Si pedimos luz al Espíritu Santo, nos ayudará a discernir para tomar buenas decisiones, las pequeñas de cada día y las más grandes. Nos acompaña, nos sostiene en el discernimiento. El Espíritu nos enseñará todo: hace crecer la fe, nos introduce en el misterio… El Espíritu nos recordará todo: nos recuerda la fe, nos recuerda nuestra vida, y el Espíritu, en esa enseñanza, en ese recuerdo, nos enseña a discernir las decisiones que debamos tomar. A eso, los Evangelios le dan un nombre al Espíritu Santo: sí, Paráclito, porque te sostiene, y otro nombre más bonito: es el Don de Dios. El Espíritu es el Don de Dios. El Espíritu es precisamente Don. “No os dejaré solos, os enviaré un Paráclito que os sostendrá y os ayudará a ir adelante, a recordar, a discernir y a crecer”. El Don de Dios es el Espíritu Santo.

Que el Señor nos ayude a proteger este Don que Él nos dio en el Bautismo y que todos llevamos dentro.