Homilía para el miércoles 17 de octubre de 2018

Lc 11, 42-46 

La ley tiene como único fin ayudarnos a vivir de acuerdo al amor.

Cada uno de los mandamientos expresa el deseo de Dios de que el hombre crezca y madure en el amor. Sin embargo cuando la ley se convierte en fin en sí misma deja de expresar el deseo del legislador y se convierte en un yugo difícil de llevar.

Nosotros también podemos ser acusados por los doctores de la ley y fariseos a los que Jesús les dirige sus lamentos y ayes. La brecha entre los más ricos y los más desfavorecidos es enorme e infranqueable, recordemos la parábola del pobre Lázaro que se alimentaba de migajas del suelo.

Hay países en las que la mitad de los pobres son niños. En nuestro país y todo el mundo, la pobreza no es un problema meramente económico o sociológico, sino evangélico, religioso y moral. Una mínima parte de la población mundial acapara para sí los bienes de la creación. El consumismo derrochador y depredador está agotando los bienes de la creación. Los rostros de los pobres y excluidos son rostros sufrientes de Cristo.

En una cultura que pretende esconder los rostros de los pobres y transformarlos en invisibles o naturalizar la pobreza, la fe nos alienta a ponerlos en el centro de nuestra atención pastoral.

No es posible pensar en una nueva evangelización sin un anuncio de la liberación integral de todo lo que oprime al hombre: el pecado y sus consecuencias. No puede haber una auténtica opción por los pobres sin un compromiso firme por la justicia y el cambio de las estructuras de pecado.

Nuestra cercanía con los pobres no sólo es necesaria para que nuestra predicación sea creíble, sino también para que la predicación sea cristiana y no una campana que resuena o un platillo que suena.

Cualquier olvido o postergación de los pequeños y humildes hace que el mensaje deje de ser Buena Nueva para convertirse en palabras vacías, melancólicas, carentes de vitalidad y esperanza.

Hace falta mirar a los pobres, convertirnos a ellos para servir al Señor a quien amamos. Ojalá nosotros no pretendamos escurrirnos como el doctor de la Ley.

Es cierto, estas palabras nos tocan también a nosotros y también nosotros necesitamos responder a las exigencias del Evangelio.

Homilía para el 16 de octubre de 2018

Gal 5, 1-6;  Lc 11, 37-41

Libertad es uno de los deseos más grande del hombre; libertad que nos hace ser verdaderos hombres, verdaderas mujeres y no esclavos.

Hoy San Pablo nos habla de la verdadera libertad que nos ofrece Cristo. Cristo nos ha liberado para que seamos libres, “conservad pues la libertad y no nos os sometáis al yugo de la esclavitud” dice san Pablo.

¿Cuál es la libertad que nos ofrece Cristo? ¿Cuál es la libertad que nosotros buscamos? Por desgracia se da entre nosotros muchas formas de esclavitud, desde las económicas y sociales, hasta las esclavitudes personales por el vicio, la ambición o por la falsedad de los valores.

El dinero sigue mandando en el mundo y hace esclavos a hombres y naciones. Y esclavo es aquel que no tiene para comer y tiene que empeñarse en cuerpo y alma por un miserable sueldo; como esclavo es también aquel que entrega su alma al dinero y a la ganancia.

Las esclavitudes tienen un yugo muy pesado, como nos lo dice san Pablo, un yugo que nos somete y tenemos que cargar, un yugo que nos deshumaniza e idiotiza, un yugo que nos hace menos personas. Cristo vino para ofrecernos la verdadera libertad.

En el evangelio nos muestra otro tipo de esclavitudes, la esclavitud del rito, de las leyes y de las apariencias.

En estos días que hemos estado escuchando noticias sobre el Sínodo de los jóvenes y sus propuestas de verdad y libertad; sobre el volver a las fuentes, de quitar todo el polvo que oculta la verdad, nos haría muy bien revisarnos y mirar si estamos actuando con plena libertad y cuáles son las esclavitudes que nos oprimen.

El fariseo era esclavo de sus ritos de purificación, a tal grado que juzga a Jesús y lo condena.

¿Cuáles son nuestras esclavitudes? Miremos no solamente las cadenas que nos atan, sino aquellas cosas de las que dependemos; miremos si no nos parecemos un poco o un mucho a aquel fariseo que estaba atento a mirar lo exterior, pero que no se preocupaba en lo más mínimo qué había en su interior.

La acusación de Jesús es que su interior está lleno de robos y maldad. ¿No nos pasará igual?

Pidamos a Jesús que purifique nuestro corazón, que nos conceda alcanzar la verdadera libertad para poder volar hacia las alturas, para poder seguirlo. Ser libres para vivir el amor en plenitud.

Homilía para el 12 de octubre de 2018

Lc 11, 15-26

Este discurso de Jesús se genera a propósito de la expulsión de un demonio. Con este pasaje nos deja en claro la existencia de los «ángeles malos» o demonios.

¿Por qué Jesús es rechazado? Muchas veces imaginamos que si nosotros hubiéramos vivido en esos tiempos y contemplado sus obras, habríamos, seguramente, seguido sus pasos. Pero no es tan sencillo. Seguir a Jesús significa compromiso, responsabilidades; sus palabras descubren el corazón de las personas, y así como hay quienes lo alaba y lo siguen, otros buscan justificaciones a su comportamiento. ¿No es cierto que en la actualidad sucede lo mismo? Basta mirar a cualquier persona pública y encontraremos quienes lo alaban, pero que otros, por las misma acciones lo critican.

Pero mucho más importante será situarnos ante Jesús. Jesús es la respuesta total y plena a todas las preguntas humanas sobre la verdad, la vida, la justicia y la belleza. Cuando queremos poner otras medidas, entonces Cristo nos estorba y tratamos de quitarlo del medio.

No nos asustemos que en el Evangelio aparezcan con frecuencia los demonios. Todo mal es visto como obra del demonio, y en cierto sentido es verdad. Pero no nos imaginemos un mundo de seres sobrenaturales actuando abiertamente en contra de Jesús. También hoy hay males, enfermedades, injusticias, discriminaciones, guerras, etc., a todo esto podremos llamarlo justamente “obra del demonio” y contra esto nos invita Jesús a luchar.

Sin embargo, hay quien se escuda en el mismo Jesús para continuar cometiendo sus injusticias y sus mentiras, y otros por el contrario, sin estar cerca de Jesús, buscan la justicia, la verdad y la paz.

Con sus palabras notamos un gran criterio para saber si somos seguidores de Jesús, pues afirma que todo el que lucha por el Reino está con Él, y al contrario quien no estará contra Él.

Tendremos que estar muy atentos y hacer una serie de revisión de nuestra vida para verificar que nuestras acciones estén de acuerdo con Jesús. No tengamos miedo a acercarnos a Él, de otra forma lo estaremos haciendo a un lado y en realidad iremos en su contra.

Cuando busquemos la realización plena de la persona, la defensa de la vida y la verdad, el camino de la justicia, entonces seremos verdaderos discípulos de Jesús. Si hacemos algo diferente, estaremos en su contra.

Homilía para el 11 de octubre de 2018

Lucas 11, 5-13

Me encanta cuando Jesús se pone a explicar el Reino con los ejemplos sacados de la realidad, porque nos hace percibir el Reino como algo muy concreto y cercano.

Pensemos bien en lo que Jesús nos dice en este pasaje: nos descubre la oración de petición pero una oración insistente.

¿Acaso no entendemos la comparación de un papá que no es capaz de ofrecer un escorpión? ¿Por qué entonces muchas veces nos cuestionamos si Dios nos escucha y atiende nuestras peticiones?

Estos ejemplos, sacados de la vida cotidiana, parecen remarcar la bondad y el amor de Dios que es el fundamento de toda nuestra oración. A veces, nosotros nos llenamos de actividades y preocupaciones y queremos implicar a Dios en nuestra carrera loca y en nuestros mezquinos intereses.

Hoy nos invita Jesús a que nos acerquemos confiadamente al Señor, que dejemos esas cosas que nos llenan el corazón y que nos pongamos en sus manos. Necesitamos orar, pedir, buscar y tocar, y esto hacerlo con insistencia y devoción. No es posible vivir nuestra fe cristiana y nuestra vocación humana sin orar.

Hay quien ha alcanzado ya un grado de perfección, de tal manera que su oración es toda su vida; hay quien experimenta la presencia de Dios en cualquier actividad, y esto es un regalo de Dios: vivir siempre en su presencia. Necesitamos acercarnos conscientemente a Dios y entablar diálogo con Él.

Orar como nadar sólo se aprende orando desde nuestra necesidad, desde el descubrimiento del amor y la fidelidad de Dios.

Jesús no promete que Dios se convertirá en un solucionador de problemas o en un abastecedor de mercancías. Quizás sólo esto hemos pedido. Jesús nos enseña que el Espíritu Santo es quien tiene que centrar y orientar nuestros deseos, nuestras aspiraciones y nuestras peticiones. Dios nos abre su corazón, no como una conquista nuestra, sino como un regalo que nos otorga generosamente, pero que requiere la búsqueda constante y confiada porque “quien busca haya, quien pide recibe y al que llama se le abre”

Homilía para el 10 de octubre de 2018

Lucas 11, 1-4  

En el mundo del deporte, además de las habilidades personales, un excelente entrenador juega un papel decisivo. Es parte de nuestra naturaleza el tener que aprender y recibir de otros. Puede parecer una limitación pero es, al mismo tiempo, un signo de la grandeza y de la maravilla del hombre.

En el Evangelio de hoy, los discípulos le piden a Jesús: “Señor, enséñanos a orar…”. La oración es el gran deporte, la gran disciplina del cristiano. Y lo diría el mismo Jesús en el huerto de Getsemaní: “Vigilen y oren para que no caigan en tentación”. Él es nuestro mejor entrenador.

Hoy, nos ofrece la oración más perfecta, la más antigua y la mejor: el Padre Nuestro. En ella, encontramos los elementos que deben caracterizar toda oración de un auténtico cristiano. Se trata de una oración dirigida a una persona: Padre; en ella, alabamos a Dios y anhelamos la llegada de su Reino; pedimos por nuestras necesidades espirituales y temporales; pedimos perdón por nuestros pecados y ofrecemos el nuestro a quienes nos han ofendido; y, finalmente, pedimos las gracias necesarias para permanecer fieles a su voluntad. Todo ello, rezado con humildad y con un profundo espíritu de gratitud.

Homilía para el 9 de octubre de 2018

Lc 10, 38-42

Sentarse a los pies de Jesús y escucharlo, ¿es descuidar los trabajos que tenemos que hacer? De ninguna manera este evangelio pretende enseñarnos esto. Este Evangelio nos ayuda a descubrir la importancia de escuchar al Señor y escucharlo atentamente, pero para después vivir la Palabra.

Ciertamente, María trabaja en muchas tareas, y por andar en tantas cosas no tiene tiempo para escuchar al Señor.

Me parece hoy la queja repetida de muchos adolescentes respecto a sus papás que los admiran porque trabajan mucho o los quieren porque se desgastan y sudan para que nadas les haga falta, pero la quejas es que ya nos les queda tiempo para hablar con ellos, no tienen espacios para compartir la vida, no parecen escuchar y disfrutar de su presencia.

Quien es verdadero discípulo de Jesús no puede ocuparse en muchas cosas, sino a cada cosa darle su importancia y su momento. Es más importante estar con Jesús que trabajar para Jesús; es más necesario actuar con Él que actuar para Él. Y lo mismo podríamos decir de la familia, de los hijos y de los amigos. Y esto no quiere decir que se quede el amigo o el padre de familia contemplando todo el día al amigo o al hijo respectivamente. Es situar en su justa dimensión todas las cosas en vista de lo que consideramos más importante.

La escucha de la Palabra del Señor, el acogerla con toda atención, no significa una contemplación que nos aleje de los compromisos que tenemos en nuestra comunidad o en nuestra familia. No se trata pues de hacer muchas cosas para alguien, sino de estar con Jesús en todos los momentos.

Indudablemente que hay situaciones en la vida en que lo primero será la ayuda material y física, pero es más importante nuestra atención y cariño a una persona. Sobre todo en este tiempo debemos descubrir que es más importante amar a una persona que darle muchas cosas; amar a Jesús que hacer muchas actividades supuestamente por Él.

Claro que el amor de Jesús nos lanza a actuar en favor de los hermanos y a no quedarnos cruzados de brazos. Si dialogamos, si escuchamos a Jesús, si dejamos que penetre su palabra en nosotros, nos comprometeremos mucho más con el prójimo. ¿Por qué no te tomas unos pocos minutos de tu agitado día para elevar tu corazón a Dios, y darte cuenta de toda la belleza que Él ha puesto a tu alrededor?

Homilía para el 5 de octubre de 2018

Job 38, 1. 12-21; 40, 3-5

Ante la grandeza de Dios, ¿qué puede decir o hacer el hombre?

Este pasaje de Job con el cual cerramos nuestro rápido recorrido por este hermoso libro de la sabiduría es la invitación final a darnos cuenta de la pequeñez de nuestros criterios, de nuestro conocimiento, de nuestra impotencia; es el eco de Pedro que dice a Jesús: «Señor tú lo sabes todo».

Nuestros proyectos, nuestras iniciativas son buenas, pero siempre serán mejores las de Dios, aunque muchas veces no las podamos entender; nuestro conocimiento de Dios y de las cosas crece continuamente, sin embargo siempre será mucho más lo que desconocemos.

De aquí que la necesidad de confiarnos a aquel que todo lo sabe y que todo lo puede.

Es una invitación a inclinar nuestra rodilla delante de la majestad de Dios y a reconocernos humildes, pobres y pequeños a fin de recibir de su bondadosa mano, lo que Él bien sabe que es bueno para nosotros, para nuestra familia y para nuestra sociedad. 

Lc 10, 13-16

¿Alguna vez te has detenido a ver la obra que Dios ha hecho en tu vida?

Estoy seguro que si miras hacia atrás y eres honesto contigo mismo verás el paso de Dios por tu vida.

Cada una de nuestras historias personales está marcada por la delicadeza y el amor de Dios. Incluso de aquellos momentos que nos han parecido menos buenos.

Si el hombre es honesto descubrirá en su vida el rastro amoroso de Dios. De este Dios que nos busca, que no se cansa de hacernos el bien, de un Dios que a pesar de nuestras infidelidades continúa manifestándose con amor.

Jesús hoy reprocha a estas ciudades que no fueron capaces de descubrir todo lo que Dios había hecho por ellas; no fueron capaces de cambiar su vida ni aun viendo la obra de Dios en ella.

No permitas que esto pase en tu vida… Dios espera de ti un cambio, sobre todo hacia Él y hacia los que viven a tu alrededor. Quizás valdría la pena reflexionar este fin de semana ¿Cómo he respondido a todo el amor que Dios ha derramado en mi vida?

Homilía para el 4 de octubre de 2018

Lc 10, 1-12

Cuando levantamos los ojos y vemos un mundo consumido por el egoísmo, un mundo que se destruye a sí mismo con guerras, injusticia y vicios, en fin cuando vemos que aun el mensaje del evangelio no penetra nuestros corazones y las estructuras del mundo, podemos comprender que efectivamente la mies es mucha y los obreros pocos.

El evangelio nos muestra a Jesús enviando a sus discípulos a anunciar la Buena Nueva del Evangelio y a anunciar la paz.

La invitación a vivir en paz es parte del mensaje del Señor. La paz a la que nos invita Jesús se apoya en el amor a los hermanos.

Todo cristiano, cada uno de nosotros, somos enviados por Jesús para anunciar el Evangelio, para difundir su paz.

Cuando hablamos de paz solemos pensar casi siempre en la paz social, en los grandes problemas que tiene nuestra sociedad y nos olvidamos de otros espacios en los que también hemos de preocuparnos de que haya paz verdadera.

En primer lugar, para poder sembrar paz, es necesario vivir en paz con nosotros mismos, alcanzar la paz interior. La persona egoísta, indiferente, no trabaja por la paz.

Hay que, en segundo lugar, llevar paz a la familia y con los amigos.

La paz en nuestras familias es necesaria porque en las familias muchas veces se da el olvido, el egoísmo y hasta la violencia. La paz en nuestras familias nos lleva a pensar, que el encuentro de quienes viven en familia, necesita, a veces de calma, de tranquilidad para vivir con más plenitud la generosidad del afecto, la comprensión mutua y el apoyo mutuo de todos sus miembros.

Es necesario, dentro de la familia, el encuentro de padres e hijos para ayudar a la formación de la personalidad, de la educación y de la conciencia de los hijos, y si no hay paz, difícilmente se darán estos encuentros.

Hemos de esforzarnos para que haya un buen entendimiento, respeto y disposición de ayuda entre los amigos y entre todas las personas con las que convivimos diariamente.

Pidamos al Señor que siempre confiemos en Él, que nuestra gloria sea la cruz de Cristo y que nos llenemos de la paz que El Señor nos da hoy y siempre.

Homilía para el 3 de octubre de 2018

Lc 9, 57-62

Escuchar el llamado de Jesús puede resultar fascinante. Oír su voz que nos convoca y nos llama, nos mueve, en medio de ilusiones y esperanzas, a seguirlo para construir un mundo nuevo. Pero Jesús está camino hacia Jerusalén, un camino lleno de controversias, de dificultades y de problemas. Así que Jesús, a aquellos valientes que se quieren aventurar en su seguimiento, les deja los puntos bien claros. Seguir a Jesús es cosa de valientes.

Se requiere valentía para dejar “el nido” de nuestras posiciones, de nuestras seguridades, y aventurarnos en un nuevo proyecto. Más de alguno ha fracasado en su intento porque lo atan a la comodidad, aunque tenga que decir mentiras; el placer, aunque esté viviendo con hipocresías; y la ambición que le oprime el corazón.

Jesús no tiene donde reclinar la cabeza. Algunos otros se quieren aventurar pero están acostumbrados, demasiado acostumbrados, al ambiente de la familia. Y vaya que Cristo reconoce y quiere la familia, pero eso de enterrar a los muertos puede tener muchos significados.

Hay fardos que vamos cargando, “nuestros muertos”, y que no nos dejan actuar. Hay situaciones de muerte que siempre nos condicionan. Hay sobre todo una cultura de muerte que se opone a la vida. No podemos cargar con todo esto en el seguimiento de Cristo. Necesitamos ser completamente libres. Por eso Cristo dice “deja que los muertos entierren a sus muertos”.

Quizás el tercer ejemplo que nos pone Jesús, también sin despreciar a la familia, nos cuestione de una manera muy especial: seguir a Jesús implica una decisión radical. Como dicen en nuestras comunidades: “no es un juego”. Es una decisión radical que implica no volver atrás. Y en nuestro mundo no estamos acostumbrados a estas decisiones.

Siempre estamos jugando a dos cartas y estamos atentos a dónde sopla el viento para buscar mejores oportunidades. Jesús exige decisión, constancia y fidelidad. Esto lo presenta desde sus inicios.

¿Queremos seguirlo? ¿Estamos dispuestos a cumplir sus exigencias? ¡Vale la pena, nos sigue invitando!

Los Santos Ángeles Custodios

Dios ha asignado a cada hombre un ángel para protegerle y facilitarle el camino de la salvación mientras está en este mundo.

¿Quién no recuerda con nostalgia las oraciones infantiles, dirigidas por nuestra madre, encomendándonos al ángel de la Guarda? ¿Quién no ha sentido la necesidad de protección y de cuidado en los momentos más difíciles de nuestro peregrinar y buscamos angustiados algún refugio?

Basta leer el pasaje que nos presenta hoy Job para comprender que nuestra vida está llena de dolor, de incomprensiones y de dudas.

Job se atreve hasta maldecir el día que nació y a maldecir hasta de la vida que está llevando. Conocemos más su santa paciencia que le hace exclamar: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó, bendito sea el Señor” Pero hay otros pasajes, que en general son menos conocidos, donde explota en dolor con gritos de desesperación.

Los Ángeles, o el Ángel de la Guarda, es una bella forma de sentir la presencia de Dios en nuestra vida y de acogernos a su providencia, sobre todo en los momentos difíciles.

El hombre no está en un torbellino de maldad, perdido sin esperanza. Dios acude de muchas formas hasta su encuentro. En la historia de la salvación se hace presente Dios ante un hombre por medio de sus ángeles, y la gran promesa al pueblo de Israel asegura que te precederá mi ángel, confirmando la presencia de Dios junto al caminar de su pueblo.

Hoy, se hace burla de ángeles y diablillos que nos susurran al oído lo bueno o lo malo, y se presenta como más interesante y mejor la maldad aconsejada por el diablillo. No debemos caer en esas trampas de olvidarnos de la presencia de Dios y cuidar sentir siempre su amor en todos los momentos de nuestra vida, aún en los más difíciles como la enfermedad o la injusticia.

Dios está con nosotros y escucha nuestro clamor; Dios da sentido a nuestros esfuerzos y recompensa nuestras fatigas; Dios nos sostiene y anima en todo momento.

Hoy contemplemos este gran amor de Dios, manifestado en los Ángeles. Hoy contemplemos a los Ángeles de la Guarda que alaban a Dios y nos recuerdan su amor.

Contemplar a Dios y cuidar a los hombres, esa es la misión de un ángel, ¿no será también nuestra misión?

Que experimentemos la protección y ayuda de los Ángeles Custodios.