Miércoles de la X Semana Ordinaria

Mt 5, 17-19

Los textos de la primera lectura y del evangelio hacen referencia a la relación entre la Ley de Moisés, y la nueva ley, la “nueva alianza”, como dice san Pablo. Es frecuente la relación polar, norte y sur, entre dos realidades tanto en la conversación cotidiana, como en no poca literatura: distancia máxima entre ellas, cuando opuestas. El vicio de la simplificación, cuando la verdad está en la complejidad de los matices.

 A veces esa postura se aplica a la relación entre la ley mosaica y la de Jesús de Nazaret. Se olvida que el primer mandamiento de la ley de Moisés es amar a Dios, y el segundo amar al prójimo. Jesús de Nazaret dice al maestro de la ley, que a la pregunta de Jesús sobre cuál es el mandamiento primero y segundo de la ley, responde de esa manera, que acierta. Son también los mandamientos de la nueva ley.

Jesús en el texto evangélico exige que se cumpla hasta la última tilde la ley mosaica. Jesús dará plenitud a esa ley. Lo que Jesús hace es precisar quién es ese Dios y ese prójimo a los hay que amar. Las parábolas del Hijo pródigo y del Buen samaritano lo precisan. Ahí está la originalidad del mensaje de Jesús.

Hay que cumplir todos los mandamientos de la ley mosaica, mas se ha de hacer como ejercicio de amor, no por un simple cumplir una ley a la que se está obligado, porque alguien la impone. El Dios de Jesús no es un simple legislador, que impone una ley a los hombres. Es un Dios Padre, que quiere que se reconozca su amor, y se corresponda ese con amor a sus hijos. Estos, los hijos, no son solo los miembros de “su pueblo”, los judíos, sino todo ser humano. Y de manera especial los más necesitados, los que más exigen de atención humana, para vivir con dignidad de hijos de Dios.

Cristo, dice Pablo, nos genera la confianza que hemos de tener en Dios, en su Dios, el Padre. Jesús de Nazaret es su encarnación del amor de Dios es la razón de esa confianza en Dios. Confianza en ser servidores de la “nueva alianza”. Confianza, añade Pablo, que no se apoya en cumplir la letra de la ley, sino en movernos por su espíritu, el espíritu de la ley. Espíritu que se resume en cumplir la ley por amor, eso es la plenitud de la ley. Para ello necesitamos la ayuda del Espíritu -con mayúscula-, que es quien ha de derramar la fuerza del amor en nosotros.

Las lecturas de la eucaristía en este día, nos llevan a preguntarnos, sobre con qué espíritu, qué afectos, qué pretendemos cuando ajustamos nuestra vida a la ley, en sus diversos niveles. ¿Somos cumplidores simples de la ley, o nos preocupamos sobre los motivos por los que cumplimos la ley? ¿Nos quedamos en la letra de la ley o nos inquieta el “espíritu” con el que la cumplimos?

Martes de la X Semana Ordinaria

Mt 5, 13-16

Sal y luz

¡Qué dos elementos más hermosos y necesarios para nuestro día a día se contemplan en este pequeño fragmento del Evangelio de San Mateo! Sal y Luz, su destino es estar siempre al servicio de los demás y los dos han tenido mucha importancia a lo largo de la historia de la salvación.

La sal tiene una función purificadora, da sabor, conserva, cura; es una sustancia de las más necesarias para la vida del ser humano.

La luz está hecha para romper las tinieblas y para que todos podamos ver.

En este texto Jesús habla a la muchedumbre desde una montaña. Acaba de proclamar un estilo de vida tan nuevo como sorprendente. Y lo ha hecho con autoridad divina. Él es el Mesías, el Salvador. Por Él vivimos la nueva y definitiva Alianza con Dios.

En esta perspectiva, quien dice sí con su vida a estas enseñanzas es sal y luz. Dos imágenes de lo que Dios quiere del cristiano en el mundo. La sal da valor y sabor a lo que toca. Para ello tiene que disolverse en los alimentos.

La luz sirve para ver, con ella se puede caminar. Ocultarla no tiene sentido.

Así el cristiano, portador del don de Dios, no se puede limitar a gozarlo y vivirlo él solo, debe vivir la misión de ser predicadores de esperanza, ser luz y vida para las personas con las que viven y se relacionan. Debe alumbrar y dar sabor al mundo. No por vanagloria ni haciendo alarde de lo que posee, sino para que los demás, viéndolo, den gloria al Padre. El ejemplo más claro es el mismo Jesús, que siempre actuó poniendo su poder y enseñanzas al servicio de la gloria del Padre.

¿Se han visto truncados nuestros proyectos por seguir a Cristo?

Como Predicador/a ¿doy sabor y aporto luz a mi alrededor?

Lunes de la X Semana Ordinaria

Mt 5, 1-12

No hay que citar a un profundo pensador, a un gran filósofo para afirmar que el deseo más fuerte de la persona humana es el deseo de felicidad. Así lo experimentamos todos. Jesús, que nos conocía y nos conoce bien, también nos habló de este nuestro anhelo más profundo, en sus bienaventuranzas, el camino con ocho vías para alcanzar la felicidad. Las bienaventuranzas no son un código moral de leyes desvinculadas de la persona de Jesús. Las bienaventuranzas se mueven en otro plano. En el plano del “seguidor de Jesús”. Se trata, en primer lugar, de seguir a una persona que te ha seducido, encandilado… Y desde ahí, las bienaventuranzas nos dicen cuál es el estilo de vida, cuál es el espíritu que ha de animar a este seguidor. Y prometen lo que más anhela nuestro corazón: felicidad.

Bien poco se parecen las bienaventuranzas de Jesús a las bienaventuranzas de nuestra sociedad. Nuestra sociedad proclama felices a los que tienen mucho dinero, a los que ocupan los primeros puestos, a los triunfadores, a los guapos, a los que disfrutan de la vida sin escrúpulos… ¿Quién acierta? Cristiano es el que experimenta en su vida que Jesús tiene razón y da en el clavo siempre. Se adentra por el camino que Jesús vivió y predicó y experimenta, por sí mismo, la verdad de la vida y de las palabras de Jesús… también de sus bienaventuranzas.

Sábado de la IX Semana Ordinaria

Mc 12, 38-44

Jesús hoy mira el corazón de esta pobre viuda y ve que ha echado más que nadie, porque «La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón» (1 Sa 16, 7). No es el qué ni el cuánto lo que a Dios le interesa. Más que la cantidad lo que importa aquí es el gesto mismo y lo que pone de manifiesto sobre esta mujer:

Su generosidad revela, en primer lugar, que no se siente dueña ni siquiera de lo más básico, de aquello que tiene para subsistir; y por eso puede soltarlo. « ¿Qué tienes que no hayas recibido? » pregunta san Pablo a los Corintios, y es que la ofrenda solo es posible si somos conscientes de que todo es don y nada nos pertenece.

Además, deja entrever dónde tiene puesta su confianza. Es capaz de entregar todo lo que tiene para vivir en la certeza de que «poderoso es Dios para colmaros de toda gracia a fin de que, teniendo, siempre y en todo, lo necesario, tengáis aún sobrante para toda obra buena (…). Y siempre seréis ricos para toda largueza» (2 Co 9, 8.11).

Por eso Jesús elogia a esta pobre viuda: porque con su entrega deja que su existencia quede desprotegida, a la intemperie, vacía, dispuesta toda ella al Señor. Él observa, con ojos que saben ver el corazón, y ve que la ofrenda de esta pobre mujer no busca el aparentar, sino que es un abandono confiado en Dios, de quien cree que ha recibido todo. Ve que, en esos dos reales, en realidad, ofrece su vida, sus seguridades humanas, sus precauciones, para apoyarse solamente en el Señor.

Un insignificante detalle puede revelar mucho de la persona humana y es la disposición interior la que revaloriza cada gesto: ¿Qué es lo que nos empuja en nuestra limosna, sacrificios, ofrendas, conducta y buenas obras? ¿Que nos vean, nos honren y nos reconozcan, como pretendían los escribas? ¿Dejar nuestra conciencia tranquila mientras seguimos acomodados en nuestros territorios existenciales? ¿Por qué nos resistimos a dar hasta lo que creemos más necesario? Eso que rehusamos poner en manos de Dios, nuestras riquezas, afectos, proyectos, ¿de verdad son tan vitales? ¿O es que nos hemos adueñado de ellos? ¿Creemos o no creemos que Dios tiene poder para darnos en cada momento aquello que necesitemos?

Viernes de la IX Semana Ordinaria

Mc 12, 35-37

La gente disfrutaba de la persona misma de Jesús: de su bondad, de su inteligencia, de su libertad de palabra y acción. Con sólo escucharle, se sentían mejores, más inteligentes, más libres. No imponía distancias. No los tenía a menos a pesar de su ignorancia. No los condenaba, a pesar de que sabía que distaban mucho de ser perfectos.

Jesús les introducía en el misterio de su persona con habilidad, a partir de los textos de la Escritura que todos habían oído.  Conocer mejor a una persona a la que se quiere mucho es un verdadero placer. Y en Jesús se adivinaba un gran misterio. La lectura de hoy nos muestra a Jesús haciendo una pregunta nada fácil de responder por parte de sus interlocutores. Se refiere a él mismo. Conociendo el origen del Mesías, se descubriría su autoridad y la base del crédito que han de prestarle.

¿Cómo dicen los letrados que el Mesías es hijo de David? Si es hijo, tiene que ser inferior, según la lógica patriarcal de aquel pueblo. La gente que le veía actuar con los pobres y los enfermos, con respeto y amor, y con las autoridades, con una libertad y una superioridad inimaginables, estaba muy próxima a admitir el misterio que se escondía en su persona. Y decían: ¿No será Jesús aquél a quien el mismo David llama Señor?  Lo admiraban a pesar de que rompía muchos esquemas.

Jueves de la IX Semana del Tiempo Ordinario

Mc 12, 28b-34

Hemos oído muchas veces este pasaje evangélico y correemos el peligro de no darle el valor que tiene. La pregunta que un letrado le hace a Jesús es la más importante de toda nuestra vida: “¿Qué mandamiento es el primero de todos?”. Que podemos traducir por cuál es la clave para conseguir la alegría de vivir, la felicidad que todos tanto deseamos. La respuesta de Jesús es clara y rotunda: el amor, dirigido en tres direcciones: a Dios, al prójimo y a uno mismo. Quien logra amar de esta manera triunfa en la vida, quien no lo consigue fracasa. Sabemos que Jesús de muchas maneras nos ha hablado del amor. Siempre tiene el amor en sus labios y en su corazón y nos lo expresa una y mil veces. Es claro que muchos en nuestra sociedad piensan que el triunfo personal viene principalmente por acumular dinero y todo lo que él pueda proporcionar.

Jesús, profundo conocedor de nuestros entresijos humanos, sabe también que el amor es la asignatura más difícil que tenemos, la que más nos cuesta aprobar y de la manera que él nos indica. Por eso, viene en nuestra ayuda, en primer lugar, dándonos ejemplo, amándonos hasta entregar su vida por nosotros y, segundo lugar, regalándonos su amor para que nosotros podamos amar con nuestras fuerzas y con el amor que él nos ofrece. “Amaos unos a otros como yo os he amado”, y así podamos decir “Ya no soy yo ama es Cristo quien ama en mí”. 

Miércoles de la IX Semana Ordinaria

Mc 12, 18-27

Los saduceos del tiempo de Jesús no creían en la resurrección y la ridiculizaban, como en esta ocasión, en que argumentan a partir de la llamada ley del levirato (una ley que prescribía a los hermanos del difunto, que había muerto sin hijos, casarse con su viuda para suscitar descendientes a su hermano). Jesús responde, en primer lugar, afirmando que la resurrección no puede enjuiciarse como si se tratara de una prolongación de la vida presente. Es algo totalmente distinto, es otro mundo y no se puede razonar aplicando los criterios de aquí. Los bienaventurados “serán como ángeles”, en el sentido de que su vida estará centrada ante todo en la alabanza y en el servicio de Dios.

En segundo lugar, Jesús evoca al Dios de los patriarcas, Abrahán, Isaac y Jacob, de los que hablan los libros del Pentateuco (los únicos libros que aceptan los saduceos). Da a entender, de esa manera, que Dios, que los eligió, sigue siendo fiel a ellos y la muerte no podrá poner término a esa fidelidad. Esta realidad debiera mover a sus interlocutores a reconocer que ese Dios, poderoso y dueño de la vida, quiere que todos vivan para siempre.

Para nosotros, este razonamiento de Jesús contiene dos sabias advertencias: una, que no podemos entender la resurrección con nuestras categorías terrenas y limitadas, sino que hemos de aceptarla como un misterio de fe (y a la luz del conjunto de la Escritura); otra, que, si creemos en el poder de Dios y en su permanente obrar a favor de la vida, no podemos extrañarnos de que nos haya creado y destinado para vivir siempre con él.

Preguntémonos sinceramente: ¿Cómo entendemos nosotros eso de “vivir para siempre”? ¿Creemos de verdad que Dios cuida ahora de nosotros y nos concederá después vivir para siempre?

Martes de la IX Semana Ordinaria

Mc 12, 13-17

Los fariseos y herodianos se esforzaban en intentar “engatusar” a Jesús con preguntas de doble intención, buscando ponerle en un aprieto.

En principio, la pregunta era una doble trampa, si dice que si se debe pagar el tributo, le acusarían de traidor y vendido al opresor. Si dice no, lo acusarían de revolucionario y que niega el respeto debido al Cesar.

La respuesta que da Jesús es, sencillamente, genial, no se compromete reconociendo la efigie del Cesar, ni tampoco se opone a que los judíos cumplan sus obligaciones tributarias.

Los judíos no podían admitir la imagen del Cesar como divinidad, pero, sin embargo, si utilizaban el denario como moneda de uso corriente, pues para ellos era el equivalente al salario diario de un recolector.

Les pone en evidencia desmontando la incoherente pregunta que le han realizado.

Si la moneda con la que se paga el tributo lleva la imagen del Cesar, pues “dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios”.

No pretendamos entremezclar lo que es temporal con lo divino, pero eso no significa que debamos inhibirnos de la defensa del débil, de luchar por la igualdad de todos los hombres, en procurar el bienestar para todos, no olvidando que todos somos Hijos de Dios y, como tales, todos tenemos derechos y obligaciones, pero siempre respetando la libertad del otro.

¿Nos puede el desánimo ante las adversidades?

¿Mi fe es tan firme como para perseverar aunque todo me vaya mal?

¿Estamos decididos a asumir como propio el compromiso social de la Iglesia y ayudar a los más débiles, aunque sea un incomprendido?

Lunes de la IX Semana Ordinaria

Mc 12, 1-12

“Envió un siervo a los labradores a su debido tiempo para recibir de ellos una parte de los frutos”. Ese siervo es cada uno de nosotros que recibe la misión de su Señor. Pongámonos en su lugar. ¿Qué pensaría?, ¿con qué actitud emprende el camino? Es una misión difícil, es más, sabe que llevarla a cabo le exigirá que lo maltraten y que lo despidan con las manos vacías. Así es nuestra misión. Desproporcionada a nuestras posibilidades. El solo verla ya nos hace dudar: no sirvo para este empleo, el estudio no es lo mío, esto de ser madre… cada uno ponga aquí su misión. ¿No es cierto que su peso nos aplasta? Ahora veamos a este siervo, ¿de dónde saca el valor, el coraje, la constancia para llevar a cabo su misión? Sale sin duda alguna de la confianza y humildad en su Señor. Confianza que nace del saber que su Señor lo conoce y por ello le encomienda una misión dura tanto así que lo llevará a la muerte y una muerte humillante.


En nuestra vida de cristianos por tanto aceptemos con confianza y humildad la misión personal que Cristo nos pide. Misión de predicar y vivir la caridad, defender la vida, promover la oración entre nuestros familiares y amigos etc. Pidamos a Dios nuestro Señor que nos conceda esta confianza y humildad.


En este pasaje nos encontramos con una predicación fuerte de Jesús en la que nos invita a darnos cuenta de la ceguera que puede haber en nuestros ojos cuando no nos abrimos a la acción poderosa del Espíritu. Pero más aún, lo aferrados que podemos estar a pesar de haber visto tantas maravillas que Dios nos ha mostrado a lo largo nuestra vida (si somos honestos con nosotros mismos y con Dios podremos reconocer en nuestra vida el paso de Dios en ella y el cúmulo de bendiciones que a lo largo de ella hemos recibido sin siquiera merecerlas).

 La envidia y el egoísmo son muy malos compañeros del hombre pues lo ciegan y entorpecen su entendimiento haciendo imposible para él, el acceso a la verdad. Y esto no solo referido a la palabra de Dios, sino a tantas situaciones de nuestra vida diaria. No permitas que la envidia o el egoísmo, dominen tu vida.

Ejercítate en la humildad reconociendo siempre a los demás como mejores que tú y permite que la luz del Espíritu ilumine siempre tu actuar y pensar.

Sábado de la VIII Semana Ordinaria

Mc 11, 27-33

En el evangelio vemos a Jesús enfrentado con los Saduceos que lo cuestionan por haber expulsado a los vendedores del templo.

El diálogo es interesante, ellos le preguntan: ¿Con qué autoridad haces esto? Y vuelven a insistir ¿Quién te ha dado semejante autoridad?, pero Jesús no les responde, sino que los cuestiona acerca del bautismo de Juan, y finalmente no les dice con qué autoridad lo hace, esta conclusión nos deja sorprendidos, nos gustaría saber la respuesta de Jesús.

Pero este cuestionamiento que hacen a Jesús es para perjudicar su imagen frente al pueblo, sabemos que su intención era buscar razones para condenarlo, entonces Jesús no se deja manipular, por eso no les responde directamente, pues Él es el Mesías, su autoridad viene del Padre, no tiene que demostrar su “autoridad”, son sus obras las que comprueban o dan razón de su autoridad.

Buscando razones “legales” o de acuerdo a su pensamiento, los saduceos no se abren a la sabiduría de Dios que les permitiría darse cuenta de a quién tienen delante de ellos, reconocer a Jesús como el Mesías.

Nosotros también podemos correr el riesgo de no reconocer la obra de Dios en nuestra vida y nuestro entorno, cuando nos cerramos a otras posibilidades, cuando no aceptamos que el otro piensa distinto.

Para no caer en los juicios rápidos y desechar todo lo que no se ajusta a lo que creo, es importante acoger la invitación que se nos hace en la primera lectura de buscar la sabiduría, desearla, pedirla constantemente, pegarnos a ella y cultivar nuestra relación con Dios en la oración.

En este tiempo de tanto sufrimiento por la pandemia nos podemos preguntar si reconocemos al Señor cuando todo se ve tan terrible, con tanta gente enferma, los que mueren, los que están sin trabajo, etc.

Creer en Jesús en la adversidad, no es fácil, sin embargo ¿Cuál sería la sabiduría que tendríamos pedir para el hoy de nuestras vidas?