Santo Tomás, Apóstol

Jn 20, 24-29

Bien podríamos decir que Pablo fue siempre un “subversivo” del Espíritu. Anduvo los caminos de la vida con la convicción profunda de que más allá de la fe siempre queda la presencia. La presencia de Jesús, que para Pablo tuvo una fuerza incontenible.

 La experiencia de Pablo con Jesús de Nazaret tiene una peculiaridad fundamental en la proclamación de evangelio. En el camino de Damasco Pablo no se encontró con el rostro del Resucitado sino con el rostro de la humanidad en la cual se había encarnado el Resucitado, -“soy Jesús al que tú persigues”- y desde entonces para el apóstol de las “gentes”, la discriminación por razones sociales o culturales no entraron en el código de su predicación, de lo contrario nunca hubiera franqueado la puerta del judaísmo.

En esta fe encarnada radica el sentido profundo de su vida: “os vais integrando en la construcción para ser morada de Dios, por el Espíritu”, y la autoridad para proclamar que, “nadie es extranjero ni forastero, sino ciudadano de los santos y miembro de la familia de Dios”. En esta fiesta de santo Tomás, el apóstol pragmático, que desafió la fe de los apóstoles sería bueno preguntarnos hasta dónde llega nuestra “subversión espiritual”, es decir, ¿hemos visto el rostro de la humanidad en la cual se ha encarnado el Resucitado?

La roca y la mano

Por paradójico que parezca existe una conexión profunda entre estos dos términos. Situémonos en el libro del Éxodo, Moisés anhela ver el rostro de Dios y este le responde: “hay un lugar junto a mí, te colocarás sobre la roca y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano” (Ex 33,21-22). La mano de Dios cubre ante Moisés el misterio y lo introduce en la hendidura de la roca, es decir lo asocia a su “proyecto de salvación”. En el éxodo Moisés es mero espectador del misterio.

Si damos un paso y nos colocamos frente al pragmático Tomás descubrimos que la mano de Jesús le desvela el misterio e introduce a Tomás en la realidad de su “proyecto de Salvación”. Aquí el apóstol ya no es un mero espectador sino un instrumento de Salvación: “trae tu dedo, trae tu mano y métela en mi costado”, toca mis llagas y entra en la hendidura de mi misterio. Es como si dijera, entra en esa herida y descubre ese rostro que te estaba velado, el rostro de tu propia verdad, el rostro de la humanidad que ahora es mi “morada” y desde ahora será la tuya.

Es la experiencia contemplativa de la fe. En la hendidura de esa llaga (símbolo del amor hasta el extremo) encontramos nuestras propias heridas y las heridas de la humanidad. Para Tomás el camino comenzaba ahora.

Es significativo que el evangelio hace notar que “no estaba con ellos” cuando llegó Jesús; un triste dato para quienes tenemos como programa ser discípulos del Resucitado. Alejarse de la comunidad o no realizar el camino juntos/as destruye nuestra identidad y nos aleja de la luz de la fe. Desde ahí entendemos que el evangelista vuelva a insistir: “a los 8 días estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos”. La palabra clave, dentro, no junto a ellos sino dentro, en el corazón de la comunidad, de la familia, donde se percibe el latir de Dios y donde los ojos de la fe se abren tan nítidamente que podemos percibir su rostro en todos: extranjeros, forasteros, heridos, no heridos. “Dichosos   los que crean sin haber visto”.

Al igual que en Pablo de Tarso, la experiencia contemplativa de Tomás con el Resucitado le transformó en un “subversivo del Espíritu”, “Señor mío y Dios mío”. ¿Somos de los que permanecemos dentro de la comunidad tocando y sanando heridas y devolviendo dignidad y belleza a la humanidad?

Viernes de la XII Semana Ordinaria

Mt 8, 1-4

El episodio de la curación del leproso se desarrolla en tres breves pasajes: La invocación del enfermo, la respuesta de Jesús y las consecuencias de la curación prodigiosa.

El leproso suplica a Jesús de rodillas y le dice: «si quieres, puedes limpiarme». Ante esta oración humilde y confiada, Jesús reacciona con una actitud profunda de su alma: la compasión, y compasión es una palabra muy profunda: compasión significa: «padecer-con-el otro».

El corazón de Cristo manifiesta la compasión paterna de Dios por aquel hombre, acercándose a él y tocándolo. Este detalle es muy importante. «Jesús extendió la mano y lo tocó… y en seguida la lepra desapareció y quedó limpio»

La misericordia de Dios supera toda barrera y la mano de Jesús toca al leproso. Él no se coloca a una distancia de seguridad y no actúa por poder, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal; y así precisamente nuestro mal se convierte en el punto del contacto: Él, Jesús, toma de nosotros nuestra humanidad enferma y nosotros tomamos de Él su humanidad sana y sanadora.

Esto ocurre cada vez que recibimos con fe un Sacramento: el Señor Jesús nos «toca» y nos dona su gracia. En este caso pensamos especialmente en el Sacramento de la Reconciliación, que nos cura de la lepra del pecado.

Una vez más el Evangelio nos muestra qué cosa hace Dios frente a nuestro mal: Dios no viene a dar una lección sobre el dolor; tampoco viene a eliminar del mundo el sufrimiento y la muerte; viene más bien a cargar sobre sí el peso de nuestra condición humana, a llevarlo hasta el fondo, para librarnos de manera radical y definitiva.

Hoy, la curación del leproso nos dice que, si queremos ser verdaderos discípulos de Jesús, estamos llamados a convertirnos, unidos a Él, en instrumentos de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación.

Para ser imitadores de Cristo frente a un pobre o a un enfermo, no debemos tener miedo de mirarlo a los ojos y de acercarnos con ternura y compasión, y de tocarlo y de abrazarlo.

Las personas que ayudan a los demás, deberían hacerlo mirándolas a los ojos, no tener miedo de tocarlos; que el gesto de ayuda sea también un gesto de comunicación: también nosotros tenemos necesidad de ser acogidos por ellos. Un gesto de ternura, un gesto de compasión…

Yo les pregunto: ustedes, cuando ayudan a los demás, ¿los miran a los ojos? ¿Los acogen sin miedo de tocarlos? ¿Los acogen con ternura?

San Pedro y San Pablo

Mt 16, 13-19

Iglesia perseguida de los primeros tiempos. Apóstoles que reciben la Gloria del Martirio por anunciar el Evangelio. Gobernantes injustos y recelosos que creen que encerrando a los Discípulos van a detener el avance de la Palabra. Imagino a San Pedro en esa oscura prisión, en permanente actitud de oración, con mil preocupaciones por los hermanos que están fuera. Herodes dobla la guardia, multiplica rejas y cadenas pero ¿qué es eso para Dios? Una tras otra van cayendo las trabas y el Apóstol recupera su libertad para continuar con la labor que le encomendó el Maestro. No hay prisiones para la Fe.

Hoy día podemos caer en muchas cárceles: los placeres mundanos, el dinero, la avaricia, el egoísmo, la pereza… Ataduras que nos encierran en nosotros mismos y nos hacen (o lo intentan hacer) dar la espalda a Dios y al prójimo. Podemos tener la sensación de que esas ataduras son inquebrantables y dejarnos llevar por el desaliento. Pero Dios siempre está ahí, dispuesto a liberarnos como hizo con San Pedro. Debemos tener actitud orante, disposición de ánimo, y veremos como el Señor obra en nosotros. Tenemos que romper las cadenas que nos atan, abrir las puertas que nos encierran y dejar que el ángel de Dios nos lleve de la mano para continuar con la labor de dar a conocer la alegría de la Palabra.

He mantenido la Fe

San Pablo sabe que su final está cerca y se sincera con Timoteo. Puede sorprendernos su entereza de ánimo, aun sabiendo que le espera el martirio. Pero él nos da la clave: «He mantenido la Fe». A eso atribuye sus éxitos a la hora de anunciar la Palabra, incluso entre los gentiles. Siempre confió en el Señor, desde su conversión puso su vida en sus manos, y ahora nos explica como ese ha sido el secreto de su misión. Y se siente alegre, confiado ante su final porque sabe que está cumpliendo con la voluntad de Dios. Lo importante no es el cómo y el cuándo, lo verdaderamente importante es que… «me salvará y me llevará al Reino del Cielo» Por eso no vemos en él desesperanza, ni tan siquiera temor, sabe que alcanzará la corona dolorosa del martirio pero ni la rechaza ni la teme porque en ella se encuentra Dios.

Todos tenemos miedos, temores, cobardías pero si de verdad nuestra Fe fuera fuerte y sincera nuestra actitud ante la vida sería alegre, positiva y eso ayudaría a los demás. Debemos ser conscientes de que es nuestro deber, como seguidores de Cristo, iluminar a los demás, ser «la sal de la tierra» como lo es San Pablo en esta hermosa carta. «No tengáis miedo» nos gritó el Santo papa Juan Pablo II, y no debemos tenerlo porque Dios está en medio de nosotros.

Iglesia naciente, Iglesia en camino

Emocionante pasaje el que nos presenta San Mateo: nada más y nada menos que el nacimiento de la Iglesia, la institución de San Pedro como primer Papa. Cristo solo con los Doce, en la intimidad que da la amistad y la convivencia, con sencillez: «Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Un pobre pescador, un hombre humilde pero con determinación. Os aseguro que me emociono cada vez que lo leo e intento imaginar la escena ¿Qué pasaría por la cabeza de San Pedro en esos momentos? Tendría dudas, preguntas, miedos… Pero no replica, cree en Jesús ciegamente y hace un instante acaba de decirle «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» sin duda inspirado por el Espíritu Santo tal y como el mismo Cristo le dice. Es consciente de que la carga que acaba de recibir no es ligera pero está dispuesto. Y Jesús también nos dice que el poder del infierno no podrá con su Iglesia. Muchas veces creemos que el mal puede llegar a vencernos, pensemos en estas palabras, confiemos en Cristo y, como San Pedro, aceptemos aquello que Dios nos depare sin miedo, con alegría y responsabilidad.

Hoy celebramos la memoria de estos dos grandes Apóstoles, San Pedro y San Pablo son ejemplos que deben fortalecernos. Cada uno cumplió su misión y juntos ayudaron a levantar los pilares de la Iglesia. Ambos tienen en común el amor, la Fe ciega en Cristo, la entrega total a la Palabra. Pidámosles hoy que infundan en nosotros el valor apostólico para continuar la labor que ellos comenzaron.

Miércoles de la XII Semana Ordinaria

Mt 7, 15-20

Está claro que la tentación de un profetismo que nace de sí mismo, acecha el caminar del creyente. Jesús alerta de esa pura apariencia y llama la atención sobre lo que hace veraces a los verdaderos profetas: son conocidos por sus frutos.

Ciertamente todo bautizado participa de la condición profética de Jesucristo. Esta participación se realiza por la comunión con su vida, actitudes, proyecto de vida. Es participación en la misma misión de Jesús. No valen las apariencias. No sirve tomar prestado lo que se intenta comunicar, al final se queda en evidencia: “se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces.”

Estamos dentro del sermón de la montaña y Jesús está explicando a los discípulos y a la gente un atractivo proyecto de vida. Va clarificando aquellos preceptos que limitados a la letra han perdido el espíritu del mandato. Una oración vacía porque se ha reducido a meras formalidades, a ritos vacíos por exuberantes que puedan ser. Falta la vida. Es el árbol dañado que no puede dar frutos sanos o está seco y ni fruto puede dar. Jesús hace una llamada de atención. No para que miremos al otro y juzguemos al otro, sino para que entremos dentro de nosotros mismos y veamos los fundamentos de nuestra fe y existencia cristiana. Eso es de lo que se trata. Si los frutos que producimos son inservibles, algo hay que renovar interiormente. Algo anda mal. Jesús lo repite dos veces.

No valen las apariencias piadosas para tener delante de sí a un verdadero creyente. Tampoco podemos creer que los somos si no estamos en revisión permanente a la luz de la Palabra que se nos ha comunicado.

¿Cómo es mi diálogo con Dios?

¿Trato con él mis asuntos existenciales?

Martes de la XII Semana Ordinaria

Mt 7, 6. 12-14

Hermoso mandato que repetimos muchas veces y pocas hacemos caso. No sabemos tratar a los “otros” como querríamos que ellos nos trataran, y puede que sea porque nos cuesta identificar dónde están los cerdos, dónde los perros. Cuando creemos estar instalados en “la verdad” y nunca nos atrevemos a cuestionarla, puede que empecemos a ver perros y cerdos donde en realidad solamente hay hermanos. Y eso nos llevará a juzgar -y con mucha frecuencia a condenar—a los que nos rodean.

Hoy podemos decir que “los que nos rodean” están diseminados por toda la tierra. Los medios de comunicación, las redes sociales, nos obligan a vivir en mundo plural y muy extenso. Me puede resultar fácil conocer a las gentes de mi ciudad, incluso a los de mi nación, pero me faltan elementos para conocer, y reconocer, a los que están físicamente lejos, aunque las redes sociales me los sienten a la mesa y termine comiendo con ellos, aunque ellos no lo puedan hacer conmigo.

Entrad por la puerta estrecha. Bien, es un buen mandato que trataremos de seguir, pero puede que veamos la puerta tan sumamente estrecha que no nos atrevamos a pasar por ella, seguramente, porque nuestro equipaje de usos, costumbres, ritos, tradiciones, deseos y forma de vida es demasiado voluminoso y no sepamos desprendernos de él y, claro, con tanto equipaje, es más cómoda la puerta más ancha.

Juzguémonos a nosotros mismos y no seamos demasiado severos porque solamente somos criaturas finitas, criados del Señor que se sientan a su mesa, pero que pueden llegar a ladrar o gruñir si algo nos contraría. Abramos bien los ojos del espíritu para que sepamos discernir, aprendamos a amar a todos y a todo sobre todas las cosas, porque esta será la única forma de llegar a encontrar al Padre de todos, caminar de la mano de nuestro hermano mayor y podamos, iluminados por el Espíritu, llegar a inaugurar en el mundo, en este mundo, una fraternidad universal. ¿Lo pensamos?

Lunes de la XII Semana Ordinaria

Mt 7, 1-5

A primera vista podría ser un problema físico, es importante definir bien la unidad de medida para ajustar lo que queremos medir a la realidad. Según sea esta unidad de medida el resultado será uno u otro.

Pues bien, nos situamos en una comunidad cristiana del siglo primero para la que Mateo escribe trayendo a su memoria los dichos y hechos de la vida de Jesús.  Este capítulo 7 hay que interpretarlo en continuidad con los anteriores, es decir, lo que Jesús ha ido diciendo, y que Mateo lo presenta como las enseñanzas de Jesús para sus seguidores. Propone un estilo de vida propio de los seguidores de Jesús, una forma de vida exigente, como son las bienaventuranzas, y las formas de comportamiento que han de caracterizar a los cristianos. En esta clave surge el texto de hoy.

Está claro su contenido, “no juzguéis y no seréis juzgados” Pero aparecen varias acepciones, significados, relativos a la palabra que nos presenta el texto. Nos referimos ahora a la de juzgar, emitir juicio para dictaminar si un hecho está bien o mal. Parece que Jesús lo utiliza en este sentido, juzgar, emitir un juicio de valor.” El que esté libre de pecado que tire la primera piedra (Jn 8,7).

Hay dos motivos (o quizá más) para no hacer esto, es decir, no juzgar. Es muy difícil que nosotros podamos conocer todos los datos de un hecho referido a la persona que se cruza en nuestro camino y la cual juzgamos con relativa facilidad. Nunca podremos encontrar la solución de un problema o situación si no conocemos todos los datos. A este respecto el escritor Andrew Solomon dijo: “Es casi imposible odiar a alguien cuya historia conoces”.

Y el segundo motivo es delimitar qué instrumento es el más adecuado para medir el comportamiento de una persona, y aquí sí Jesús nos lo dice con toda claridad a través de los distintos pasajes donde trata este tema: comprensión, compasión, misericordia.

La otra persona es “espacio sagrado” nunca podremos llegar hasta el fondo de su corazón. Este juicio de valor sólo le corresponde a Dios, nunca podremos ponernos en su lugar. ¡Y nos gusta tanto ir de jueces por la vida!

Si somos capaces de emitir un juicio, en aquellos casos que sea inevitable, y valoramos el hecho con comprensión, compasión y misericordia, es seguro que esa misma medida la aplicarán con nosotros.

La brizna y la viga

Sorprende el texto revelando, con mucha claridad, actitudes muy propias del ser humano en debilidad.  Hay un cuento oriental muy conocido en el cual se pinta a una persona caminando por la vida con dos mochilas, una la lleva delante y otra detrás. En la de delante lleva los defectos ajenos y en la de detrás los propios.  No sabría Jesús de este cuento pero sí conoce nuestro corazón, y nos pone a nuestra consideración estas palabras, cuidado con la brizna y la viga.  Su Palabra nos ofrece la oportunidad de acercarnos  a nuestro interior y descubrir nuestras “vigas”  también con comprensión y misericordia sólo así podremos acercarnos a ayudar al hermano ya que, sólo nuestra cercanía, solidaridad y cariño ayudarán al hermano, a la hermana si está equivocado o equivocada.

Y damos gracias a Dios por ofrecernos una vez más su Palabra, la posibilidad de escuchar su voz,» Sal» y de experimentar su Amor y Misericordia infinita.

Natividad de San Juan Bautista

Lc 1, 57-66. 80

Dios a la hora de acercarse a los hombres ha dado sus pasos. Antes de hacernos el gran regalo de su hijo Jesús, quiso que un precursor empezase a hablar de él con fuerza. Ese precursor fue Juan el Bautista. Desde antes de su nacimiento, los signos especiales le rodearon. Nace de unos padres, Zacarías e Isabel, ya de avanzada edad y siendo Isabel estéril hasta entonces. Se rompe la tradición de llamarle como a su padre y le llamarán Juan porque está acorde con la misión que va a realizar. Juan significa “Dios es propicio”, “Dios se ha apiadado”, “Dios es misericordia”.

Su misión va a ser presentar a Jesús, el Mesías, como el que nos quiere a todos los hombres, el que siempre nos es propicio, el que siempre con nosotros va a tener entrañas de misericordia y nunca de estricta justicia y de castigo.

Llegado el tiempo, se dedica de lleno a proclamar la próxima venida de nuestro Salvador a orillas del Jordán. A los que hacen caso a su predicación les bautiza como signo de que quieren abandonar su vida de pecado y meter de lleno a Dios en su corazón. Viviendo así una vida nueva.

Juan, como amigo de Dios, lleva también en su corazón la verdad y la humildad. Por eso, con toda sencillez y humildad pregona a todos los que se acercan a él que no es el Mesías, al que nos es digno ni de desatarle las correas de sus sandalias. Y cuando aparece Jesús y es también bautizado por Juan, les pide que se queden con Jesús y no con él. “Conviene que él crezca y yo mengue”. Que es lo mismo que decirles: “Seguid a Jesús que es el Hijo de Dios, el verdadero salvador de los hombres y no a mí”. Y esa es la misma indicación que Juan el Bautista nos a hace también a nosotros cristianos del siglo XXI. Lo nuestro es amar y seguir a Jesús. Todo lo demás viene por añadidura.

Viernes de la XI Semana Ordinaria

Mt 6, 19-23

Conocía bien Jesús a su pueblo. Sabía el afán desmedido por las riquezas y la psicología avara del pueblo judío. Sabía de sus refranes y dichos y de esa actitud tan orgullosa de que, considerándose ricos y sanos, era porque habían sido justos y Dios los premiaba.

Jesús insiste en que es en el corazón donde debe acumularse la riqueza interior. Los demás lugares están llenos de polilla que corroe, donde todo se echa a perder o los ladrones acuden porque saben que allí hay acumulado. ¡Ah el “acumulado” de las cuentas personales, comunitarias o empresariales!

Donde está la riqueza dice que está el corazón, no dice está tu perdición; pero sabe que es así.

Bonito final del texto para invitar a tener la mirada limpia, diáfana, transparente, por donde entra la luz y, claro, por donde también sale de dentro. Bien sabía que la cara es el espejo del alma y que el alma se escapa por la mirada.

Lo sabemos bien, hay rostros que callando lo dicen todo, mirando se les ve el fondo del alma. Los retorcidos lo acompañan con una torva mirada, con una sonrisa cínica. Los buenos miran de frente, sonríen con franqueza, todo en ellos es luminoso, verdadero y eso los hace libres. ¿Libres? ¿para qué? Dirán algunos.

Cada uno sabemos ver, mirar, leer en el fondo del alma y, cada uno, sabemos bien cómo y cúando queremos ser rostros y miradas de luz para los demás. De no querer serlo, mejor cerrar los ojos y no ser descubiertos, pero, ¿para vivir así…? Qué pena.

“Y si la luz que hay en ti resulta ser oscuridad, ¡qué negra no será la propia oscuridad!” termina diciendo Jesús. Qué buen observador. Qué sabio. Así terminó Él: ahogado por la oscuridad de los cínicos, oportunistas y aduladores ante el César y sus representantes.

No han cambiado mucho las cosas, quizá hayan ido a peor, por muy justas que parezcan las leyes y derechos humanos.

Jueves de la XI Semana Ordinaria

Mt 6, 7-15

La primera recomendación de Jesús a sus discípulos a la hora de rezar es que no empleen muchas palabras al dirigirse a Dios, porque Dios antes de que abramos la boca sabe lo que nos hace falta.

El punto de partida y que matiza todo lo demás es que tenemos que empezar llamándole Padre, porque en realidad lo es, ya que “a cuantos le recibieron les dio el poder de ser hijos de Dios”. Muy distinta es nuestra vida si de verdad creemos que Dios no es un ser lejano, que no se preocupa de nosotros, sino que es nuestro Padre y Padre de los buenos, que nunca nos deja de su mano… y también muy distinta será nuestra oración. 

Todas las peticiones, que nos indica Jesús que tenemos que dirigir a Dios son necesarias, pero, intentando resumirlas en dos, pidamos a nuestro Padre Dios que nos creamos de verdad que somos sus hijos con todo lo que esto lleva consigo, y que nos dé cada día el pan que necesitamos para portarnos como tales con él y con nuestros hermanos.

Miércoles de la XI Semana Ordinaria

Mt 6, 1-6. 16-18

Hay actitudes en nuestro comportamiento que no se ajustan al modo de obrar de Jesús, por eso Él incide, con frecuencia, en ellas invitando a desterrarlas de nuestra vida. Es la línea profética con la que conecta Jesús y donde se destaca la interioridad, el corazón, frente a las apariencias y el postureo. En lo bueno y en lo malo Dios ve nuestro interior, las razones que nos mueven a obrar.

El dar limosna es una forma de participar en la creación de un mundo más justo, donde nadie es extraño. Es vivir sintiéndonos formando parte de la gran familia de los hijos de Dios.

El carácter individualista, en el que nos desenvolvemos, niega la fraternidad y reduce nuestra vida a un pequeño círculo. El evangelio nos llama a ser abiertos y generosos. Sabiendo que “nuestro Padre que ve en lo secreto nos recompensará”.

Ya en sí mismo es un motivo de alegría poder ayudar compartiendo; máxime cuando lo hacemos de corazón, que es lo que a Dios le agrada. Esa recompensa es la única que merece la pena. Lo demás no es sino la búsqueda inútil de recompensas efímeras que nos alejan y nos convierten en farsantes.

Podemos preguntarnos: ¿Soy responsable del uso que hago de los bienes que poseo? ¿Contribuyo, en lo que puedo, a erradicar la pobreza que observo a mi alrededor?

Como veis, me he centrado en un aspecto del evangelio de hoy. El texto completo lo hemos meditado en el comienzo de la cuaresma. Es la razón por la que no he aludido al tema de la oración y el ayuno. Por hoy es suficiente destacar la discreción y el alejamiento de vivir buscando el aplauso por nuestras buenas obras.