Miércoles de la XX Semana del Tiempo Ordinario

Mt 20, 1-16

El Evangelio de Mateo nos presenta la parábola de los jornaleros contratados a diferentes horas del día. Pero, en la libertad del contratante, fueron tratados con la misma consideración. Todos recibieron lo convenido.

No se trata de abanderar un sentido de justicia porque unos trabajaron toda la jornada, y otros apenas una hora. Todos fueron tratados con la misma bondad, según lo convenido.

Pero, siempre nace en alguien un sentimiento de tristeza o pesar ante el bien ajeno, o nace también un deseo de lo que no se posee. Y eso, se llama envidia. En gran medida, alguna vez, todos la hemos padecido, bien por ser el sujeto envidioso, o bien por sufrir las consecuencias de las personas que envidian.

Mateo contrapone a la envidia, la libertad que tiene una persona de ser bondadosa. La bondad es la natural inclinación de hacer el bien. Y nos compara el Reino de los cielos, el modo de actuar de Dios, con el propietario que sale a buscar jornaleros a distintas horas del día. Es una invitación constante a entrar en el reino de la bondad. Ofrecer el bien, no es injusto; al contrario, es una constante en el modo de actuar de Dios.

Pero a veces deseamos todo aquello que tiene nuestro prójimo. Detestamos su personalidad, su bondad natural, su libertad, sus relaciones; y dejamos de mirar en qué situación está nuestro interior. El envidioso es quien abandona su interior para vivir con irritación la vida del otro.

Hemos de ponernos en la piel de quien padece la actitud de la persona envidiosa. La vida se torna en un sufrimiento inacabable. La única solución es elevarte ante la situación, y procurar que su irritabilidad no te afecte.

La persona envidiosa, cuando se deja llevar por actitudes irracionales, deja de vivir su propia vida, para ser el protagonista de la vida del otro, con la sola intención de amargársela, sin darse cuenta de su propia amargura.

En Dios existe por esencia una inclinación constante de hacer el bien. La bondad es su lenguaje cotidiano. No permite la actitud de la persona envidiosa, ni renuncia por ello, a su bondad infinita. Su modo de actuar es desde el consuelo, la misericordia y la bondad. Por muy insano que se muestre el corazón del hombre, Dios no puede renunciar a su eterna bondad.

La envidia provoca extrañeza a la persona que es paciente de la persona que envidia.