Mt 19, 23-30
Jesús puso en guardia muchas veces a sus discípulos contra las riquezas de este mundo. En su tiempo y en el nuestro, son una verdadera peste contagiosa y persistente. La comparación que utiliza para advertir de eso es muy hiperbólica, muy oriental. En realidad, no son las riquezas en sí lo que perjudica, sino el apego a ellas. La razón es que llevan consigo el prestigio y el poder, dos metas muy ambicionadas por todos nosotros.
También aquí podemos preguntarnos: ¿Acaso no es lícito procurar la productividad, la generación de riqueza? ¿Vamos a contentarnos con una economía de subsistencia? ¿Va a remediar eso las necesidades de tantas gentes hambrientas?
Precisamente el problema está en que las riquezas no las encauzamos a remediar la carestía de tanta gente. Más bien se acumulan en manos de algunos y no sirven al bienestar general. Desprenderse de las riquezas significa dos cosas: que somos capaces y elegimos vivir con sobriedad, porque “no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita”; y que estamos dispuestos a compartir con los demás lo poco o mucho que tenemos.
Pero para adoptar esas actitudes hemos de abrirnos al don de Dios, dejarnos influir por el estilo de Dios que Jesús nos ha descubierto. Él vivió con gran sobriedad y benefició especialmente a los pobres y desvalidos con lo que tenía: el anuncio convincente de que el reino de Dios se estaba haciendo presente entre ellos, y el empeño por hacer el bien y denunciar el mal en medio de la gente que le rodeaba.
Los discípulos de Jesús dejaron lo que tenían, y hasta la familia a la que pertenecían, y lo siguieron en su modo de vida. ¿Estamos nosotros dispuestos a hacer lo mismo?