LA CÁTEDRA DEL APÓSTOL SAN PEDRO

El 22 de febrero estaba consagrado en la antigua Roma al recuerdo de los difuntos de la familia. La fiesta de la Cátedra de San Pedro enlaza, por tanto, con el culto que los cristianos tributaban en el presente día a sus padres en la fe junto a las tumbas de Pedro en el Vaticano y de Pablo en la carretera de Ostia. Mas, al convertirse el 29 de junio – tras la paz de Constantino (313) – en la gran festividad anual de los dos Apóstoles, se quiso honrar el 22 de febrero en la Cátedra de Pedro la promoción del Pescador de Galilea al cargo de Pastor supremo de la Iglesia.

Por consiguiente, hoy es la fiesta del «Tu es Petrus», la memoria de la misión que Cristo confió a Pedro de ser el apoyo de sus hermanos. De ahí que la propia liturgia exalte la fe de Pedro como la roca sobre la que se asienta la Iglesia. Mas, si bien el servicio de Pedro consiste en asegurar a la Iglesia por medio de su doctrina «la integridad de la fe», también debe procurar la unidad de los cristianos, «presidir en caridad» (Ignacio de Antioquía), conducir a todos los bautizados a la participación del mismo pan y a beber del mismo cáliz. Por eso le suplicamos al Señor que haga que el Papa sea para el pueblo cristiano «el principio y fundamento visible de su unidad en una misma fe y en una misma comunión».

Este supremo y universal Primado de Pedro, perpetuo como la Iglesia misma, fue fijado establemente por Pedro en Roma, la ciudad de su episcopado particular y universal, en la que derramará su sangre por Cristo.

«Se da a Pedro el Primado, para que se muestre que es una la Iglesia de Cristo y una la cátedra… Dios es uno, uno el Cristo, una la Iglesia, y una la cátedra fundada sobre Pedro»…

Por eso el colegio episcopal permanece unido al Obispado de Roma y sucesor de Pedro, al enseñar gobernar y juzgar.

Pocas veces pregunta Jesús de modo tan directo, tan claro y sobre un tema tan candente. ¿Qué dice la gente que soy yo? Los apóstoles respondieron de modo diplomático. Unos que Elías, otros que uno de los profetas… Podrían también haber respondido que unos decían que blasfemaba, que curaba en el nombre de Satanás, que era un enemigo público…

Jesucristo quiere enseñarnos que el corazón del apóstol, del cristiano, tiene que saber lo que opina el mundo sobre Él. ¿Qué es lo que la gente cree sobre Jesucristo? Unos piensan que coarta la libertad, otros creen que es una invención de la Iglesia, otro que es consuelo para débiles y pobres e ignorantes, no para personas cultas… El corazón del apóstol tiene que arder con el pensamiento de que Cristo no es conocido, como no fue conocido en su época. Sólo Pedro en nombre de los apóstoles fue capaz de responder: Tú eres el Mesías el hijo del Dios vivo.

Sin duda que Pedro respondió movido por el Espíritu Santo y guiado por la fe. Tenemos que pedir cada día para que Jesucristo aumente nuestra fe, nuestro conocimiento en Él y en su Iglesia, pues está unidos íntimamente el conocimiento de Jesucristo y de su Iglesia. Pedirle que nos conceda esta gracia con todo el corazón para poder responder todos los días: Tú eres el Cristo, Tú eres mi Redentor, mi Señor, mi Mesías. Ojalá que así nos sintamos llamados a participar de un modo más vital y concreto dentro de la Iglesia como auténticos apóstoles.

Lunes de la VII Semana del Tiempo Ordinario

Mc 9, 14-29

De nuevo, según el estilo de Marcos, nos presenta en un solo pasaje una gran cantidad de material para reflexión.

Hoy destacaremos únicamente el hecho de la fe que está a la base de todo el relato.

Apenas hace unos días reflexionábamos sobre la identidad de Jesús: «¿Quién dice la gente que soy yo?», preguntaba Jesús a sus discípulos. De nuevo aparece, aunque de otra manera, esta pregunta para la multitud.

El padre de familia dice: «Si puedes hacer algo por él…». Este padre de familia, al igual que muchos de nuestra comunidad cristiana, aun no se han dado cuenta que Jesús es verdadero Dios y que por lo tanto puede hacer todo (no siempre querrá hacerlo, pero pude hacerlo).

Una de las ideas que nos ha metido el mundo en la cabeza, es que nuestro Dios es un Dios pequeño, incapaz de resolver nuestros problemas. Esto ha hecho que muchos busquen otros «dioses» para resolverlos, siendo que al final se encontrarán en una situación peor.

Jesús es verdadero Dios. Cierto, hay que creer, y creer como creyó la Sirofenicia, el ciego, etc…

Puede ser que nuestra fe sea aun pequeña, pidamos pues hoy con sinceridad a Jesús: ¡Aumenta mi fe!

Sábado de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 9, 2-13

El Evangelio de la Transfiguración anticipa la Resurrección y nos anuncia la divinidad del hombre. Nos muestra a Jesús como figura celestial: “su rostro resplandecía”. Nos da su luz para que podamos verle con ojos de fe, verle en la Eucaristía y como Pedro decirle: “Que bien se está aquí”. Él está ahí, presente, transfigurado y solo podemos verle si estamos dispuestos a seguirle. Tenemos que escuchar a Jesús y cumplir su voluntad. San Juan de la Cruz dice «Pon tus ojos solo en Él, porque en Él tengo todo dicho y revelado y hallarás en Él más de lo que puedas y deseas». Sin ningún miedo debemos escuchar a Jesús, seguir su voz, dejar que traspase nuestro corazón.

La Trasfiguración también nos habla de nuestro futuro. A través del bautismo nos revestimos de Cristo y nos convertimos en luz para los demás, luz para aquellos que hoy viven en oscuridad. Hoy se nos presenta la experiencia de la montaña. Jesús invita a sus amigos a un encuentro con Dios mismo. El monte simboliza el lugar de máxima cercanía con Dios, un lugar de ascenso, de subida interior, nuestro encuentro personal con Dios. Meditar este pasaje nos tiene que impulsar a centrar nuestra mirada en Cristo, subir a nuestro Tabor y llenarnos de esperanza. Escuchar su voz, la voz de Dios que se repite en el monte y en el bautismo: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”.

Viernes de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 34-9,1

¿Qué significa perder la vida por causa de Jesús? Esto puede suceder de dos maneras explícitamente confesando la fe, o implícitamente defendiendo la verdad.

Los mártires son el máximo ejemplo del perder la vida por Cristo. En dos mil años son una fila inmensa de hombres y mujeres que han sacrificado su vida por permanecer fieles a Jesucristo y a su Evangelio.

Hoy, en muchas partes del mundo son tantos, tantos, más que en los primeros siglos, tantos mártires que dan su vida por Cristo. Que son llevados a la muerte por no renegar a Jesucristo. Esta es nuestra Iglesia, hoy tenemos más mártires que en los primeros siglos.

Los tres tipos de martirios de la vida cotidiana hoy en día:

También está el martirio cotidiano, que no comporta la muerte pero que también es un perder la vida por Cristo, cumpliendo el propio deber con amor, según la lógica de Jesús, la lógica de la donación, del sacrificio. Pensemos:

  • ¡Cuántos papás y mamás cada día ponen en práctica su fe ofreciendo concretamente su propia vida por el bien de la familia! Pensemos en esto.
  • ¡Cuántos sacerdotes, religiosos y religiosas desarrollan con generosidad su servicio por el Reino de Dios!
  • ¡Cuántos jóvenes renuncian a sus propios intereses para dedicarse a los niños, a los minusválidos, a los ancianos!

También estos son mártires, mártires cotidianos, mártires de la cotidianidad.

Y después hay tantas personas, cristianos y no cristianos, que pierden su propia vida por la verdad. Y Cristo ha dicho «yo soy la verdad», por tanto, quien sirve a la verdad sirve a Cristo.

Cuántas personas pagan a caro precio el compromiso por la verdad. Cuántos hombres rectos prefieren ir contracorriente, con tal de no renegar la voz de la conciencia, la voz de la verdad!

Personas rectas que no tienen miedo de ir contracorriente, y nosotros no debemos tener miedo. Entre ustedes hay tantos jóvenes. Pero a ustedes jóvenes les digo no tengan miedo de ir contracorriente.

Cuando te quieren robar la esperanza, cuando te proponen estos valores que son valores descompuestos, valores como la comida descompuesta, cuando un alimento está mal nos hace mal. Estos valores nos hacen mal por eso debemos ir contracorriente.

Y ustedes jóvenes son los primeros que deben ir contracorriente. Y tener esta dignidad de ir precisamente contracorriente. 

Jueves de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 27-33

“¿Quién dice la gente que soy?”, “¿Vosotros quién decir que soy yo?”  Son las preguntas contenidas en el pasaje del Evangelio de hoy. El Evangelio nos enseña las etapas que recorrieron los apóstoles, para saber quién es Jesús. Son tres: conocer, confesar y aceptar el camino que Dios eligió para Él.

Conocer a Jesús es lo que todos nosotros hacemos cuando tomamos el Evangelio, y tratamos de conocer a Jesús, o cuando llevamos a los niños al catecismo, al igual que cuando los llevamos a la misa. Sin embargo se trata sólo del primer paso.

El segundo es confesar a Jesús. Y esto nosotros, solos, no podemos hacerlo. En la versión de Mateo, Jesús le dice a Pedro: “Esto no viene de ti. El Padre te lo ha revelado”. Sólo podemos confesar a Jesús con el poder de Dios, con el poder del Espíritu Santo. Nadie puede decir que Jesús es el Señor y confesarlo sin el Espíritu Santo, dice Pablo. No podemos confesar a Jesús sin el Espíritu. Por lo tanto, la comunidad cristiana debe buscar siempre el poder del Espíritu Santo para confesar a Jesús, para decir que es Dios, que es el Hijo de Dios.

Pero, ¿cuál es el propósito de la vida de Jesús, por qué vino? Responder a esta pregunta significa realizar la tercera etapa en el camino del conocimiento de Él.  Jesús comenzó a enseñar a sus apóstoles que debía sufrir y que lo matarían para luego resucitar.

Confesar a Jesús significa aceptar el camino que el Padre eligió para Él: la humillación. Pablo, escribiendo a los filipenses, dice: «Dios envió a su Hijo, quien se anonadó a sí mismo, se hizo siervo, se humilló a sí mismo, hasta la muerte, muerte de cruz”. Si no aceptamos el camino de Jesús, el camino de la humillación que Él eligió para la redención, no sólo no somos cristianos, sino que merecemos lo que Jesús le dijo a Pedro: «¡Aléjate de mí, Satanás!

Satanás sabe muy bien que Jesús es el Hijo de Dios, pero Jesús rechaza su “confesión” como alejó de sí mismo a Pedro cuando había rechazado el camino que Jesús había elegido. “Confesar a Jesús es aceptar el camino de la humildad y de la humillación. Y cuando la Iglesia no va por este camino, se equivoca, se vuelve mundana”.

Y cuando nosotros vemos a tantos buenos cristianos, con buena voluntad, pero que confunden la religión con un concepto social de bondad, de amistad, cuando vemos a tantos clérigos que dicen que siguen a Jesús, pero que buscan los honores, los caminos suntuosos, los caminos de la mundanidad, no buscan a Jesús: se buscan a sí mismos. No son cristianos; dicen que son cristianos, pero de nombre, porque no aceptan el camino de Jesús, de la humillación. Y cuando leemos en la historia de la Iglesia acerca de muchos obispos que han vivido así y también de muchos papas mundanos que no conocieron el camino de la humillación, no lo aceptaron, debemos aprender que ese no es el camino.

Pidamos “la gracia de la coherencia cristiana” para “no usar el cristianismo para escalar», es decir la gracia de seguir a Jesús en su mismo camino, hasta la humillación.

Miércoles de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 22-26

Un ciego, conocido como tal por todos los del pueblo, ha sido curado por Jesús. Y ahora debe guardar silencio acerca del regalo que ha recibido de Dios. Pero cuando se enciende una luz no es para ocultarla debajo de una olla de barro; ni se puede ocultar una ciudad construida sobre un monte. Aquel hombre, al pasar por el pueblo caminando con seguridad, y sin ir tomado de la mando de alguien que le condujera, estará hablando, no con las palabras, sino con los hechos, de que ha sido curado, de que Dios ha sido misericordioso con él. Tal vez muchos ambientes hostiles a nuestra fe nos hagan imposible el poder hablar abiertamente del Evangelio. En esas circunstancias nuestra vida intachable, nuestra firmeza para no ser comprados por gente deshonesta y malvada, nuestra lealtad a nuestros compromisos, nuestro amor solidario con los que nada tienen, nuestra entrega a favor del bien de todos se convertirá en el mejor testimonio del Evangelio, proclamado desde una vida que ha sido poseída por el Espíritu del Señor. Pidámosle al Señor que abra nuestros ojos al bien de tal forma que, libres de la oscuridad del pecado, seamos en adelante embajadores del Evangelio, mediante nuestras buenas obras y también mediante nuestras palabras y nuestra vida misma.

Tal vez, a pesar de estar bautizados, muchas veces vivamos como ciegos ante la problemática que aqueja a aquellos que nos rodean. Y no es tanto que no contemplemos los males que hay en el mundo, sino que los ojos de nuestro corazón pueden haberse cerrado y habernos dejado insensibles ante ellos. Al habernos encontrado con Cristo en la Eucaristía iniciamos un nuevo proceso de fe, que debe llegar a una madurez cada vez mayor, de tal forma que no nos conformemos con orar, sino que se despierte en nosotros el amor servicial sabiendo que lo que hagamos a los demás, al mismo Cristo lo hacemos. Tal vez apenas comencemos a ver y veamos a los demás borrosamente y los confundamos con árboles que caminan y de cuya madera y frutos podemos aprovecharnos. Debemos permanecer firmes en nuestro seguimiento de Cristo hasta poder contemplar a los demás como Dios los contempla, y hasta saberlos amar como Dios los ama.

Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, la gracia de vivir fieles al Señor, no conformándonos con conocer cuáles son las consecuencias de nuestra fe en Cristo, sino de vivir conforme a sus enseñanzas, escuchando su Palabra y poniéndola en práctica mediante un gran amor tanto a Dios como a nuestro prójimo.

Martes de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 14-21

Falta suficiente pan para los discípulos que subieron al bote con Jesús y les entra la preocupación de la gestión de algo material. Dice el Evangelio: “Discutían entre ellos sobre el hecho de que no tenían panes. Dándose cuenta, les dijo Jesús: ¿Por qué andáis discutiendo que no tenéis pan? ¿Aún no entendéis ni comprendéis? ¿Tenéis el corazón embotado? ¿Tenéis ojos y no veis, tenéis oídos y no oís? ¿No recordáis cuántos cestos de sobras recogisteis cuando repartí cinco panes entre cinco mil?”.
 
Vemos la diferencia que hay entre un “corazón embotado”, como el de los discípulos, y un “corazón compasivo” como el del Señor, el que expresa su voluntad. Y la voluntad del Señor es la compasión: “Misericordia quiero y no sacrificios”. Porque un corazón sin compasión es un corazón idolátrico, es un corazón autosuficiente, que avanza sostenido por su propio egoísmo, que se hace fuerte solo con las ideologías. Pensemos en los cuatro grupos ideológicos del tiempo de Jesús: los fariseos, los saduceos, los esenios y los zelotes. Cuatro grupos que habían embotado el corazón para llevar adelante un proyecto que no era el de Dios; no había sitio para el plan de Dios, no había sitio para la compasión.

Pero existe una “medicina” contra la dureza del corazón, y es la memoria. Por eso, en el Evangelio de hoy, y en tantos pasajes de la Biblia, se escucha la llamada al poder salvífico de la memoria, una gracia que debemos pedir porque mantiene el corazón abierto y fiel. Cuando el corazón se endurece, cuando el corazón se embota, se olvida… Se olvida la gracia de la salvación, se olvida la gratuidad. El corazón duro lleva a las peleas, lleva a las guerras, lleva al egoísmo, lleva a la destrucción del hermano, porque no hay compasión. Y el mensaje de salvación más grande es que Dios tuvo compasión de nosotros. Ese estribillo del Evangelio, cuando Jesús ve una persona, una situación dolorosa: “y tuvo compasión”. Jesús es la compasión del Padre; Jesús es una bofetada a toda dureza de corazón. 

 Pedir la gracia de tener un corazón no ideologizado ni endurecido, sino abierto y compasivo ante cuanto sucede en el mundo porque por eso seremos juzgados el día del juicio, no por nuestras ideas o por nuestras ideologías. “Tuve hambre, y me diste de comer; estuve en prisión, y viniste a verme; estaba afligido y me consolaste”. Así está escrito en el Evangelio, y esa es la compasión, esa es la no-dureza de corazón. Y la humildad, la memoria de nuestras raíces y de nuestra salvación, nos ayudarán a conservarlo así. Cada uno tiene algo que se ha endurecido en su corazón. Hagamos memoria, y que sea el Señor quien nos dé un corazón recto y sincero —como hemos pedido en la oración colecta— donde habita el Señor. En los corazones duros no puede entrar el Señor; en los corazones ideológicos no puede entrar el Señor. El Señor entra solo en los corazones que son como el suyo: corazones compasivos, corazones que tienen compasión, corazones abiertos. Que el Señor nos dé esa gracia.

Lunes de la VI Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 11-13

Este pasaje del evangelio nos delinea la actitud de los fariseos ante el mensaje de Jesús y quizás de muchos hombres de nuestro tiempo: piden una señal para creer.

¿Sabes por qué Jesús no le dio la señal que le pedían? Primero, porque conocía lo que había en sus corazones: “querían ponerlo a prueba”; y segundo porque sabía que aunque obrase una “señal” no creerían en Él.

¡Cuántos milagros ya había hecho: curaciones, multiplicación de panes, caminar sobre las aguas…! Y encima, pedían una señal del cielo. Eran tardos de corazón, su soberbia les cegaba, la vanidad les entorpecía y el egoísmo les estorbaba para reconocer en Él al Mesías, al Hijo de Dios. Jesús tenía como señal la cruz y la fuerza del amor. ¡Pobres hombres! El momento de gracia se les fue cuando Jesús se fue a la orilla opuesta… Posiblemente, desde entonces, su corazón quedó insatisfecho, marchito… ¡Sólo por no creer en Jesús con una fe viva y sencilla! ¡Dichosos los que creen sin haber visto! Esto era lo que más le dolía a Cristo. Venía a los suyos y no le recibían.

Tal vez hoy, muchos hombres piden “señales” a Dios para creer. Pero Dios tiene sus caminos. La cruz de Cristo sigue pesando en los hombros de todos los hombres y en particular en los de todos los cristianos. Unos la abrazan con fe y amor y son felices; otros quieren un Cristo sin cruz, hecho a la medida de sus comodidades y placeres, le gritan que si baja de la cruz creerán… Pero no existe ese Cristo. No creen en Jesús… Ojalá que cuando llegues al cielo, Cristo te diga: ¡Dichoso tú que has creído!

Sábado de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mc 8, 1-10

Jesús razona de acuerdo a la lógica de Dios, que es aquella del compartir.

Cuántas veces nosotros nos damos vuelta hacia otro lado con tal de no ver a los hermanos necesitados. Y esto, mirar hacia otro lado, es un modo educado de decir con guantes blancos: «arréglenselas solos». Y esto no es de Jesús: esto es egoísmo.

Si Jesús hubiese despedido a la gente, muchas personas se habrían quedado sin comer. En cambio, aquellos pocos panes y pescados, compartidos y bendecidos por Dios, fueron suficientes para todos.

Y atención ¿eh?: no es una magia, es un signo. Un signo que invita a tener fe en Dios, el Padre providente, que no nos hace faltar el pan nuestro de cada día, si nosotros sabemos compartirlo como hermanos.

En el Evangelio de hoy, el milagro de los panes preanuncia la Eucaristía. Esto se puede ver en el gesto de Jesús que recita la bendición antes de partir el pan y distribuirlo a la gente. Es el mismo gesto que hará Jesús en la Última Cena, cuando instaura el memorial perpetuo de su Sacrificio redentor.

En la Eucaristía, Jesús no da un pan, sino el pan de vida eterna, se dona a Sí mismo, ofreciéndose al Padre por amor a nosotros.

Nosotros debemos ir a la Eucaristía con aquel sentimiento de Jesús, es decir, la compasión, y con aquel deseo de Jesús, compartir.

Quien va a la Eucaristía sin tener compasión por los necesitados y sin compartir, no se encuentra bien con Jesús.

Compasión, compartir, Eucaristía. Este es el camino que Jesús nos indica en este Evangelio. Un camino que nos lleva a afrontar con fraternidad las necesidades de este mundo, pero que nos conduce más allá de este mundo, porque parte de Dios Padre y regresa a Él.

Que la Virgen María, Madre de la Divina Providencia, nos acompañe en este Camino. » 

Viernes de la V Semana del Tiempo Ordinario

Mc 7, 31-37

Encontramos hoy en el pasaje de San Marcos a un sordo y tartamudo de la región de la Decápolis. La curación de este enfermo pagano subraya la participación de los paganos en el banquete de la salvación que Jesús ofrece, pues su incapacidad para escuchar y alabar a Dios simboliza plenamente la situación del mundo pagano que Jesús viene a liberar con su palabra.

Si pensamos en nuestra actualidad encontraremos que hay muchas personas que no pueden hablar y que no pueden escuchar, y no precisamente por enfermedades físicas, sino porque nuestro mundo no les da voz y no tienen derechos.

Si el mundo judío discriminaba y despreciaba a los pueblos vecinos y nos les concedían el derecho de participar de los bienes y la bendición prometida por Yahvé, hoy también encontramos que quedan muchos pueblos, naciones y personas a las que no se les permite acercarse a la mesa y participar de los regalos que Dios ofrece.

Parecería que en nuestro mundo tan exigente en cuanto a derechos de la persona y garantías individuales, nadie podría quedar mudo o sordo, para acceder a los bienes de la creación. Sin embargo no es así, teniendo “teóricamente” el derecho de hablar, nadie escucha su voz, nadie les hace caso y sus peticiones quedan olvidadas. Teniendo el derecho de escuchar y ser tomado en cuenta como persona, se le cierran los espacios y oportunidades para obtener una información cierta, no manipulada, se le satura de anuncios y noticias dudosas, y no se les concede la oportunidad de oír y apreciar la buena nueva.

Hoy pidamos al Señor Jesús que nos aparte a un lado de este ruidoso mundo, que nos conceda la intimidad con Él para escuchar su Palabra, que toque nuestros labios, nuestros oídos y nuestro corazón para que podamos restituir en nosotros la imagen de Dios, juntamente con nuestros hermanos. Que hoy también nosotros podamos escuchar: ¡Effetá! ¡Ábrete!