Jueves de la V Semana de Pascua

Jn 15,9-11

Uno de los conceptos que tendríamos que cambiar en nuestra vida es el que los mandamientos que Dios nos ha dado limitan y coartan nuestra libertad.

En el pasaje que hemos leído hoy, escuchamos como Jesús dice: «Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría de plena». Es decir la alegría y la felicidad plena la podemos alcanzar solo si cumplimos los mandamientos.

Y es que los mandamientos nos previenen de las consecuencias que el pecado trae a nuestra vida, Y así por ejemplo, cuando Dios dice: «no robarás», lo que está buscando es evitar todos los daños que el robar trae para nosotros y para nuestro prójimo.

De tal manera que cuando le hacemos caso y obedecemos sus mandamientos, estamos construyendo nuestra felicidad y nuestra paz interior. De la misma manera que nuestros padres nos cuidan advirtiéndonos de los peligros (advertencias que en ocasiones se convierten en prohibiciones), y con ello nos muestran que nos aman, así Dios también, al habernos dado los Mandamientos, nos ha mostrado que nos ama.

Mostrémosle ahora que nosotros lo amamos, obedeciendo.

Miércoles de la V Semana de Pascua

Jn 15, l-8

En nuestro mundo tecnificado y autosuficiente, en donde los ordenadores y la ciencia moderna a veces nos hacen creer que somos autosuficiente, las palabras del evangelio de hoy nos recuerdan una de las verdades que jamás debemos de olvidar: «Sin Jesús no podemos hacer nada».

El Evangelio de hoy nos invita a permanecer unidos a Jesús, mientras que el mundo nos invita a un cambio frenético, a una carrera loca, nuevas y más fuertes emociones, Jesús nos invita a permanecer con Él en su amor, en su fidelidad.

Permanecer en Jesús no es quedarse indiferente ante las situaciones de injusticia o de dolor, sino todo lo contrario, es comprometerse en serio y con decisión en la lucha por un mundo mejor.

Permanecer no quiere decir inmovilidad, sino todo lo contrario, es un dinamismo que surge del interior y que no se queda en agitaciones externas, sino que es una fuente que mana desde lo más profundo del yo porque está animada por el Espíritu de Jesús.

Permanecer es estar cerca de Jesús y conocer sus pensamientos, sus opciones y sus criterios.

Muchas veces hemos equivocado el sentido de las palabras de Jesús y nos hemos escudado en ella para no asumir nuestras responsabilidades y quedarnos anquilosados en estructuras, en posturas e intransigencias. Nada más falso. Así como la vid se extiende con nuevos retoños y cada día tiene nuevos brotes, quién permanece unido a Jesús cada día tendrá nuevas ilusiones, nuevos planes y nuevas opciones para llevar vida, pero siempre unidos a Jesús, a la savia de Jesús que sostiene, que hace crecer y amina y nos lleva por caminos nuevos e insospechados.

Por eso debemos pedirle a Jesús que nos ayude a dar frutos. Nos atemoriza que los frutos que damos no sean los que Jesús espera, que nuestros frutos solo queden en apariencia, en follaje, o todavía peor, que se vuelvan frutos amargos, frutos de hipocresía, de orgullo, de injusticia y falsedad.

Pidámosle al Señor que nos conceda este día permanecer unidos a Él. Hay muchas cosas que nos invitan a separarnos y alejarnos de Él, principalmente nuestro egoísmo y nuestras propias inclinaciones, pero también las falsas promesas de felicidad de un mundo que me seduce con sus luces y que me invita a alejarme de Ti y a separarme de mis hermanos.

Señor Jesús concédenos permanecer unidos a Ti, junto a Ti, siempre contigo.

Martes de la V Semana de Pascua

Jn 14,27-31

El Señor, antes de irse, saluda a los suyos y les da el don de la paz, la paz del Señor: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo». No se trata de la paz universal, esa paz sin guerras que todos queremos que haya siempre, sino de la paz del corazón, la paz del alma, la paz que cada uno tiene dentro. Y el Señor la da, pero subraya: «no como la da el mundo». ¿Cómo da el mundo la paz y cómo la da el Señor? ¿Son paces distintas? Sí. El mundo te da “paz interior”, estamos hablando de la paz de tu vida, de ese vivir con el “corazón en paz”. Te da la paz interior como posesión tuya, como algo que es tuyo y te aísla de los demás, te mantiene en ti, es una adquisición tuya: ¡tengo paz! Y tú, sin darte cuenta, te encierras en esa paz, una paz para ti, para uno, para cada uno; es una paz solitaria, es una paz que te deja tranquilo, incluso feliz. Y en esa tranquilidad, en esa felicidad te amodorra un poco, te anestesia y te hace quedarte contigo mismo en una cierta tranquilidad. Es un poco egoísta: la paz para mí, encerrada en mí. Así la da el mundo. Es una paz costosa porque debes cambiar continuamente los “instrumentos de paz”: cuando te entusiasma una cosa, te da paz una cosa, luego se acaba y debes encontrar otra… Es costosa porque es provisional y estéril.

En cambio, la paz que da Jesús es otra cosa. Es una paz que te pone en movimiento: no te aísla, te pone en movimiento, te hacer ir a los demás, crea comunidad, crea comunicación. La del mundo es costosa, la de Jesús es gratuita, es gratis; es un don del Señor: la paz del Señor. Es fecunda, te lleva siempre adelante. Un ejemplo del Evangelio que a mí me hace pensar cómo es la paz del mundo, es aquel señor que tenía los graneros llenos y la cosecha de aquel año parecía ser buenísima y pensó: “Pues tendré que construir otros almacenes, otros graneros para poner esto y luego estaré tranquilo… Es mi tranquilidad, con eso puedo vivir tranquilo”. “Necio, dice Dios, esta noche morirás”. Es una paz inmanente, que no te abre la puerta al más allá. En cambio, la paz del Señor es abierta, adonde Él fue, está abierta al Cielo, está abierta al Paraíso. Es una paz fecunda que se abre y lleva también a otros contigo al Paraíso.

Creo que nos ayudará pensar un poco: ¿cuál es mi paz, dónde encuentro yo paz? ¿En las cosas, en el bienestar, en los viajes, en las posesiones, en tantas cosas, o encuentro la paz como don del Señor? ¿Debo pagar la paz o la recibo gratis del Señor? ¿Cómo es mi paz? ¿Cuándo me falta algo me enfado? Esa no es la paz del Señor. Esa es una de las pruebas. ¿Estoy tranquilo en mi paz, “me duermo”? No es del Señor. ¿Estoy en paz y quiero comunicarla a los demás y llevar algo adelante? ¡Esa es la paz del Señor! También en los momentos malos, difíciles, ¿permanece en mí esa paz? Es del Señor. Y la paz del Señor es fecunda también para mí porque está llena de esperanza, es decir, mira al Cielo. La paz, la que nos da Jesús, es una paz para ahora y para el futuro. Es comenzar a vivir el Cielo, con la fecundidad del Cielo. No es anestesia. La otra sí: tú te anestesias con las cosas del mundo y cuando la dosis de esa anestesia se acaba, te tomas otra y otra y otra… Esta es una paz definitiva, fecunda y contagiosa. No es narcisista, porque siempre mira al Señor. La otra mira a ti, es un poco narcisista.

Que el Señor nos dé esa paz llena de esperanza, que nos hace fecundos, nos hace comunicativos con los demás, que crea comunidad y que siempre mira a la definitiva paz del Paraíso.

Lunes de la V Semana de Pascua

Jn 14,21-26

El pasaje del Evangelio de hoy es la despedida de Jesús en la Última Cena. El Señor acaba con estos versículos: «Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho». Es la promesa del Espíritu Santo; el Espíritu Santo que habita en nosotros y que el Padre y el Hijo envían. “El Padre enviará en mi nombre”, dice Jesús, para acompañarnos en la vida. Y lo llamamos Paráclito. Ese es el oficio del Espíritu Santo. En griego, el Paráclito es el que sostiene, acompaña para no caer, te mantiene firme, está cerca de ti para apoyarte. Y el Señor nos ha prometido ese apoyo, que es Dios como Él: el Espíritu Santo.

¿Qué hace el Espíritu Santo en nosotros? Lo dice el Señor: «Os enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho». Enseñar y recordar. Ese es el oficio del Espíritu Santo. Enseñar: nos enseña el misterio de la fe, nos enseña a entrar en el misterio, a captar un poco más el misterio. Nos enseña la doctrina de Jesús y nos enseña cómo desarrollar nuestra fe sin equivocarnos, porque la doctrina crece, pero siempre en la misma dirección: crece en la comprensión. Y el Espíritu nos ayuda a crecer en la comprensión de la fe, a entenderla más, a penetrar lo que dice la fe. La fe no es estática; la doctrina no es estática: crece. Crece como crecen los árboles, siempre iguales, pero más grandes, con fruto, pero siempre igual, en la misma dirección. Y el Espíritu Santo evita que la doctrina se equivoque, evita que se frene, sin crecer en nosotros. Nos enseñará las cosas que Jesús nos enseñó, desarrollará en nosotros la comprensión de lo que Jesús nos enseñó, hará crecer en nosotros, hasta la madurez, la doctrina del Señor.

Y la otra cosa que dice Jesús que hace el Espíritu Santo es recordar: «Os recordará todo lo que os he dicho». El Espíritu Santo es como la memoria, nos despierta: “Acuérdate de esto, acuérdate de aquello”; nos mantiene despiertos, siempre atentos a las cosas del Señor, y nos hace recordar también nuestra vida: “Piensa en aquel momento, piensa cuando encontraste al Señor, o piensa cuando dejaste al Señor”. Una vez oí decir que una persona rezaba ante el Señor así: “Señor, yo soy el mismo que de niño, de chaval, tenía aquellos sueños. Luego fui por caminos equivocados. Ahora tú me has llamado. Pero soy el mismo”. Es la memoria del Espíritu Santo en tu vida: te lleva a la memoria de la salvación, a la memoria de lo que enseñó Jesús, y a la memoria de tu vida. Y esto me ha hecho pensar –lo que decía ese señor– en un bonito modo de rezar, mirando al Señor: “Soy el mismo. He caminado tanto, he errado mucho, pero soy el mismo y tú me amas”. La memoria del camino de la vida.

El Espíritu Santo nos guía en esa memoria; nos guía para discernir qué debo hacer ahora, cuál es la senda correcta y cuál la equivocada, incluso en las pequeñas decisiones. Si pedimos luz al Espíritu Santo, nos ayudará a discernir para tomar buenas decisiones, las pequeñas de cada día y las más grandes. Nos acompaña, nos sostiene en el discernimiento. El Espíritu nos enseñará todo: hace crecer la fe, nos introduce en el misterio… El Espíritu nos recordará todo: nos recuerda la fe, nos recuerda nuestra vida, y el Espíritu, en esa enseñanza, en ese recuerdo, nos enseña a discernir las decisiones que debamos tomar. A eso, los Evangelios le dan un nombre al Espíritu Santo: sí, Paráclito, porque te sostiene, y otro nombre más bonito: es el Don de Dios. El Espíritu es el Don de Dios. El Espíritu es precisamente Don. “No os dejaré solos, os enviaré un Paráclito que os sostendrá y os ayudará a ir adelante, a recordar, a discernir y a crecer”. El Don de Dios es el Espíritu Santo.

Que el Señor nos ayude a proteger este Don que Él nos dio en el Bautismo y que todos llevamos dentro.

San Matías, Apóstol

Jn 15, 9-17

“¿En qué se fijan primero los hombres para acercarse a una mujer?”, preguntó la conductora del programa a todo su auditorio. Las respuestas fueron llegando con las más diversas opiniones. Quién opina  que en los ojos, en el cuerpo, en el rostro, en las formas, etc. E igualmente se hizo la pregunta sobre qué llama más la atención a las mujeres para acercarse a un hombre…

Me quedé yo pensando ¿En qué se fija Jesús para amarnos? En el caso de Matías, el apóstol que hoy celebramos, podríamos aducir que se le han exigido ciertas condiciones para ocupar el puesto de apóstol: que sea testigo de la Resurrección, que haya acompañado desde el principio… pero todo se resuelve a suertes, como para indicar que la misión es un regalo. Y también tendremos que reconocer que ya para entonces Matías había sido llamado y escogido de muchas formas.

Hoy me detengo a pensar que Jesús nos ama por pura generosidad y nos lo dice claramente: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os ha elegido y os ha destinado para que vayáis y deis fruto”.  Jesús nos elige y nos ama, sin que haya ningún merecimiento de nuestra parte, y nos destina para que vayamos a dar fruto. La misión del Apóstol es como una prolongación de la misión de Jesús y debe tener las mismas dificultades y los mismos resultados.

Cuando parecía que la traición de Judas dejaría incompleto el número simbólico de los doce, es elegido un nuevo Apóstol. Las dificultades y los problemas no son suficientes para detener el camino de la palabra. Los discípulos no se encierran recelosos en su círculo, se abren a nuevos ministerios y a nuevas personas. Como nosotros también ahora deberíamos tener un espíritu abierto y participativo para asumir la misión de Jesús y hacer partícipes a todos los hermanos de esta misma tarea.

Ser amigo de Jesús es un privilegio, no nos vuelve en esclavos y no nos acorrala o limita, sino por el contrario: nos da a conocer todo lo que hay en su corazón, nos hace participar de su amor y nos concede su amistad.

Gracias Señor por escogerme como amigo, por aceptarme como soy y por continuar en tu amistad a pesar de mis limitaciones.

Viernes de la IV Semana de Pascua

Jn 14, 1-6

Este diálogo de Jesús con los discípulos tiene lugar en la mesa, durante la cena. Jesús está triste; todos lo están: Jesús dijo que sería traicionado por uno de ellos y todos notan que algo malo va a pasar. Jesús empieza a consolar a los suyos: porque uno de los oficios, “de las tareas” del Señor es consolar. El Señor consuela a sus discípulos, y aquí vemos el modo de consolar de Jesús. Nosotros tenemos muchos modos de consolar, desde los más auténticos y cercanos, a los más formales, como los mensajes  de pésame: “Profundamente apenado por…”. ¡No consuela a nadie, es una farsa, es el consuelo de la formalidad! Pero, ¿cómo consuela el Señor? Esto es importante saberlo, para que nosotros, cuando en la vida pasemos por momentos de tristeza, aprendamos a ver cuál es el auténtico consuelo del Señor.

Y en este pasaje del Evangelio vemos que el Señor consuela siempre con la cercanía, la verdad y la esperanza. Son los tres rasgos del consuelo del Señor. Cercanía, nunca distantes: ¡estoy aquí! Qué bonitas palabras: “Aquí estoy. Estoy aquí con vosotros”. Y muchas veces en silencio, pero sabemos que está: Él siempre está. Esa cercanía que es el estilo de Dios, también en la Encarnación: hacerse cercano a nosotros. El Señor consuela con cercanía. Y no usa palabras vacías, es más, prefiere el silencio. La fuerza de la cercanía, de la presencia. ¡Habla poco, pero está cerca!

Un segundo rasgo del modo de consolar de Jesús es la verdad: Jesús es verdadero. No dice cosas formales que son mentiras: “No, estate tranquilo, todo pasará, no sucederá nada, pasará, las cosas pasan…”. No. Dice la verdad. No esconde la verdad. Porque Él mismo en este pasaje dice: “Yo soy la verdad”. Y la verdad es: “Yo me voy”, o sea: “Moriré”. Estamos ante la muerte. Esa es la verdad. Y lo dice sencillamente e incluso con mansedumbre, sin herir: estamos ante la muerte. No esconde la verdad.

Y este es el tercer rasgo: Jesús consuela con esperanza. Sí, es un momento malo. Pero «no se turbe vuestro corazón. Confiad en mí». Os digo una cosa, dice Jesús: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Voy a prepararos un lugar». Él va delante a abrir las puertas de aquel lugar por las que todos pasaremos, así lo espero: «volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros». El Señor vuelve cada vez que alguno de nosotros está en camino de irse de este mundo. “Vendré y os llevaré”: la esperanza. Vendrá, nos tomará de la mano y nos llevará. No dice: “No, no sufriréis: no pasa nada…”. No. Dice la verdad: “Estoy aquí, esa es la verdad: es un momento malo, de peligro, de muerte. Pero no se turbe vuestro corazón, estad en paz, esa paz que es la base de todo consuelo, porque yo vendré y, de la mano, os llevaré a donde yo esté”.

No es fácil dejarse consolar por el Señor. Muchas veces, en los momentos malos, nos enfadamos con el Señor y no le dejamos que venga y nos hable así, con esa dulzura, con esa cercanía, con esa mansedumbre, con esa verdad y con esa esperanza.

Pidamos la gracia de aprender a dejarnos consolar por el Señor. El consuelo del Señor es verdadero, no engaña. No es anestesia, no. Sino que es cercano, es verdadero y nos abre las puertas de la esperanza.

Jueves de la IV Semana de Pascua

Jn 13, 16-20

Cuando Pablo es invitado a hablar en la sinagoga de Antioquía para explicar esa nueva doctrina, es decir, para anunciar a Jesús, para proclamar a Jesús, empieza hablando de la historia de la salvación. Se levantó y dijo: «El Dios de este pueblo, Israel, eligió a nuestros padres y multiplicó al pueblo cuando vivían como forasteros en Egipto», y contó toda la historia de la salvación. Lo mismo hizo Esteban antes del martirio y también Pablo, en otra ocasión. Lo mismo hace el autor de la Carta a los Hebreos, cuando narra la historia de Abraham y de “todos nuestros padres”. Lo mismo hemos cantado nosotros hoy: «Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades». Hemos cantado la historia de David: «Encontré a David, mi siervo». Lo mismo hacen Mateo y Lucas: cuando comienzan a hablar de Jesús, parten de la genealogía de Jesús.

¿Qué hay detrás de Jesús? Hay una historia, una historia de gracia, una historia de elección, una historia de promesa. El Señor eligió a Abraham y caminó con su pueblo. Hay una historia de Dios con su pueblo. Y por eso, cuando a Pablo le piden que explique el porqué de la fe en Jesucristo, no comienza por Jesucristo: empieza por la historia. El cristianismo es una doctrina, sí, pero no solo. No son solo las cosas que creemos, sino una historia que lleva esa doctrina que es la promesa de Dios, la alianza de Dios: ser elegidos por Dios. El cristianismo no es solo una ética: sí, tiene principios morales, pero no se es cristiano solo con una visión ética. Es más. El cristianismo no es una élite de gente escogida en función de la verdad; es ese sentido elitista que luego se abre paso en la Iglesia, por ejemplo cuando se dice: “Yo soy de esa institución, yo pertenezco a este movimiento que es mejor que el tuyo o el otro”; eso es un sentido elitista. No, el cristianismo no es eso: el cristianismo es pertenencia a un pueblo, a un pueblo elegido por Dios gratuitamente. Si no tenemos conciencia de pertenecer a un pueblo seremos cristianos ideológicos, con una doctrina pequeñita de afirmación de la verdad, con una ética, con una moral –que está bien– o, considerándonos una élite: nos sentimos parte de un grupo escogido por Dios –los cristianos–, y los otros irán al infierno o, si se salvan, es por la misericordia de Dios, pero son los descartados. Si no tenemos conciencia de pertenecer a un pueblo, no somos verdaderos cristianos.

Por eso Pablo explica a Jesús desde el comienzo, a partir de la pertenencia a un pueblo. Muchas veces, muchas, caemos en esas parcialidades, sean dogmáticas, morales o elitistas. El sentido de élite es el que nos hace tanto daño y nos hace perder el sentido de pertenencia al santo pueblo fiel de Dios, que Dios eligió en Abraham y dio la gran promesa, Jesús, y lo hizo caminar con esperanza, e hizo alianza con él. Es tener la conciencia de pueblo.

Cuenta la historia, como lo hace Pablo aquí, transmitiendo la historia de nuestra salvación. Y en esa historia del pueblo de Dios, hasta llegar a Jesucristo, ha habido santos, pecadores y mucha gente común, buena, con virtudes y pecados, como todos. La famosa muchedumbre que seguía a Jesús tenía olfato de pertenencia a un pueblo. Uno que se llame cristiano y no tenga ese olfato no es un verdadero cristiano, porque se siente justificado sin el pueblo. Es un poco particular y se siente justificado sin el pueblo. Pertenencia a un pueblo, tener memoria del pueblo de Dios. Y eso lo enseña Pablo, Esteban, otra vez Pablo, los apóstoles… Y el consejo del autor de la Carta a los Hebreos: “Acordaos de vuestros ancestros”, es decir, de los que nos han precedido en este camino de salvación.

Si alguno me preguntase: ¿Cuál es la desviación más peligrosa de los cristianos hoy y siempre? ¿Cuál sería para usted la desviación más peligrosa de los cristianos?, yo diría sin dudar: la falta de memoria de pertenencia a un pueblo. Cuando eso falta vienen los dogmatismos, los moralismos, los eticismos, los movimientos elitistas. Falta el pueblo. Un pueblo siempre pecador, todos lo somos, pero que no se equivoca en general, que tiene el olfato de ser pueblo elegido, que camina tras una promesa y que ha hecho una alianza que él quizá no cumple, pero la conoce.

Pedir al Señor esa conciencia de pueblo, que la Virgen hermosamente cantó en su Magníficat, que Zacarías cantó tan bellamente en su Benedictus, cánticos que rezamos todos los días, por la mañana y por la tarde. Conciencia de pueblo: somos el santo pueblo fiel de Dios que, como dice el Concilio Vaticano I, y luego el II, en su totalidad tiene el olfato de la fe y es infalible en ese modo de creer.

Miércoles de la IV Semana de Pascua

Jn 12,44-50

Este pasaje del Evangelio de Juan nos muestra la intimidad que había entre Jesús y el Padre. Jesús hacía lo que el Padre le dijo que hiciera. Y por eso dice: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado». Luego precisa su misión: «Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas». Se presenta como luz. La misión de Jesús es iluminar: la luz. Él mismo lo dijo: «Yo soy la luz del mundo». El profeta Isaías había profetizado esa luz: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz». Es la promesa de la luz que iluminará al pueblo. Y también la misión de los apóstoles es llevar la luz. Pablo le dijo al rey Agripa: “He sido elegido para iluminar, para llevar esa luz –que no es mía, es de otro–, pero para traer la luz”. Es la misión de Jesús: traer la luz. Y la misión de los apóstoles es llevar la luz de Cristo, iluminar, porque el mundo estaba en tinieblas.

Pero el drama de la luz de Jesús es que fue rechazada. Ya al inicio de su Evangelio, Juan lo dice claramente: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron». Amaban más las tinieblas que la luz. Acostumbrarse a las tinieblas, vivir en las tinieblas: no saben aceptar la luz, no pueden; son esclavos de las tinieblas. Y esa será la continua lucha de Jesús: iluminar, llevar la luz que hace ver las cosas como están, como son; hace ver la libertad, hace ver la verdad, hace ver el camino por el que andar, con la luz de Jesús.

Pablo tuvo esa experiencia del paso de las tinieblas a la luz cuando el Señor lo encontró en el camino de Damasco. Se quedó ciego. ¡Ciego! Y luego, con el bautismo recuperó la luz. Tuvo esa experiencia del paso de las tinieblas, en las que estaba, a la luz. Es también nuestro paso, que sacramentalmente recibimos en el bautismo: por eso el bautismo se llamaba, en los primeros siglos, la Iluminación, porque te daba la luz, te “hacía entrar”. Por eso, en la ceremonia del bautismo se da un cirio encendido, una vela encendida al padre y a la madre, porque el niño o la niña están iluminados: Jesús trae la luz.

Pero el pueblo, la gente, su pueblo lo rechazó. Está tan habituado a las tinieblas que la luz lo deslumbra, no sabe andar. Y ese es el drama de nuestro pecado: el pecado nos ciega y no podemos tolerar la luz. Tenemos los ojos enfermos. Jesús lo dice claramente en el Evangelio de Mateo: “Si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo estará enfermo. Si tu ojo ve solo las tinieblas, ¿cuántas tinieblas habrá dentro de ti?” Las tinieblas… Y la conversión es pasar de las tinieblas a la luz. ¿Cuáles son las cosas que enferman los ojos, los ojos de la fe? Nuestros ojos están enfermos: ¿cuáles son las cosas que “tiran para abajo”, que los ciegan? Los vicios, el espíritu mundano, la soberbia.

Los vicios que “te tiran para abajo” y esas tres cosas –los vicios, la soberbia, el espíritu mundano– te llevan a asociarte con otros para estar seguro en las tinieblas. A menudo hablamos de las mafias: ¡pues es eso! Porque hay “mafias espirituales”, hay “mafias domésticas”, siempre, que buscan a algún otro para cubrirse y permanecer en las tinieblas. No es fácil vivir en la luz. La luz nos hace ver tantas cosas feas dentro de nosotros que no queremos ver: los vicios, los pecados… Pensemos en nuestros vicios, pensemos en nuestra soberbia, pensemos en nuestro espíritu mundano: esas cosas nos ciegan, nos alejan de la luz de Jesús. Pero si empezamos a pensar en esas cosas, no encontraremos un muro, no: hallaremos una salida, porque Jesús mismo dice que Él es la luz y «no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo». Jesús mismo, la luz, dice: “Ánimo: déjate iluminar, déjate ver por lo que tienes dentro, porque soy yo quien te lleva adelante, quien te salva. Yo no te condeno. Yo te salvo”. El Señor nos salva de las tinieblas que llevamos dentro, de las tinieblas de la vida cotidiana, de la vida social, de la vida política, de la vida nacional, internacional… tantas tinieblas hay dentro. Y el Señor nos salva. Pero nos pide verlas, primero; tener el valor de ver nuestras tinieblas para que la luz del Señor entre y nos salve.

No tengamos miedo del Señor: es muy bueno, es manso, está cerca de nosotros. Vino para salvarnos. No tengamos miedo de la luz de Jesús.

Martes de la IV Semana de Pascua

Jn 10, 22-30

Jesús estaba en el templo, cerca de la fiesta de la Pascua. En aquel tiempo, «los judíos, rodeándolo, le preguntaban: ¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente». Le hacían perder la paciencia y con cuánta mansedumbre «Jesús, les respondió: Os lo he dicho, y no creéis». Y seguían diciendo: “¿Pero eres tú? ¿Eres tú?” – “Sí, lo he dicho, pero no creéis”. «Porque no sois de mis ovejas». Y eso, quizá, nos suscita una duda: ¿yo creo y formo parte de las ovejas de Jesús? Si Jesús nos dijese: “No podéis creer porque no formáis parte”: ¿hay una fe previa al encuentro con Jesús? ¿Qué es ese formar parte de la fe de Jesús? ¿Qué es lo que me detiene ante la puerta que es Jesús?

Hay actitudes previas a la confesión de Jesús. También para nosotros, que estamos en el rebaño de Jesús. Son como “antipatías previas”, que no nos dejan avanzar en el conocimiento del Señor. La primera de todas es la riqueza. Y muchos de nosotros, que hemos entrado por la puerta del Señor, luego nos paramos y no avanzamos porque somos prisioneros de las riquezas. El Señor fue duro con las riquezas: fue muy duro, muy duro. Hasta el punto de decir que era más fácil que un camello pasase por el ojo de una aguja que un rico entrase en el reino de los cielos. Es duro esto. Las riquezas son un impedimento para avanzar. Entonces, ¿debemos caer en el pauperismo? No. Pero tampoco ser esclavos de la riqueza, no vivir para la riqueza, porque las riquezas son un señor, son el señor de este mundo y no podemos servir a dos señores. Y las riquezas nos frenan.

Otra cosa que impide avanzar en el conocimiento de Jesús, en la pertenencia a Jesús, es la rigidez: la rigidez de corazón. También la rigidez al interpretar la Ley. Jesús reprocha a los fariseos y doctores de la Ley esa rigidez. Que no es fidelidad: la fidelidad es siempre un don de Dios; la rigidez es una seguridad para mí mismo. Rigidez. Eso nos aleja de la sabiduría de Jesús; te quita la libertad. Y muchos pastores hacen crecer esa rigidez en las almas de los fieles, y esa rigidez no nos deja entrar por la puerta de Jesús. ¿Es más importante observar la ley como está escrita o como yo la interpreto, que es la libertad de avanzar siguiendo a Jesús?

Otra cosa que no nos deja avanzar en el conocimiento de Jesús es la pereza. Esa indolencia… pensemos en aquel hombre de la piscina: 38 años allí. La pereza. Nos quita la voluntad de ir adelante y todo es “sí, pero… no, ahora no, no, pero…”, que te lleva a la apatía y te vuelve tibio. La pereza es otra cosa que nos impide avanzar.

Otra que es bastante fea es la actitud clerical. El clericalismo se pone en el lugar de Jesús. Dice: “No, esto debe ser así, así y así” – “Pero el Maestro…” – “Deja tranquilo al Maestro: esto es así, así y así, y si no lo haces así, así y así no puedes entrar”. Un clericalismo que quita la libertad de la fe de los creyentes. Es una enfermedad esta; fea, en la Iglesia: la actitud clerical.

Luego, otra cosa que nos impide avanzar, entrar para conocer a Jesús y confesar a Jesús es el espíritu mundano: cuando la observancia de la fe, la práctica de la fe acaba en mundanidad. Y todo es mundano. Pensemos en la celebración de algunos sacramentos en algunas parroquias: ¡cuánta mundanidad hay allí! Y no se entiende bien la gracia de la presencia de Jesús.

Estas son las cosas que nos frenan formar parte de las ovejas de Jesús. Somos “ovejas” que siguen todas esas cosas: las riquezas, la pereza, la rigidez, la mundanidad, el clericalismo, de modos, de ideologías, de formas de vida. Falta la libertad. Y no se puede seguir a Jesús sin libertad. “Pero a veces la libertad se pasa de la raya, y uno resbala”: sí, es verdad. Es cierto. Podemos resbalar yendo en libertad. Pero peor es resbalar antes de andar, con esas cosas que impiden comenzar a andar.

Que el Señor nos ilumine para ver dentro de nosotros si hay libertad de pasar por la puerta que es Jesús e ir más allá, para ser rebaño, para ser ovejas de su redil.

Lunes de la IV Semana de Pascua

Jn 10,11-18

Cuando Pedro subió a Jerusalén, los fieles le reprochaban. Lo reprochaban porque había entrado en casa de hombres no circuncisos y había comido con ellos, con los paganos: eso no se podía, era un pecado. La pureza de la ley no permitía eso. Pero Pedro lo había hecho porque el Espíritu lo llevó allí. Siempre hay en la Iglesia –y más en la Iglesia primitiva, porque las cosas no estaban claras– ese espíritu de “nosotros somos los justos, los demás los pecadores”. Este “nosotros y los demás”, “nosotros y los otros”, las divisiones: “Nosotros tenemos la posición justa ante Dios”. En cambio están “los otros”, se dice incluso: “Son los condenados”. Y esa es una enfermedad de la Iglesia, un mal que nace de las ideologías o de los partidos religiosos. Pensad que en tiempos de Jesús, al menos había cuatro partidos religiosos: el partido de los fariseos, el partido de los saduceos, el partido de los zelotes y el partido de los esenios, y cada uno interpretaba la ley según “la idea” que tenía. Y esa idea es una escuela “fuera de la ley” cuando es un modo de pensar, de sentir mundano que se hace intérprete de la ley. También reprochaban a Jesús por entrar en casa de publicanos –que eran pecadores, según ellos– a comer con ellos, con los pecadores, porque la pureza de la ley no lo permitía; y no se lavaba las manos antes de comer…; siempre ese reproche que provoca división: esto es lo importante que yo quería subrayar.

Hay ideas y posturas que crean división, y llega a ser más importante la división que la unidad: es más importante mi idea que el Espíritu Santo que nos guía. Hay un cardenal emérito que vive aquí en el Vaticano, buen pastor, que decía a sus fieles: “La Iglesia es como un río. Algunos están más de esta parte, otros de la otra parte, pero lo importante es que todos estén dentro del río”. Eso es la unidad de la Iglesia. Nadie fuera, todos dentro. Y con sus peculiaridades: eso no divide, no es ideología, es lícito. Pero, ¿por qué la Iglesia tiene esa amplitud del río? Porque el Señor la quiere así

El Señor, en el Evangelio, nos dice: «Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y en solo Pastor». El Señor dice: “Tengo ovejas en todas partes y yo soy pastor de todos”. Este todos en Jesús es muy importante. Pensemos en la parábola de la fiesta de bodas, cuando los invitados no querían ir: uno porque había comprado un campo, otro se había casado…, cada uno dio su motivo para no ir. Y el dueño se enfadó y dijo: «Marchad a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis». A todos. Grandes y pequeños, ricos y pobres, buenos y malos. Todos. Ese “todos” es la visión del Señor que vino por todos y murió por todos. “¿Y también murió por aquel desgraciado que me ha hecho la vida imposible?”. También murió por él. “¿Y por aquel bandido?”: murió por él. Por todos. E incluso por la gente que no cree en Él o es de otras religiones: murió por todos. Eso no quiere decir que se deba hacer proselitismo: no. Pero Él murió por todos, justificó a todos.

Cristo murió por todos: ¡sigamos adelante!”. Tenemos un solo Redentor, una sola unidad: Cristo murió por todos. En cambio, la tentación… hasta Pablo la sufrió: “Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de este, yo soy del otro…”. Y pensemos en nosotros, hace 50 años, en el postconcilio: las divisiones que sufrió la Iglesia. “Yo estoy de esta parte, yo pienso así, tú así…”. Sí, es lícito pensar así, pero en la unidad de la Iglesia, bajo el Pastor Jesús.

Que el Señor nos libre de la psicología de la división, de separar, y nos ayude a ver esto tan grande de Jesús: que en Él todos somos hermanos y Él es el Pastor de todos. Hoy, esta palabra: “Todos, todos”, que nos acompañe durante la jornada.

Dos cosas. El reproche de los apóstoles a Pedro por haber entrado en la casa de los paganos y Jesús que dice: “Yo soy pastor de todos”. Y: “Tengo otras ovejas que no provienen de este redil. Y debo guiarlas también a ellas. Escucharán mi voz y serán un solo rebaño”. Es la oración por la unidad de todos los hombres, porque todos, hombres y mujeres, todos tenemos un único Pastor: Jesús.