Jn 13, 16-20
Cuando Pablo es invitado a hablar en la sinagoga de Antioquía para explicar esa nueva doctrina, es decir, para anunciar a Jesús, para proclamar a Jesús, empieza hablando de la historia de la salvación. Se levantó y dijo: «El Dios de este pueblo, Israel, eligió a nuestros padres y multiplicó al pueblo cuando vivían como forasteros en Egipto», y contó toda la historia de la salvación. Lo mismo hizo Esteban antes del martirio y también Pablo, en otra ocasión. Lo mismo hace el autor de la Carta a los Hebreos, cuando narra la historia de Abraham y de “todos nuestros padres”. Lo mismo hemos cantado nosotros hoy: «Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades». Hemos cantado la historia de David: «Encontré a David, mi siervo». Lo mismo hacen Mateo y Lucas: cuando comienzan a hablar de Jesús, parten de la genealogía de Jesús.
¿Qué hay detrás de Jesús? Hay una historia, una historia de gracia, una historia de elección, una historia de promesa. El Señor eligió a Abraham y caminó con su pueblo. Hay una historia de Dios con su pueblo. Y por eso, cuando a Pablo le piden que explique el porqué de la fe en Jesucristo, no comienza por Jesucristo: empieza por la historia. El cristianismo es una doctrina, sí, pero no solo. No son solo las cosas que creemos, sino una historia que lleva esa doctrina que es la promesa de Dios, la alianza de Dios: ser elegidos por Dios. El cristianismo no es solo una ética: sí, tiene principios morales, pero no se es cristiano solo con una visión ética. Es más. El cristianismo no es una élite de gente escogida en función de la verdad; es ese sentido elitista que luego se abre paso en la Iglesia, por ejemplo cuando se dice: “Yo soy de esa institución, yo pertenezco a este movimiento que es mejor que el tuyo o el otro”; eso es un sentido elitista. No, el cristianismo no es eso: el cristianismo es pertenencia a un pueblo, a un pueblo elegido por Dios gratuitamente. Si no tenemos conciencia de pertenecer a un pueblo seremos cristianos ideológicos, con una doctrina pequeñita de afirmación de la verdad, con una ética, con una moral –que está bien– o, considerándonos una élite: nos sentimos parte de un grupo escogido por Dios –los cristianos–, y los otros irán al infierno o, si se salvan, es por la misericordia de Dios, pero son los descartados. Si no tenemos conciencia de pertenecer a un pueblo, no somos verdaderos cristianos.
Por eso Pablo explica a Jesús desde el comienzo, a partir de la pertenencia a un pueblo. Muchas veces, muchas, caemos en esas parcialidades, sean dogmáticas, morales o elitistas. El sentido de élite es el que nos hace tanto daño y nos hace perder el sentido de pertenencia al santo pueblo fiel de Dios, que Dios eligió en Abraham y dio la gran promesa, Jesús, y lo hizo caminar con esperanza, e hizo alianza con él. Es tener la conciencia de pueblo.
Cuenta la historia, como lo hace Pablo aquí, transmitiendo la historia de nuestra salvación. Y en esa historia del pueblo de Dios, hasta llegar a Jesucristo, ha habido santos, pecadores y mucha gente común, buena, con virtudes y pecados, como todos. La famosa muchedumbre que seguía a Jesús tenía olfato de pertenencia a un pueblo. Uno que se llame cristiano y no tenga ese olfato no es un verdadero cristiano, porque se siente justificado sin el pueblo. Es un poco particular y se siente justificado sin el pueblo. Pertenencia a un pueblo, tener memoria del pueblo de Dios. Y eso lo enseña Pablo, Esteban, otra vez Pablo, los apóstoles… Y el consejo del autor de la Carta a los Hebreos: “Acordaos de vuestros ancestros”, es decir, de los que nos han precedido en este camino de salvación.
Si alguno me preguntase: ¿Cuál es la desviación más peligrosa de los cristianos hoy y siempre? ¿Cuál sería para usted la desviación más peligrosa de los cristianos?, yo diría sin dudar: la falta de memoria de pertenencia a un pueblo. Cuando eso falta vienen los dogmatismos, los moralismos, los eticismos, los movimientos elitistas. Falta el pueblo. Un pueblo siempre pecador, todos lo somos, pero que no se equivoca en general, que tiene el olfato de ser pueblo elegido, que camina tras una promesa y que ha hecho una alianza que él quizá no cumple, pero la conoce.
Pedir al Señor esa conciencia de pueblo, que la Virgen hermosamente cantó en su Magníficat, que Zacarías cantó tan bellamente en su Benedictus, cánticos que rezamos todos los días, por la mañana y por la tarde. Conciencia de pueblo: somos el santo pueblo fiel de Dios que, como dice el Concilio Vaticano I, y luego el II, en su totalidad tiene el olfato de la fe y es infalible en ese modo de creer.