Martes de la XXXIV Semana del Tiempo Ordinario

Lc 21, 5-11

Este evangelio nos enseña lo relativo que puede ser todo lo bello que se encuentra en el mundo. Todo pasa. Las cosas que un día fueron ya no son; lo que ahora nos admira llegará un día en que no quedará rastro de ello. Lo único que permanece es Dios. Es lo único que no cambia.

Para el pueblo de Israel el Templo era uno de los signos más representativos de su religiosidad y de la presencia del Señor en medio del pueblo.  La gran construcción los hacía sentir seguros.  Sus más grandes desastres los vivieron cuando el Templo fue destruido y la tristeza del exilio consistía en no poder dar culto al Señor.  Por eso miraban con orgullo la gran construcción.  Sin embargo, Cristo les llama la atención.  No sólo en el pasaje que acabamos de escuchar, sino con mucha frecuencia, porque su veneración por el Templo no estaba respondiendo con la congruencia de una vida recta, en justicia y amor.

Anunciarles que será destruido el Templo es quitarles su mayor seguridad, pero es también hacerlos reflexionar en lo que pide Dios para su culto.  Es cierto que Dios ha pedido el culto, pero un culto vivo que lleve al amor y al cumplimiento de sus mandamientos.  Pero cuando el Templo se transforma en escaparate para esconder las injusticias, en lugar de ser una bendición está llevando a la ruina.

El mismo sentido tienen las palabras que Jesús dice a continuación sobre los engaños de quien se quiera hacer pasar por el Mesías y Señor.

En nuestros días muchos se han aprovechado de los desastres ecológicos para anunciar un supuesto día final, pero debemos estar atentos y reconocer que el único que conoce el día final es Dios Padre y que nosotros tendremos que tener una actitud de perseverancia, de paciencia y de vigilancia.

Nosotros también hemos puesto nuestras seguridades en las cosas y en los bienes; en el poder y en la fama y nos hemos alejado de lo que busca el Señor.  Nosotros también hemos tomado una actitud de despreocupación y de descuido frente a la venida del Señor.  Tendremos que recuperar esa actitud que nos ayude a vivir plenamente nuestros días como si fueran los últimos.  No en el sentido de vivir con angustia y preocupación, sino de vivir en rectitud, en vigilia y en fraternidad.

Si de alguna forma supiéramos que este sería nuestro último día ¿cómo lo viviríamos?  ¿Por qué no lo vivimos así?

Lunes de la XXXIV Semana del Tiempo Ordinario

Lc 21, 1-4

En nuestro país hay una canción que dice: El tiempo que te quede libre dedícalo a mí. Esta canción ejemplifica lo que significa: «No te amo». El dar solo lo que sobra, es una verdadera muestra de «no-amor» hacia cualquiera. Creo que la persona que ama no solo da de lo que tiene sino que busca que eso que dará sea lo mejor, pues a quien lo dará es la persona amada.

Pensemos y apliquemos este pensamiento, a las personas que tenemos cerca, a nuestros padres, a la esposa(o), novio(a) y al mismo Dios. ¿Les damos lo mejor de nosotros o solo «Lo que nos sobra»? Si quieres saber a quién verdaderamente amas, solo piensa para quién siempre tienes tiempo, a quién le das lo mejor de ti… ahí habrás encontrado la respuesta. Es triste que muchos de nosotros, para Dios solo tengamos las sobras.

No nos engañemos a nosotros mismos, y mucho menos pretendamos hacerlo con Dios. Él conoce bien el corazón humano, Él sí tiene la justa medida de nuestras acciones, e intenciones. Dejemos que sea Él quien ilumine nuestro camino, nos vaya marcando la senda. No importa lo que digan o piensen los demás. La pobre viuda echó menos que nadie, y sin embargo Cristo alabó su gesto heroico. El Señor sólo nos pide amor, pero amor auténtico, manifestado en obras y no sólo en palabras. Por eso, su Corazón Divino se entristece cuando nos conformamos con una relación fría y lejana.

Sábado de la XXXIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 20, 27-40

Los saduceos negaban la resurrección de los muertos y la existencia de los ángeles. En este evangelio quieren poner a prueba la habilidad de Jesús, intentando ridiculizarlo por medio de un ejemplo: una viuda sin hijos que sucesivamente contrae matrimonio con 7 hermanos. En la «supuesta resurrección» quién será el verdadero marido…

Cada día percibimos que muchas personas concluyen su existencia: hospitales, accidentes, ancianos, etc. ¿Qué hay al final de este peregrinar doloroso y feliz de la vida? Las respuestas son tan variadas como las cuestiones: miedo, silencio, tabú, hedonismo, fatalismo, pesimismo, rebeldía, «nausea existencial» ante el absurdo, etc. Jesucristo resucitado es la única respuesta válida al interrogante de la muerte. En su respuesta a los saduceos lo afirma rotundamente: «Dios no lo es de muertos sino de vivos, porque para Él todos están vivos». Qué más necesitamos para creer que esta vida no termina, sino que se transforma.

A la luz de la resurrección, el cristiano experimenta con antelación, que la muerte del hombre, a pesar de sus esfuerzos por una inalcanzable inmortalidad, no es un sinsentido, ni un absurdo existencial. Al contrario, la muerte es el final de un trayecto, el paso de una amistad a lo humano hacia una amistad a lo divino. Es un acceso a la liberación definitiva con Cristo resucitado.

¡Qué alegría debemos sentir, cómo debe aumentar nuestra fe! Así hay que vivir, siempre mirando hacia ese horizonte grandioso, que nos mantenga con las maletas siempre preparadas para el encuentro con el Señor.

Y cuando los hombres nos fallen, cuando la persecución asome a nuestra puerta, lo único que nos sostendrá será la figura adorada y real de Cristo, pues el día de mañana, una vez que los hombres nos olviden, solamente una cruz, y en ella Cristo, seguirá abrazando nuestra sepultura como guardián eterno de una amistad comenzada en esta tierra.

Viernes de la XXXIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 19,45-48

Parece que Jesús se enoja con mercaderes y vendedores, y en parte es así. Pero su enojo no viene por su profesión, su enojo no va dirigido a los de fuera del templo, va dirigido a los de dentro.

Cuando el Templo se había convertido para los israelitas en signo de la presencia del Señor, cuando admiraban su construcción y se sentían orgullosos e invencibles, los profetas alzaron su voz para reclamar y señalar que hay cosas más importantes que una bella construcción de piedras y que el culto que el Señor quiere parte del corazón y se manifiesta en el amor a los hermanos.  No admite el Señor un culto vacío ni el soborno de un sacrificio a cambio de la injusticia, de la mentira o de los juicios arreglados.

Más que el santuario, el Dios de Israel exige habitar en el corazón de cada persona. Cuando ha estado destruido el Templo, cuando se sienten olvidados, el Señor asegura su presencia en medio de ellos, en el resto fiel, en el corazón limpio.

Jesús recoge toda esta tradición y aunque se acerca al Templo y predica en sus atrios, exige también el culto verdadero.  Jesús entabla toda una lucha con quienes han manipulado la Ley, el Sábado, el sacrificio y el Templo y lo han convertido en fuente de ganancias y de opresión.

No se puede, con el pretexto de la religión o de las Leyes despreciar a la persona, no se puede comerciar con sus derechos, no se puede pisotear su dignidad.

Hoy nos encontramos con modernos templos donde se comercia con los débiles, donde se venden sus derechos, donde se les despoja de sus pertenencias.  Cada persona es santuario y templo de Dios, lugar sagrado, casa de oración y no puede ser convertida en cueva de ladrones.

La trata de personas, la venta de menores, la manipulación de los fetos, la comercialización de las necesidades y muchos otros métodos modernos llevan a cosificar a las personas, a tratarlas como mercancía, a despreciar sus sentimientos.

El mundo moderno se ha dejado gobernar por el poder del dinero y de los grandes consorcios de las poderosas firmas y no le ha importado pasar por encima de la conciencia de las personas.  Incluso también hoy hay quienes utilizan la religión con fines comerciales o políticos y convierten lo más sagrado de la persona, su interior, en cueva de ladrones.

Cada persona es santuario de Dios, tú tienes un gran valor porque eres templo del Espíritu Santo.  No profanemos ni dejemos profanar esos santuarios de Dios.

Jueves de la XXXIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 19, 41-44

Jesús llora por Jerusalén. Y profetiza una realidad que seguimos contemplando hoy. Existe división, existen enfrentamientos, existe desencuentro, existen guerras.

El pasaje de hoy parece sorprendente. Por un lado Jesús profetiza una realidad negativa de este mundo y por otro llora por el presente y el futuro de un pueblo. Jesús ama su tierra, ama a su pueblo y sufre por lo que no ve en él. El enfrentamiento es consecuencia de no entender lo que conduce a la paz, de obstinarse en creer que la paz global no es el resultado de la paz con uno mismo. Quizás, cuando Jesús llora, esta teniendo presente todas las guerras que se sucederán en el tiempo, todo el dolor que el hombre se produce a sí mismo. Y es que el hombre, la criatura que Dios ama con ternura, puede destruirse a sí mismo. Podemos pensar en la guerra como en algo lejano en el espacio y en el tiempo, algo ajeno a nuestra realidad cotidiana. Y algo por lo que no podemos hacer mucho. Sin embargo nosotros podemos ser ángeles de paz o demonios de guerra.

Porque la guerra en definitiva es el odio, es el rencor, el tomarse la justicia por su mano. Cuando no perdonamos una falta de caridad que han tenido con nosotros, cuando guardamos y recordamos el mal que nos han hecho, no estamos entendiendo lo que conduce a la paz. Porque el hombre tiene un sentido de la justicia limitado y sobretodo imposible de realizar de modo exclusivamente horizontal. Porque nosotros somos limitados y vamos a fallar muchas veces, vamos a herir, aun sin intención, y vamos a ser heridos. No podemos aplicarnos un sentido de la paz irrealizable. La paz es fruto del amor y del perdón, de la comprensión y de la lucha por mejorar y amar sin medida. Jesús llora porque nos obstinamos en no aceptar las normas flexibles del amor.

Miércoles de la XXXIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 19,11-28

Es más cómodo no hacer nada y luego buscar una buena excusa de porque no hemos hecho nada. Sin embargo para Jesús esto no funciona.

¿Cuál es tu pretexto para no comprometerte con Jesús?  Hay personas que viven en la mediocridad, tienen cualidades pero se conforman con lo mínimo, no se arriesgan.

Jesús con su parábola nos da una gran enseñanza, no debemos fijarnos tanto en reyes, dueños de inmensos territorios, sino en el gran regalo que nos da Dios gratuitamente a cada uno de nosotros para que actuemos y construyamos, aportando nuestro mejor esfuerzo para la llegada del Reino. 

Hay quienes no quieren que reine el Señor, aunque disfracen sus intenciones de ideologías o buenos deseos. Pero quizás la insistencia de esta parábola sea la confianza que Dios deposita en cada persona que ha creado.  A todos nos ha dado dones y regalos y espera que los multipliquemos.

Hay muchas personas que viven con plenitud y se arriesgan para poner todos sus talentos en búsqueda del amor, de la justicia y de la verdad.  Viven la alegría del servicio y hacen crecer a quienes lo rodean.  Sin embargo, hay quien actúa egoístamente y se oculta en pretextos, ocultar en un pañuelo la moneda valiosa, no hacerla producir, dejarse llevar por la indolencia frente a las necesidades angustiosas de los hermanos. 

Hay tantos pecados de omisión, de no hacer lo que deberíamos, de no participar y comprometernos, de no educar, de encogernos de hombros frente a las situaciones difíciles, y después echar la culpa a otros por su carácter, por sus responsabilidades, pero sólo para escudarnos y adormecer nuestra conciencia. No hay peor pecado que la indiferencia, la flojedad y la apatía.

No es injusto el proceder del Rey.  Quien no siembra no puede producir frutos.

¿Qué frutos estamos produciendo nosotros?  ¿A quién culpamos de nuestros errores y descuidos?

Martes de la XXXIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 19, 1-10

Muchas veces pesamos que nuestra vida no ha sido la más digna y que no es fácil establecer una relación nueva y diferente con Dios. En este evangelio Jesús nos muestra que Dios no está interesado en nuestra vida pasada. Él quiere para nosotros una vida nueva en la que los valores del amor y la justicia puedan ser vividos en su totalidad.

La salvación, y con ello la amistad con Dios, se realiza en el momento que nosotros decidimos iniciar un camino de encuentro con Dios y con los demás.

En el momento en que nos damos cuenta que nuestra vida pude ser mucho mejor y más feliz de lo que ya es. No tengamos temor de amar a Dios. Zaqueo nos enseña que nuestro Dios es el Dios de la misericordia que nos invita a dejarlo entrar en nuestra casa. Abrámosle las puertas.

Qué actitud tan hermosa la de Zaqueo, que conociendo sus pecados, acepta al Señor y atiende rápidamente a su petición. Todos los cristianos podemos imitar esta actitud de prontitud ante los reclamos del señor y una prontitud alegre, porque no hay mayor motivo de felicidad y alegría que Jesús nos llame y lo hace todos los días.

Lunes de la XXXIII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 18, 35-43

Cada vez que Jesús llegaba a una población se armaba un gran revuelo. Mucha gente tenía un deseo de conocerle por lo que habían oído de Él y otros lo hacían por mera curiosidad. Al acercarse a Jericó se encuentra un ciego que pedía limosna. Se sorprende al escuchar tanto ruido y se interesa por lo que pasa. Alguien le dice: «Jesús, el de Nazaret, está pasando por ahí», y el ciego comienza a gritar: «Hijo de David, ten compasión de mí». Con esto consiguió que algunos se molestaran con sus gritos e intentaron que se callara. Pero insistía más. Jesús se detiene y ordena que le traigan al ciego. Le pregunta: ¿Qué quieres que haga por ti? «Señor, que vea», respondió. La reacción de Jesús es inmediata: «Recobra la vista, tu fe te ha salvado». El ciego logra por su fe lo que Cristo ofrece por su caridad.

Cuánto nos enseña el Señor en un solo hecho. En este pasaje se muestra una persona que busca la solución a su problema físico. Solución que pasa por la fe. Este hombre probablemente nunca había visto al Señor; habría oído mucho sobre Él. Esto le bastó para creer que Jesús era hijo de David y también para saber que Jesucristo tenía un corazón tan grande que siempre se compadecía de aquellos que sufrían. Cristo nunca coarta la libertad, sino que respeta profundamente a cada ser humano. «¿Qué quieres que haga por ti?» El ciego responde sencillamente con lo que tenía dentro del corazón: «Señor haz que vea», y Jesús se compadece de inmediato. Lo hermoso del pasaje y lo que nos puede ayudar a reflexionar más es la actitud del ciego una vez que deja de serlo, y es que «sigue a Jesús glorificando a Dios». Qué maravilla de actitud, no sólo buscar a Jesús por conveniencia o por curiosidad, sino buscarlo para tener un encuentro personal con Él.

Sábado de la XXXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 18, 1-8

En este pasaje, Jesús nos insiste en la práctica de la oración como medio para obtener las gracias que necesitemos del Padre. Dios hará justicia a sus elegidos que le gritan. Gritar es equivalente a orar con insistencia, suplicando a Dios por nuestras necesidades. El grito de la oración implica una fe poderosa y una esperanza firme.

A lo largo de la vida pública de Jesús son muchos los momentos en los que aparece orando. Buscaba especialmente ese rato de oración, hacía un paréntesis en su apostolado y se renovaba en la presencia del Padre. Si Jesús necesitaba orar ¡cuánto nos debe urgir a nosotros!

Sólo hace falta echar un vistazo a nuestro alrededor para observar el mundo tan ajetreado en el que vivimos. El ritmo de vida es frenético.

Nos vemos absorbidos por las preocupaciones profesionales, invadidos por una competitividad muy agresiva. Y en toda esa vorágine es normal que cueste orar. Sin embargo nuestro planteamiento debería ser totalmente contrario: hacer de todo nuestro día una oración permanente. Es una frase tan desgastada que nos dice poco, pero es ésta la clave.

Hemos de proyectar nuestro día a día hacia la voluntad de Dios, voluntad que sólo podemos conocer a través de la oración. La plegaria consciente es el «antivirus» que nos va a proteger de los mensajes subliminales que, en la sociedad actual, pretenden ir apagando la luz de la Verdad.

Viernes de la XXXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 17, 26-37

Pensar en el fin del mundo y también en el fin de cada uno de nosotros es la invitación que también hoy la Iglesia nos hace a través del pasaje del Evangelio de hoy.  El texto recoge la vida normal de los hombres y mujeres antes del diluvio universal y en los días de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, sembraban, construían, se casaban…, pero luego llega el día de la manifestación del Señor y las cosas cambian.

La Iglesia, que es madre, quiere que cada uno piense en su propia muerte. Todos estamos acostumbrados a la normalidad de la vida, horarios, compromisos, trabajo, momentos de descanso, y pensamos que siempre será así. Pero un día vendrá la llamada de Jesús que nos dirá: “¡Ven!”.  Para algunos esa llamada será imprevista, para otros tras una larga enfermedad, no lo sabemos. ¡Pero la llamada vendrá! Y será una sorpresa, pero luego estará la otra sorpresa del Señor: la vida eterna. Por eso, la Iglesia en estos días nos dice: párate un poco, detente para pensar en la muerte. Suele pasar que, incluso la participación en las velaciones fúnebres o ir al cementerio, se convierta en un acto social: se va, se habla con las demás personas, en algunos casos hasta se come y se bebe: es una reunión más, para no pensar.

Y hoy la Iglesia, hoy el Señor, con esa bondad que tiene, nos dice a cada uno: “Detente, párate, no todos los días serán así. No te acostumbres como si esto fuese la eternidad. Llegará un día en que tú serás llevado, y otro se quedará”. Es ir con el Señor, pensar que nuestra vida tendrá fin. Y eso nos hace bien. Nos hace bien ante el inicio de una nueva jornada de trabajo, por ejemplo, donde podemos pensar: “Hoy quizá sea el último día, no sé, pero haré bien mi trabajo”. Y así en las relaciones con la familia o cuando vamos al médico, etc.

Pensar en la muerte no es una mala fantasía, es una realidad. Si es mala o no depende de mí, de como yo la vea, pero que será, será. Y allí será el encuentro con el Señor, eso será lo bueno de la muerte, el encuentro con el Señor, será Él quien venga a nuestro encuentro, será Él quien diga: “Ven, ven, bendito de mi Padre, ven conmigo”.

Y cuando llegue la llamada del Señor ya no habrá tiempo para arreglar nuestras cosas. Un sacerdote me decía hace poco: “El otro día encontré a un sacerdote, de unos 65 años, más o menos, que padecía algo malo, y no se sentía bien. Entonces fue al médico y le dijo, después de la visita: “Mire, tiene usted esto, y es algo malo, pero quizá estemos a tiempo de detenerlo. Haremos esto, y si no se para haremos esto otro, y si no se para comenzaremos a caminar y yo le acompañaré hasta el final”. ¡Estupendo ese médico!

Pues nosotros también, acompañémonos en ese camino, hagamos lo que sea, pero siempre mirando allá, al día en que el Señor vendrá a llevarnos para irnos con Él.