Sábado de la XXXII Semana del Tiempo Ordinario

Lc 18, 1-8

En este pasaje, Jesús nos insiste en la práctica de la oración como medio para obtener las gracias que necesitemos del Padre. Dios hará justicia a sus elegidos que le gritan. Gritar es equivalente a orar con insistencia, suplicando a Dios por nuestras necesidades. El grito de la oración implica una fe poderosa y una esperanza firme.

A lo largo de la vida pública de Jesús son muchos los momentos en los que aparece orando. Buscaba especialmente ese rato de oración, hacía un paréntesis en su apostolado y se renovaba en la presencia del Padre. Si Jesús necesitaba orar ¡cuánto nos debe urgir a nosotros!

Sólo hace falta echar un vistazo a nuestro alrededor para observar el mundo tan ajetreado en el que vivimos. El ritmo de vida es frenético.

Nos vemos absorbidos por las preocupaciones profesionales, invadidos por una competitividad muy agresiva. Y en toda esa vorágine es normal que cueste orar. Sin embargo nuestro planteamiento debería ser totalmente contrario: hacer de todo nuestro día una oración permanente. Es una frase tan desgastada que nos dice poco, pero es ésta la clave.

Hemos de proyectar nuestro día a día hacia la voluntad de Dios, voluntad que sólo podemos conocer a través de la oración. La plegaria consciente es el «antivirus» que nos va a proteger de los mensajes subliminales que, en la sociedad actual, pretenden ir apagando la luz de la Verdad.

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