Lc. 8, 4-15.
En este relato, San Lucas nos propone la parábola del sembrador. Ahí vemos dos formas de relacionarnos con Dios y en función de esa relación así acogemos su Palabra. Una es la de la gente que escucha la palabra. De entre ellos no sabemos quién es camino, piedra, zarzas o tierra buena. Lo que sabemos es que están ahí como una masa anónima que no tienen cercanía con Jesús, ni se aproximan más de lo que están. Otra forma de relacionarnos con el Señor es la de los discípulos que con toda sencillez y confianza le preguntan a su Maestro y se encuentran con que les revela los secretos del Reino de Dios. Esto significa que hay una relación de amistad íntima. Un secreto no se le confía a cualquier persona.
Esa diferencia de relación es una forma de prepararse para acoger la Palabra de Dios. Por regla general, a una persona que consideramos importante no sólo la escuchamos con atención, sino que nos tomamos muy en serio lo que nos dice. Esa relación prepara nuestro terreno, es decir, nuestra vida. Es el arado y abono que necesitamos. Luego está la semilla. Esa Palabra que Dios nos da viene con un regalo. Ese regalo es la fe. Además de creer esa semilla hay que regarla a diario, cuidarla y tratarla para que dé fruto. Cada nueva cosecha conlleva reanudar ese ciclo. No podemos vivir de las rentas, ni de la siembra del año pasado. Toda la vida debemos tenerlo presente, de lo contrario, la tierra buena se puede estropear.
¿Cómo hacerlo? ¿Cómo la cuidamos?
Necesitamos dedicarle tiempo a esa amistad con Dios mimando la oración, recibiéndolo frecuentemente y llevándolo a todas partes con nuestro testimonio. Tenemos que implicarnos, no ser espectadores. No te conformes con ser muchedumbre cuando puedes ser discípulo. No dejemos que la rutina, las preocupaciones, el trabajo, nos roben ese privilegio. Piensa que, a tu familia, a tus amigos y a lo que consideras importante les haces siempre un hueco, pero hay uno que merece ser tu prioridad. ¿Cuánto le dedicas? Hoy es buen día para que lo examines.