Miércoles de la XXX Semana Ordinaria

Ef 6, 1-9

Si san Pablo hubiera logrado el objetivo de su predicación, la desintegración de los matrimonios y de las familias se hubiera detenido.

En la lectura de ayer Pablo predicaba a los esposos y esposas que vivieran en un respeto y amor mutuo.  Y hoy impulsa a los hijos a obedecer a sus padres.

Exhorta a los padres a no irritar a sus hijos sino a educarlos en el Señor.

La felicidad verdadera proviene de un amor desinteresado, un amor que Jesús manifestó en su vida y en su muerte.

Lc 13, 22-30

Para la primera comunidad cristiana era una cuestión sumamente inquietante «¿por qué el pueblo elegido, el de las promesas de Dios, en su inmensa mayoría no aceptó al Mesías?  ¿Por qué otros pueblos están ocupando los lugares que ellos no quisieron recibir?

Pero nosotros que hoy escuchamos esta parábola de los que se quedaron fuera de la sala del banquete, no podemos entenderla sólo como una mirada al pasado, la debemos escuchar como dirigida a nosotros, hoy.

Le podríamos decir al Señor al tocar la puerta: «Mira, aquí está mi acta de bautismo y confirmación, mira las constancias de que pertenecí a tal movimiento, a tal congregación, aquí está la constancia de mi ordenación sacerdotal» y, tal vez, podríamos recibir la fatal respuesta: «Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes».

Se ha dicho: «Seremos examinados sobre el amor».

No hay método mágico de salvación; el único método es el del encuentro del amor infinito de Dios misericordioso con nuestro pequeño, humilde, pero empeñado amor.

Pensémoslo bien.