1 Cor 11, 17-26
La lectura que acabamos de escuchar es excepcionalmente importante. Es la narración más antigua que tenemos de la cena del Señor. Pablo la escribió desde Éfeso entre los años 54 y 57, más bien hacia el final de su estancia.
Los primeros cristianos celebraban la Eucaristía en el marco de una cena llamada «ágape» (amor), reunión de amor fraterno, cosa que no se estaba realizando en Corinto. Los más favorecidos por la fortuna se colocaban aparte y se saciaban plenamente, no compartían, mientras que los pobres eran relegados y pasaban hambre.
«Ciertamente no puedo alabarlos» dice san Pablo, y a continuación presenta lo que es la Tradición totalmente fundamental: «Porque yo recibí del Señor lo mismo que les he trasmitido…».
La Eucaristía, la Cena del Señor, es el centro aglutinador y vivificante, expresador y constructor de la comunidad eclesial.
La Eucaristía es el don supremo de Cristo, pero también es compromiso vital de parte nuestra.
Lc 7, 1-10
La fe del centurión es admirable, y es exactamente la fe que Cristo quiere de cada uno de nosotros: una fe que se expresa en obras como la de interesarse por un criado, cosa que en una sociedad muy clasista, es notable. Los judíos intermediarios hacen notar: este oficial «quiere a nuestro pueblo y hasta nos ha construido una sinagoga».
El centurión sabía que causaba problemas de pureza legal a Jesús si El entraba en su casa, si lo tocaba; por esto manda emisarios; por esto la palabra tan clásica de la fe y la humildad: «Señor, yo no soy digno de que tú entres en mi casa… basta con que digas una sola palabra…»
Es la palabra que nosotros decimos ante la santa Eucaristía, inmediatamente antes de comulgar. Tratemos de decirla siempre con toda intensidad.
Jesús dice: «Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande».
La fe es la condición de apertura a la obra salvífica de Dios; la condición ya no es ser de tal origen, de tal edad, de tal sexo, de tal estado social.
Según lo oído en la Palabra celebremos ahora la Eucaristía.