Mt 21, 23-27
Jesús exhortaba a la gente, la curaba, enseñaba y hacía milagros, y eso ponía nerviosos a los jefes de los sacerdotes, porque con su dulzura y entrega al pueblo atraía a todos a sí. Mientras que ellos, los funcionarios, eran respetados por la gente, pero no se les acercaban porque no confiaban en ellos. Entonces se ponen de acuerdo para poner acorralar a Jesús. Y le preguntan: “¿Con qué autoridad haces tú estas cosas? Porque no eres sacerdote, ni doctor de la ley, no has estudiado en nuestras universidades. No eres nadie”. Jesús, con inteligencia, responde con otra pregunta y pone a los jefes de los sacerdotes contra la esquina, preguntando si Juan el Bautista bautizaba con una autoridad que le venía del cielo, es decir de Dios o de los hombres. Mateo describe su razonamiento. «Si decimos “del cielo”, nos dirá: “¿Por qué no le habéis creído?” Si le decimos “de los hombres”, tememos a la gente; porque todos tienen a Juan por profeta». Y se lavan las manos y dicen: «No sabemos». Esa es la actitud de los mediocres, de los embusteros de la fe. No solo Pilato se lavó las manos; también estos se lavan las manos: «No sabemos». No entrar en la historia de los hombres, no involucrarse en los problemas, no luchar para hacer el bien, no luchar para curar a tanta gente que lo necesita… “Mejor no. No nos manchamos”. Y responde Jesús con la misma música: «Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto». Estas son dos actitudes de los cristianos tibios, de nosotros –como decía mi abuela– cristianos flojos; cristianos sin consistencia. Una actitud es dejar arrinconar a Dios: “O me haces esto o no iré más a la iglesia”. ¿Y qué responde Jesús?: “Pues adelante, allá tú, arréglatelas cómo puedas”.
La otra actitud de los cristianos tibios es lavarse las manos, como los discípulos de Emaús aquella mañana de la Resurrección. Ven a las mujeres tan contentas porque habían visto al Señor, pero no se fían, porque las mujeres son demasiado fantasiosas, y se lavan las manos. Así entran en la hermandad “de San Pilato”. Tantos cristianos se lavan las manos ante los retos de la cultura, de la historia, de las personas de nuestro tiempo; también ante los desafíos más pequeños. Cuántas veces oímos al cristiano tacaño ante una persona que pide limosna y no la da: “No, no yo no doy porque luego se emborrachan”. Se lavan las manos. “Yo no quiero que la gente se emborrache y no doy limosna”. Pero no tiene para comer. “Ese es su problema: yo no quiero que se emborrache”. Lo oímos tantas veces, muchas. Dejar a Dios en una esquina y lavarse las manos son dos actitudes peligrosas, porque es como desafiar a Dios. Pensemos qué pasaría si el Señor nos dejase en una esquina. Jamás entraríamos en el paraíso. ¿Y qué pasaría si el Señor se lavase las manos con nosotros? ¡Pobrecillos!
Son dos actitudes hipócritas de educados. “No, eso no. Yo no me meto”, y arrinconan a la gente, porque es gente sucia: “yo ante eso me lavo las manos porque son cosas suyas”. Veamos si en nosotros hay algo del género y si lo hay, expulsemos esas actitudes para dejar sitio al Señor que viene.