Deut 26, 16-19; Mt 5, 43-48
La Alianza del Sinaí fue hecha por mediación de Moisés y sellada con la sangre de animales sacrificados. Fue un acuerdo por el que Dios habría de ser el Dios de los israelitas y éstos serían su pueblo, a condición de que cumplieran sus mandamientos. La nueva Alianza fue hecha por mediación de Jesucristo y sellada con su propia sangre, derramada en la cruz. Nosotros, por nuestro Bautismo, somos el nuevo pueblo de Dios, el pueblo de la Nueva Alianza, y también a nosotros Dios nos ha puesto como condición la observancia de sus mandamientos.
La sangre de Cristo no es solamente el sello de nuestra Nueva Alianza, sino también el signo especial del amor de Dios por nosotros, su pueblo y, al mismo tiempo, el signo de la cantidad y calidad que debe tener nuestro amor a Dios. En el evangelio de hoy, Jesucristo subraya nuestro amor por todos los hombres. Tiene que ser un amor tan grande como el suyo. Cuando Jesús dice que debemos amar a nuestros enemigos y rogar por los que nos persiguen, nos enseña un mandamiento que El mismo obedeció. Clavado en la cruz, oraba por sus perseguidores, y murió en la cruz por amor a aquellos que eran sus enemigos por el pecado.
El cristianismo es una religión de alegría y felicidad, pero eso no quiere decir que todos aquellos a quienes se nos ha mandado amar, sean únicamente las personas agradables, alegres y amables. La verdadera alegría y la felicidad real provienen de ser como Jesús, quien no excluía a nadie de su amor, ni a sus grandes enemigos ni a los pequeños; ni siquiera a la gente que lo mandó a la muerte ni a la que simplemente lo importunaba o molestaba cuando necesitaba de paz y descanso.
Las personas a las que se dirigía la primera lectura de hoy, vivieron mucho tiempo después de la Antigua Alianza. Las palabras de la lectura se proclamaban ante ellos en un rito litúrgico, a fin de que pudieran renovar personalmente su Alianza con Dios. Ahora, cuando lleguemos al final de la Cuaresma, el Sábado Santo, seremos invitados, en un rito litúrgico, a renovar nuestra Alianza con Dios por medio de la renovación de nuestro Bautismo. Esa renovación tendrá un significado muy pobre, a no ser que durante la Cuaresma hayamos hecho grandes esfuerzos para poner en práctica el gran mandamiento del amor, de un amor como el de Jesucristo, que abrazaba a todos y no excluía a nadie.